Los miedos de la Presidente

Este año, el clima de nervios navideños lo aporta el propio gobierno. De entre el abultado cúmulo de medidas que se toman a diario en todos los frentes, los manotazos sobre la Secretaría de Inteligencia es el más alarmante. No porque la sanción de los últimos adefesios legislativos carezcan de relevancia ni porque los personajes que merodean Balcarce 50 hayan dejado de asustar, sino porque la reciente movida sobre la ex SIDE implica el reconocimiento en voz alta de las graves tensiones internas que padece el  kirchnerismo y el tenor de las mismas.

Cristina es desconfiada por naturaleza y tiene una mirada conspirativa de la vida que la hace encerrarse entre un puñado de íntimos porque al resto del mundo lo percibe hostil. Su entorno se ha vuelto una especie de calesita donde los despedidos y los reincorporados son siempre los mismos. El  kirchnerismo es un engendro endogámico y el costo que paga por no enfrentar esa limitación es cambiar a Alberto Fernández por Parrilli, a Parrilli por Icazuriaga, a Abal Medina por Aníbal Fernandez y a Aníbal por Abal Medina. Los buenos pasan a ser malos y viceversa sin solución de continuidad. En el medio, el país. Continuar leyendo

Será “A” o será “B”

El kirchnerismo es como las inundaciones: arrasa, destruye todo lo que encuentra en su camino, no tiene nada de rescatable y ante su capacidad de daño, sólo queda esperar que pase. Hace tiempo deberíamos haber reconocido que su necedad genética, su indiferencia y su mala fe para con la realidad no construyen y que el tiempo dedicado a criticarlo es un tiempo perdido.

A los que se expresan con tono de catedrático superado sobre el “fin de ciclo”, la “decadencia del kirchnerismo” y el “agotamiento del modelo”, antes que nada, hay que envidiarles el optimismo. Luego, pedirles prestados sus anteojos a ver si con ellos es posible identificar con tanta claridad los signos terminales que, por momentos, no surgen tan diáfanos. Y luego, invitarlos a compartir la inquietud que sienten muchos sobre las pocas ganas de irse que manifiesta el kirchnerismo en los hechos.  Continuar leyendo

Cuando los extremos se parecen

Cuando desde esta columna se insiste con marcar el parecido políticamente genético que el macrismo y el kirchnerismo tienen en el modo de ejercer el poder, no siempre fue bien recibido.

Más allá de los modos y las formas, importantes pero no tanto como el fondo, escasean las diferencias estructurales entre ambos.  Que los funcionarios de Macri no usen corbata y los kirchneristas sí, por ejemplo, no hace al sistema republicano. En cambio, el impedimento de los macristas de hablar con la prensa sin autorización previa de sus superiores los emparenta con el kirchnerismo, cuyo verticalismo en materia comunicacional es conocido. También comparten el inquietante gesto de ignorar los reclamos de las minorías políticas. “Formen un partido, ganen elecciones y luego tomen las decisiones que crean convenientes” es un consejo de Cristina Kirchner que el PRO siguió al pie de la letra.

El habitante de la ciudad de Buenos Aires votó en 2007 por un partido en cuya plataforma política se “invita al debate de la sociedad”. Eran las épocas en que el líder del PRO soñaba con la incorporación del ex ministro Roberto Lavagna. “Ojalá Lavagna evolucione hacia esta propuesta” decía el entonces diputado Mauricio Macri.

Las cosas fueron como fueron. Ni Lavagna se sumó al PRO ni el PRO debatió con la sociedad sus proyectos para la capital. No figuraba en aquella plataforma la modificación de la fisonomía de la ciudad de Buenos Aires, por lo tanto nadie votó por las bicisendas y el microcentro -totalmente transformado en peatonal-, ni debatió, luego, sobre los beneficios de su implementación. Formaron un partido, ganaron las elecciones e hicieron lo que quisieron. Eso es muy K.

