En la vida hay que elegir: Antártida o realidad

Luis Novaresio

Y la Presidente, efectivamente, ya eligió. Hubo algunos amagues que hicieron creer un camino distinto. Carlos Kunkel, tan sincero y frontal como intransigente, dejó caer el mismo domingo de las primarias que si había algo que corregir, se haría. Quizá entusiasmado por esto, el ministro paralelo de Seguridad, Sergio Berni, se animó a apoyar eventuales correcciones. Ricardo Forster siguió sin resignar la capacidad de pensar por sí mismo y evitó los lugares comunes reclamando mirar de frente la realidad comicial. Alguno que otro más puso un pie en ese sendero. Pero Cristina Fernández clausuró ayer toda chance en ese sentido.

El discurso de hace horas en Tecnópolis no es digno de la mujer más votada de la historia argentina. La primera mandataria no se merece un relato como el que ella quiso escuchar. Porque, así ha de ser, Cristina se hablaba a sí misma como mirándose a un espejo deseado por su imaginación, hecho añicos por la realidad. Hablaba para sí, con prescindencia de quienes la escuchábamos. Si no, no se entiende.

Fue un gesto de ira y rencor reconvertido en afirmación intransigente de su autoestima para juntar fuerzas y lanzarse a la campaña hacia octubre. Si no, no se explica que encuentre como único ejemplo de “lo que no se cuenta en los medios del desánimo” el resultado obtenido en la Antártida y en un sector de la comunidad Qom.

Es cierto que algunos también aburren con la negatividad empresaria con provecho sólo propio. Pero de lo que aquí se trata es de saber qué piensa la Presidente del resultado de las PASO. De asumir la derrota, nada. Podrá ser también cierto que nadie le informó a la primera mandataria de esa cantidad de votos favorables en la Base Marambio que no llegan ni al total de lo que se sufraga en una escuela porteña. De paso: eso es apenas un nimio detalle de todo lo que sus asesores le ocultaron o, quizá, de lo que ella no quiso ver.

Después de haberse conocido que sólo el 28 % de los argentinos apoyó a los candidatos oficialistas, de acuerdo a lo que se desprende de la aritmética todavía aceptada en los dos bandos, el de “ellos” (Clarín, Infobae, los Salieri –sic- del desánimo) y el de “nosotros” (6,7,8, Télam y los dogmáticos del caso), la doctora Kirchner tenía la opción de elegir. No entre Sergio Massa, tan delgado hasta hace dos meses y hoy engordado por la lente oficial de todos los males, o Daniel Scioli, eterno futuro ex aliado. Sino entre los kirchneristas con sentido de realidad y los “vamos por todo” aunque no puedan ni con una interna abierta. Se podía elegir entre los “eternizadores” que no dan un paso atrás o los defensores de la racionalidad frente a la realidad de carne y hueso.

El oficialismo tuvo su mayor derrota en los lugares dominados por la decisión inapelable de la Cámpora. Fue derrotado con contundencia en la Santa Cruz controlada por el designio de la familia presidencial, también artífice de los nombres bonaerenses. Fue vapuleado en la Capital Federal con lista a diputados encabezada por un dirigente juvenil. Y, por sólo dar un ejemplo más, postergada a un bochornoso tercer lugar en Santa Fe en donde salvo el oscilante Jorge Obeid, la oferta era de pura cepa camporista o de la muchachada militante. Eso debió haber sido un signo para que la inapelable líder de este modelo tomara nota y, claro, eligiese. Las opciones eran encerrarse en el enojo carente de autocrítica que todo lo atribuye al no ser comprendido o poner una oreja a sus propios (y escasos, es verdad) compañeros de partido que encendían luces de alarma, tibias pero luminosas al fin. Y Cristina eligió. Invocando los números de la Antártida, se entiende en qué dirección.