Otra cadena nacional, pero en Comodoro Py

Parecía igual a tantas cadenas nacionales, pero era distinta. La oradora era la misma y la platea también, pero el escenario había cambiado: los tribunales de la avenida Comodoro Py, en el barrio de Retiro.

El acto de Cristina Kirchner resultó, también, una muestra irrefutable de que ya no tiene el enorme poder político de otros tiempos, al punto de que su regreso a Buenos Aires se debió a la citación del juez federal Claudio Bonadio para indagarla por el presunto delito de defraudación al Estado con abuso de autoridad.

De presidenta todopoderosa a indagada en una de las causas de corrupción en la que se la menciona. Ese giro ocurrió en apenas cuatro meses. Vivimos un tiempo muy interesante, uno de esos raros momentos en que ninguna fuerza tiene demasiado poder como para orientar o conducir este vendaval de investigaciones judiciales sobre la corrupción durante el ciclo kirchnerista. Continuar leyendo

La memoria, parte de la herencia k

La memoria en lugar de la historia: esa es la clave a la que apeló el kirchnerismo —una coalición integrada también por los líderes de los organismos de derechos humanos— para referirse a la dictadura y, en un plano más general, a la violencia política durante los setenta.

Fue una “época en la que tanto los hombres de izquierda como de derecha eran capaces de acciones apocalípticas, que implicaban a veces el asesinato masivo”, según explicó el periodista Jon Lee Anderson al diario Página 12 en 2009.

Anderson es un prestigioso periodista progresista que entrevistó al ex dictador chileno Augusto Pinochet. Lo cité varias veces en mi libro Disposición Final con la pretensión —vana— de que mis colegas k entendieran la importancia de entrevistar a Jorge Rafael Videla para reconstruir cómo había sido la dictadura y, en especial, qué había pasado con los desaparecidos.

Ahora, la edición definitiva de ese libro muestra por qué Videla no podía morirse sin confesar todo lo que había hecho. Por ejemplo, que encabezó un plan sistemático para matar y hacer desaparecer los cuerpos del “número grande de personas que había que eliminar para ganar la guerra contra la subversión”, según admitió. Continuar leyendo

Videla y los desaparecidos

“La frase Solución Final nunca se usó. Disposición Final fue una frase más utilizada; son dos palabras muy militares y significan sacar de servicio una cosa por inservible. Cuando, por ejemplo, se habla de una ropa que ya no se usa o no sirve porque está gastada, pasa a Disposición Final”.

Articulado, preciso, como si hablara de hechos cometidos por otra persona, Jorge Rafael Videla me explicó cómo se referían en la cúpula de la dictadura a los miles de detenidos considerados “irrecuperables”, que eran muertos y sus cuerpos, ocultados o destruidos.

Cuarenta años después del último golpe de Estado, la edición definitiva de mi libro Disposición Final muestra que Videla no podía morirse sin confesar cómo había sido por dentro la dictadura que él encabezó durante cinco años, entre 1976 y 1981, en especial qué había pasado con los desaparecidos.

“Pongamos que eran 7000 u 8000 las personas que debían morir. No podíamos fusilarlas. Tampoco podíamos llevarlas ante la justicia. Estábamos de acuerdo en que era el precio a pagar para ganar la guerra contra la subversión y necesitábamos que no fuera evidente para que la sociedad no se diera cuenta”, señaló el ex dictador.

“Por eso, para no provocar protestas dentro y fuera del país; cada desaparición puede ser entendida ciertamente como el enmascaramiento, el disimulo, de una muerte”, agregó.

También admitió por primera vez en forma concreta, sin eufemismos, que hubo robo de niños durante su dictadura: “Soy el primero en reconocer que en ese periodo hubo chicos que fueron sustraídos. Son delitos”.

Pero, afirmó que “no hubo ningún plan sistemático en ese sentido” porque “nunca hubo la orden de sustraer menores. Por el contrario, estaba bien establecido a quién había que llamar, a quién había que entregarlos”.

Fueron más de veinte horas de preguntas y respuestas en la cárcel, cara a cara, entre octubre de 2011 y marzo de 2012, cuando el ex dictador tenía 86 años. Murió en 2013, un año y un mes después de publicada la edición original del libro.

Junto con testimonios de militares, guerrilleros, políticos, empresarios y sindicalistas, las confesiones de Videla permiten reconstruir también el contexto de violencia y lucha por el poder en el que la dictadura surgió y se mantuvo.

Esta edición definitiva incluye un prólogo en el que cuento la trastienda de esas entrevistas y rebato las críticas a este libro que, en 2012, provocó una intensa polémica. Incorporo, además, nuevos documentos y una serie de fotos que permiten una lectura visual de la dictadura

Aunque varios políticos y periodistas kirchneristas criticaron que hubiera entrevistado a Videla, el libro fue anexado en distintos juicios de lesa humanidad como prueba de la existencia de un plan sistemático para matar y hacer desaparecer los cuerpos de miles de personas

Apenas cuatro días después de la publicación de Disposición Final, el 17 de abril de 2012, fui llamado a declarar como testigo ante la justicia federal de San Martín, que investigaba, entre otros delitos, la desaparición del cuerpo de Mario Roberto Santucho, jefe del Ejército Revolucionario del Pueblo.

Videla fue jefe del Ejército hasta mediados de 1978 y presidente del país hasta marzo de 1981, cuando fue reemplazado por su aliado y amigo, el general Roberto Viola.

Disposición Final también se refiere a temas polémicos de la dictadura como la relación de los militares con los empresarios, la Iglesia Católica, Estados Unidos, la Unión Soviética, la prensa, los escritores, el peronismo, el radicalismo y el Partido Comunista. Y a los preparativos del golpe de Estado; la prisión de Isabel Perón; la interna con el almirante Emilio Massera, jefe de la Armada; el Mundial de Fútbol de 1978; el conflicto con Chile por la zona del Canal de Beagle; el Caso Timerman; la venta de Papel Prensa y los preparativos para la Guerra de Malvinas.