Desde hace algún tiempo existe una ardua disputa por la boca de subte que el macrismo pretende instalar en un lugar rezonificado en 2009 como APH (Área de Protección Histórica) denominada “Ámbito Recoleta”. Para hacerlo sencillo, estamos hablando de la Plaza Alvear, conocida como Plaza Francia.

El Código de Planeamiento Urbano define de este modo esa parte de la ciudad:  ”Este sector urbano tiene valores históricos, urbanísticos, arquitectónicos y simbólicos. Es un hito urbano de alta calidad ambiental, con un espacio público que es referente a escala de la ciudad por su identidad y reconocimiento comunitario. Constituye además un circuito cultural y turístico sólidamente consolidado, caracterizado por el conjunto conformado por la Iglesia Nuestra Señora del Pilar, el Cementerio de la Recoleta y el Centro Cultural Recoleta y por la presencia de actividades comerciales y de recreación”.

En ese lugar el gobierno porteño insiste con instalar una boca de subte. Miles de vecinos se opusieron. Por lo que dice el Código (zona R2) y porque esa área es considerada “zona residencial”. También por el Código. Porque el concepto de “zona residencial” no es un capricho, una excentricidad o un snobismo; está definido por el Código de Planeamiento Urbano. Y por la civilización. Deberían entenderlo fácilmente el jefe de Gobierno y muchos de sus funcionarios que, como él, viven en Barrio Parque, zona residencial si las hay. Las zonas residenciales existen en todas las ciudades del mundo. Y una de las características sobresalientes en todas es la escasa,  y a veces hasta nula, concentración de transporte público.

Lástima que, además de copiar de Europa el afán por la bicicleta, no se contagien nuestras autoridades locales el amor por conservar espacios y tradiciones. Pero, además, si no lo hicieran por una mirada cultural, al menos deberían hacerlo por respeto a la ley. 

Si bien fue imposible hacerle entender el punto al PRO, los vecinos representados por una ONG consiguieron que la Justicia los escuchara. Y les diera la razón. En dos oportunidades, a falta de una. ¿Qué herramienta tiene el habitante de la Ciudad frente a lo que considera una arbitrariedad del Estado sino recurrir a la justicia? Pero los que formaron un partido y ganaron las elecciones no consiguen digerir el revés. No se animan a desacatar el fallo judicial y ahora encima ya ni siquiera tienen los fondos para encarar la obra. “A Dios, gracias” dicen los lugareños, pero han tenido la estrambótica idea de demandar a quienes impulsaron el amparo.

Si es el juez el que tomó la decisión ¿por qué no se la agarran con él, que es quien frenó la obra? ¿Por qué apremian al particular que lo único que hizo fue dirigirse con su inquietud a la Justicia y que ahora no hace más que acatar el fallo? ¿Se tratará también de vecinos “buitres” que persiguen oscuros intereses? ¿Por qué le cuestan tanto los límites a los burócratas?

La Justicia está para dirimir conflictos. Acá y en Estados Unidos. Ignorar una sentencia no dista demasiado del despropósito de demandar a quien nos ganó una controversia. Los funcionarios que lo hacen envían una pésima señal de desprecio manifiesto por la función de uno de los poderes del Estado. O no. Tal vez la ciudadanía esté a tiempo de ver quién es quién a la hora de ejercer el poder, cabe recordar, delegado.

La decadencia argentina

La decadencia es una involución progresiva pero lenta. Por eso no puede pretenderse que el ciudadano de a pie reaccione a sus señales. La gente vive. Y, en países del Tercer Mundo como el nuestro, apenas sobrevive, agobiada con el día a día. Eso es más que suficiente. El stress que significa la imposibilidad de proyectar consume todas las energías. Cuando se transcurre de ese modo, se teme por el presente inseguro y el futuro inmediato, siempre indescifrable; como la tendencia general de la curva es siempre descendente, pedir a quienes ruedan sobre ese plano inclinado una mirada de largo plazo es por completo un exceso.

Son las dirigencias las que cargan con esas ansiedades en otras latitudes. Y los intelectuales. Se trata de un simple reparto de roles. En esos países donde no se discursea populismo, las universidades suelen dedicar cerebros y fondos a observar el rumbo que llevan las sociedades, a preocuparse por la orientación y los objetivos de conjunto, y son quienes intervienen tempranamente para evitar errores y desviaciones. Ellos alertan, alzan la voz y advierten sobre los posibles escenarios futuros.

