Sensación… de que pudo ser peor

Fernando Santillán

“Qué garrón te comiste, flaco”, me dijo Ricardo mientras su hombro derecho sangraba. “¿Yo?”, le dije, “el que tiene el balazo sos vos”.

A la mañana dejé a mis hijas en el colegio, en zona norte, y entré a Capital por Cabildo. Estacioné el auto en Conesa y Congreso y seguí camino al centro en el subte, para no comerme el tránsito, el estacionamiento, y poder ir leyendo. A la tarde, cuando volví del centro en busca del auto, la cuadra estaba cerrada por un patrullero, había federales, vecinos, curiosos y un tipo herido de bala: Ricardo.

A Ricardo lo intentaron asaltar mientras iba por ahí en su Peugeot 307 gris. Intentó escaparse haciendo marcha atrás por Conesa, chocó a un Renault 19 rojo y a mi auto que estaban estacionados en Conesa y, de paso, se ligó un balazo. Cuando llegué había terminado todo, y Ricardo estaba tranquilo: aparentemente, la bala había entrado y salido por el hombro izquierdo. Mi primera sensación, apenas entendí un poco lo que pasó, fue que yo había zafado, que la saqué barata. Como le dije a Ricardo, el que se comió el balazo fue él.

Los policías me dijeron que mi auto tenía que quedar secuestrado. Como hubo una tentativa de robo con herido de bala, los tres autos tenían que quedar en poder de la policía para hacer las pericias correspondientes, me dijeron. Nadie me explicó muy bien en qué consisten esas pericias, o qué razón de ser tienen. Mientras yo esperaba por ahí cerca que vinieran los de balística, fui escuchando lo que iba sucediendo a través de las radios de los policías. Ricardo, me enteré, fue al hospital Pirovano, fue atendido y fue dado de alta. La bala no le había tocado ni un hueso, había salido limpia. Fue el segundo momento del día donde tuve esa sensación de sacarla barata. Ricardo la sacó barata, mirá si le quedaba la bala alojada ahí, si le rompía un hueso…

También escuché que a pocas cuadras había quedado parado un auto, un Renault gris oscuro polarizado, que podría haber sido el auto que usó el que intentó asaltar a Ricardo. A la noche todavía no sabían si era o no era, y el auto seguía detenido ahí en la mitad de una calle. Llegaron los de balística, se fueron los de balística, y después tenía que venir un patrullero para llevar todos los autos a la playa judicial. Un vecino y su hijo Sebas me dieron una mano y me prestaron un enchufe para cargar mi celular. El papá de Sebas me ofreció pasar a la casa: “¿querés ir al baño?, ¿no querés un café?”.

Cuando llegó el patrullero fuimos a la playa judicial detrás del Club Ciudad de Buenos Aires, en Crisólogo Larralde, al fondo. Fuimos en fila: adelante iba el cabo Tebes en el 307, después yo en mi auto (al que tuve que subirme por la puerta derecha ya que las dos izquierdas no abren por el golpe) y cerraba la fila india otro cabo con el patrullero. Cuando llegamos ahí saqué mis cosas del auto, incluyendo mi bolsa de palos de golf, y las puse en el baúl del patrullero. El sargento Luna hizo el inventario del auto, les dio una copia a los uniformados y me dijo que a mí no me daba nada, que tenía que pedir todo en Judiciales de la Comisaría 35.

Subimos al patrullero, yo atrás. No es lindo estar atrás en el patrullero: no podés abrir las puertas, no podés abrir las ventanas, el asiento y el respaldo son duros y adelante tuyo tenés una reja. El viaje habrá durado entre 5 y 10 minutos pero igual tuve una sensación de encierro fea, sobre todo cuando uno de los dos empezó a fumar. Llegamos y entré a la comisaría con mi mochila en la espalda, la bolsa de palos de golf en una mano y el carrito donde lo llevo, en el otro. Me sentí bastante ridículo.

Esperé ahí mientras declaraba un hombre canoso de unos 50 años. Resultó ser un taxista; él venía por avenida San Isidro cuando el Renault en el que aparentemente venía el asaltante lo chocó. Le destrozó el tacho y se va a perder unos cuantos días de trabajo. No la sacó tan barata. Al rato llegó la pareja dueña del Renault 19 rojo (los que más barata la sacaron, un bollo y un espejito). Mientras esperaba se me acercó una señora; me dijo que era la mujer de Ricardo y me ofreció todos los datos del auto por el tema del seguro. Le pregunté por Ricardo y me dijo que estaba bien, que la había sacado barata.

Fue ahí, de nuevo con esa sensación, que me acordé de un texto que escribí por el segundo aniversario del accidente de Once. Decía ahí que, como usuario del Retiro-Tigre, yo había tenido unos cuantos sustos en el tren. “Frente a Once”, escribí, “parece poco, por un momento pienso que tuve suerte, porque no fui uno de los 52 muertos o 789 heridos. Pero eso es sucumbir a la resignación de la decadencia.” Esa es, al final, la sensación que me queda. La bronca de que todos, Ricardo y su mujer, la pareja del Renault, el tachero y yo fuimos damnificados por las acciones de un tipo y de una situación general, pero que ya nos acostumbrados, todos nos fuimos pensando que podría haber sido peor. Me queda así, la tristeza de que nos comparamos con nuestras peores pesadillas en lugar de hacerlo por nuestros sueños, y ese es el verdadero garrón que compartimos con Ricardo.