Un modelo de odio

Julio Bárbaro

Cuando las instituciones son débiles suelen incitar las ambiciones de los peores. Es cuando las sociedades aparentan ser desiertos a cultivar, jóvenes sin rumbo a los que se puede malear a gusto del invasor. Toda sociedad necesita de un tiempo fundacional, tanto como que ninguna aguanta que esa pubertad se convierta en la reiteración de un tiempo de dudas que impida alcanzar la madurez. Con Menem, los adoradores del mercado y la moneda nos degradaron a un universo de gerentes extranjeros, devaluaron al ciudadano para convertirlo en consumidor o inversor. La irracional idea de destruir el Estado lo dejó al servicio de quienes soñaban con invadirlo.

Con los Kirchner, el Estado se convirtió en un poder absoluto que ya no intentaba negociar con los privados sino que gestaba su propia burguesía. El juego y la obra pública fueron el eje del poder económico; las infinitas prebendas que distribuye el Estado engendraron luego las adhesiones políticas. Se subsidió a las empresas para convertir en corrupción lo que hubiera debido ser beneficio para el ciudadano. Un buen momento para los países productores de alimentos se derivó en un tiempo de enriquecimiento de dispersas burocracias. Disfrutar del Estado engendró un partido del oportunismo coyuntural, nunca antes las ideologías terminaron siendo un simple decorado de la ambición y los negociados. Vetustos restos de pretendidas izquierdas aportaron su experiencia en engendrar teorías justificadoras para cualquier desaguisado. Haber apoyado las dictaduras marxistas de ayer los convertía en expertos para justificar los desatinos de hoy.

Sólo recordar que habían instalado un grupo de intrigantes para cuestionar al Cardenal Bergoglio, una filial de esos servicios que hoy dicen repudiar se ocupaba de denunciar a la Iglesia Católica. Cuando el Papa Francisco deslumbra al mundo con su pensamiento delata, entre otras cosas, la pequeñez de sus detractores. Pero queda claro que los verdaderos enemigos del Gobierno somos los que no estamos dispuestos a dejarnos aplastar por sus imposiciones ni mucho menos a convencer por sus tediosas y mediocres justificaciones.

Toda secta genera explicaciones que las hacen aparecer como racionales. Explicaciones que repiten como loros, obligados por la obediencia y el castigo a la libertad individual. Este tenebroso Gobierno actúa como si nunca tuvieran que abandonar el poder, intentan olvidar que transitan su último año. Cuando uno escucha a la Presidente o al jefe de Gabinete siente vergüenza ajena, es difícil entender a los que le asignan talento a la simple ausencia a veces de cordura y casi siempre de sentido común.

Todo autoritarismo es un intento de convocar a lo peor de una sociedad, a todos aquellos que sueñan con una cuota de poder y no les importa demasiado el costo que deban pagar para obtenerlo. Están todos, desde los oportunistas de siempr -en los negocios, los sindicatos y la política- hasta los jóvenes que imaginaban que con un cargo público y un odio compartido se convertían en dueños de una causa. De pronto una muerte los obligó a desnudar sus limitaciones, y entonces, los que pretendían grandeza y eternidades, se arrastran negando finales y encarnando la peor versión de su pequeñez.

Se imaginan de izquierdas sólo por cuestionar las democracias y enamorase de los países donde con la excusa de distribuir justicia se ejerce la opresión o la misma limitación de la libertad. Dicen que nos ayudaron a avanzar. Sin embargo, nunca la división de nuestra sociedad fue más cruel testigo del atraso que lograron imponer. Los enemigos y los odios han ocupado el espacio de los sueños. Ese logro es el triste fruto de doce años de kirchnerismo, del modelo que necesitamos derrotar.