El problema de la Argentina es que tiene una clase dirigente de bajísima categoría intelectual y menor catadura moral. Los políticos y los empresarios están dedicados a hacer su juego aquí y ahora, y en ese apuro no solamente descuidan el largo plazo sino que dañan inclusive el presente.

Nuestros intelectuales merecen un párrafo aparte. La Argentina en ese plano tiene una carencia de singular magnitud. Hace décadas que el sistema educativo está orientado a no promover el pensamiento crítico, de modo que es lógica la falta de intelectuales actual. Siempre hay por ahí un lote de mercenarios que balbucean obviedades al calor de la caridad contratista oficial. Los tuvo cada administración de los últimos años, pero esos obsecuentes de turno no deben ser confundidos con gente que piensa. Solo gente que no piensa puede aplaudir hasta los errores de un Gobierno, cuando está claro que la función universal de los intelectuales es, por el contrario, la disconformidad.

La educación argentina no prepara jóvenes para el ejercicio de la libertad y el empresariado solo contrata profesionales que respondan al molde de la sumisión intelectual. El pensamiento independiente se castiga con la exclusión. En este marco, es casi imposible que florezcan la diversidad, el debate y la investigación y pasa lo que nos pasa: nos conformamos con frases hechas, lugares comunes y plagio.

Las ideas no son una entelequia para pensadores y laboratorios. Son generadoras de acciones. De ahí que las acciones en la Argentina sean pocas, repetidas, vetustas, elementales y de escaso contenido. Nos hemos transformado en una sociedad sin grandes metas, una sociedad de causas aisladas y coyunturales.

Y por eso los argentinos, al garete, huérfanos de valores permanentes, hacen suyas banderas pasajeras. Hoy, por ejemplo, es el fiscal Campagnoli, quien nuclea alrededor suyo muchos disconformes. Si hubiese una clase dirigente en serio, estaría preocupada por la volatilidad de esas causas. O aún mejor, esas causas volátiles no existirían. La gente sale a la calle porque las instituciones no reaccionan ante el atropello autoritario de la administración kirchnerista, como tampoco reacciona ninguno de los factores de poder. La gente sale a defender a los Campagnolis de turno ante la pasividad del sistema que permanece inmóvil.

Pero lo que se expone es la fragilidad de principios. La nuestra es una sociedad en la que todo es posible. Es posible que haya manifestaciones multitudinarias contra un impuesto confiscatorio y que esos mismos manifestantes luego voten al ideólogo de ese impuesto para que los represente. Es posible que los medios de comunicación consulten cómo salir de la crisis a sus autores. Es posible saltar de partido y desdecirse una y otra vez sin costo político alguno. Y es posible porque la nuestra es una sociedad sin principios ni fines. Ahí se aprecia la carencia de ideas porque los principios y los fines se asientan sobre ideas; ideas sobre lo que está bien y está mal, lo que queremos o rechazamos, lo que es valioso y lo que no.
Mientras no consigamos anclar principios atemporales y válidos para todos, indiscutibles e innegociables, los argentinos seguiremos envueltos en banderas que se ponen de moda o pasan de moda con la misma celeridad.

Ayer fue la 125, hoy es Campagnoli y mañana será otra cosa. En el trayecto, mientras peleamos por separado cada uno por una causa, por válida que sea, la mediocridad nos vence a todos juntos.

La preocupación atomizada

Lo interesante de vivir en el caos generalizado es que un desastre tapa el otro y se atomiza la mirada. Esa es la situación argentina actual. Y en la dispersión gana el gobierno. Otra vez.

“Es más fácil que el hombre se preocupe por el tren que pasa por el fondo de su casa que de la soberanía nacional” solía decir Tocqueville. Kicillof diría que es así porque el señor es un egoísta y un anti-argentino. La lógica explica que lo asible, lo concreto y lo cotidiano despierta naturalmente la atención. ¿Cómo hacemos para preocuparnos por los millones de dólares que pierde Aerolíneas Argentinas por minuto?

Así las cosas, algunos se preocupan por el proceso inflacionario en el que estamos montados hace tres años. Otros, de sus consecuencias. Un sector de la población está desvelado por la delincuencia que vive y reina sin coto oficial. Otros lamentan la pérdida de sus empleos y las nulas posibilidades de reincorporarse al mercado laboral. Muchos padecen los efectos del derrumbe del mercado inmobiliario que, como quien tira del mantel, arrastra mercados asociados. Otros presencian con espanto la destrucción de sectores vigorosos de la economía argentina como los relacionados con la producción agrícola-ganadera, la pérdida de mercados internacionales y el alejamiento del mundo que significó para la Argentina la obtusa política exterior y comercial del kirchnerismo.

También hay ciudadanos preocupados con la educación, la falta de educación y el literal asesinato de la noción de autoridad. Son los mismos que observan con incredulidad la actitud violencia del argentino que se multiplica en la escuela y fuera de ella.

Algunos miran perplejos ciertos números: por ejemplo que caímos 41 lugares en el índice de Calidad Institucional en seis años o que estamos 166 entre 178 países en el de Libertad Económica.

Algunos se preocupan por varias cuestiones simultáneamente. El desabastecimiento energético y la concentración de medios de comunicación; la pérdida de reservas que no se detiene a pesar de los cepos y apretones monetarios y la caída en las ventas de casi todos los sectores productivos; el aniquilamiento de la clase media y la violencia que se apoderó de la sociedad; los presos sueltos, los jueces distraídos, la sociedad contra la sociedad, los linchamientos de unos, los fusilamientos de otros, la justicia por mano propia y el gatillo fácil. El paco, la droga, el narcotráfico y el lavado de dinero.

La escuela, que hace décadas dejó de ser lugar de transmisión de conocimientos y que el peronismo convirtió, con la copa de leche, en comedores de rejunte de los pobres que ellos fabrican, es apenas un ámbito físico en mal estado donde, si cabe, se dicta alguna clase. Y como el kirchnerismo es la etapa superior del peronismo, hoy la escuela, vaciada además del principio de autoridad, es además la selva donde el más fuerte agrede y ahuyenta al que no está dispuesto a pelear su espacio como un animal.

La peligrosísima connivencia entre la Justicia y el poder político. Los iletrados, no instruidos y mal instruidos, al poder, y la corrupción unificando el criterio de gestión pública, son algunas de las preocupaciones que enuncian los argentinos cuando son consultados a título meramente estadístico, porque la clase dirigente no tiene en sus planes resolver con seriedad prácticamente ninguno de estos problemas.

En síntesis, hay una sociedad preocupada por un largo listado de pendientes enmarcados en una grave situación económica pero que la excede. Sería una buena noticia que nuestras dificultades se concentraran en la mala política del equipo de “los sin corbata y suéter negro” porque estaríamos inmersos en una crisis de coyuntura como las europeas, producto de la aplicación de socialismo más la quimera del estado de bienestar, pozo del que se sale con la medicina adecuada: libertad, competencia, reglas claras y transparentes, y economía de mercado.

Pero este pozo no es ese pozo, aunque muchos insistan con hacernos creer lo contrario. Este pozo es infinitamente más hondo. Los que miran la película y no la foto se preguntan: “¿falta mucho?”. Los optimistas responden: 19 meses. Los realistas dudan. Los optimistas no estarían contando el efecto residual.

El cambio de administración, en el mejor de los casos, implicará, de arranque, un cambio de caras. Haciendo un repaso rápido de las actuales, cualquiera dirá que no es poco y en el primer momento sonará a cierto. Pero, a menos que los argentinos padezcamos con el peronismo el síndrome de Estocolmo, es difícil explicar en ámbitos académicos internacionales el entusiasmo colectivo por votar a los mismos que dan vuelta en la calesita hace más de veinte años, simplemente porque hoy han cambiado de camiseta.