Cristina y la amenaza del Partido de la Justicia

Las últimas semanas de esta larga campaña electoral mostraron al kirchnerismo buscando sobrevivir a la ola amarilla que amenaza con barrerlos también del aparato del Estado nacional. Lo han dejado solo al candidato oficialista, Daniel Scioli, que incluso ha sido blanco de “fuego amigo” por parte de algunos conspicuos dirigentes K, como el jefe de Gabinete, Aníbal Fernández.

Es que el kirchnerismo parece haber llegado a la conclusión de que Scioli será derrotado hoy por Mauricio Macri. Imaginan que su líder, Cristina Kirchner, volverá al gobierno más temprano que tarde, ya en el próximo turno electoral, en 2019. Puede ser, por qué no, pero antes deberá atravesar un periodo en el desierto, donde la acechan algunos peligros, como las denuncias por presuntos casos de corrupción.
Si uno se llevara por el contenido de la campaña electoral, la Presidente no debería preocuparse demasiado. Macri, el favorito en las encuestas, habló poco de corrupción (“La gente no nos pide que Cristina vaya presa”, aseguró uno de sus asesores), aunque en el debate señaló que impulsará una ley para crear la figura del arrepentido, que es el principal instrumento de la megainvestigación judicial que tiene a maltraer a políticos y empresarios en Brasil.

Si gana Scioli, menos aún. El gobernador de Buenos Aires  la ayudó con sus contactos judiciales en la investigación sobre el presunto lavado de dinero en uno de sus hoteles; la corrupción es un tema que no aparece en sus discursos.

Sin embargo, la historia muestra que otros ciclos políticos largos e intensos dieron paso a gobiernos donde el “Partido de la Justicia” o “Partido de la Venganza” —el nombre depende de las preferencias de cada cual— terminó imponiéndose a los sectores moderados, que predicaban la unidad nacional y la reconciliación.

Como explico en mi último libro, Doce Noches, en esos casos ganaron los referentes del ala jacobina, que defendían el juicio y castigos a los poderosos de ayer, siempre en consonancia con el grueso de la opinión pública.

Por ejemplo, en 1955, en la llamada Revolución Libertadora, el general Eduardo Lonardi asumió en lugar del derrocado general Juan  Perón con un discurso que se hizo célebre porque afirmó que no había “ni vencedores ni vencidos”. Duró menos de dos meses: fue reemplazado por el general Pedro Aramburu, aliado con el almirante Isaac Rojas, el ala dura de los vencedores de Perón.

La frase era, en realidad, del entrerriano Justo José de Urquiza, que la proclamó luego de su triunfo en la batalla de Caseros contra el bonaerense Juan Manuel de Rosas, en 1852. Pero, la Organización Nacional terminó siendo concretada por los sectores más refractarios a Rosas y sus seguidores.

Lo mismo ocurrió con Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner.

A diferencia de Duhalde, Kircher definió rápidamente a los “enemigos” de su gobierno y del país, y cargó duramente contra ellos. Incluso, contra tres de sus antecesores —Fernando de la Rúa, Carlos Menem e Isabel Perón— cuyas causas judiciales pendientes fueron reactivadas.

Cristina tiene un problema adicional en el frente judicial, que es su herencia económica. Más allá de los discursos de campaña, su sucesor tendrá que hacer correcciones dolorosas: devaluación, suba de tarifas, recortes en los gastos…

¿Cómo mitigar los efectos negativos de esas medidas en la opinión pública? El impulso de las denuncias por corrupción contra funcionarios del kirchnerismo puede ser una tentación. Los políticos aprenden de las jugadas exitosas de sus antecesores.

Una tentación también para los jueces, que las últimas dos semanas parecen haber despertado de la larga siesta kirchnerista. Y para varios medios de comunicación, a los que se les notan las ganas de volver a ser oficialistas, al menos por un tiempo, pero solo con el nuevo gobierno.

Cuando la política le dio una mano a Racing

Apenas los senadores y diputados lo designaron presidente de la Argentina por cuarenta y ocho horas, Ramón Puerta se dispuso a ocupar su puesto. Casi todo su gabinete cabía en su automóvil de senador: él se sentó adelante, al lado del chofer; el diputado Miguel Ángel Toma se ubicó en el asiento trasero, flanqueado por el senador Jorge Capitanich y Humberto Schiavoni, un abogado misionero que con los años sería el jefe de campaña de Mauricio Macri.

Puerta conocía a “Coqui” Capitanich de cuando era gobernador de Misiones y privatizó el banco provincial, que fue el primero en su tipo adquirido por el Banco Macro, de Jorge Brito. Eso ocurrió en 1996. “Coqui —cuenta Puerta— fue mi asesor en aquella privatización”.

Capitanich fue luego gobernador del Chaco en dos oportunidades; el 20 de noviembre de 2013, la presidenta Cristina Kirchner lo nombró jefe de Gabinete. En realidad, ya había estado en ese puesto, durante los primeros cuatro meses del gobierno de Eduardo Duhalde, en 2002, por recomendación de Puerta.

—Este Capitanich, ¿vos crees que da para jefe de Gabinete? —le preguntó Duhalde cuando fue elegido, recuerda Puerta.

—Yo creo que sí.

—Es un chico bárbaro —le dijo Duhalde a la semana.

Al mes, Duhalde lo volvió a llamar, siempre según Puerta.

—¡Este chico! Habla mucho, pero no hace un gol.

En la breve presidencia de Puerta, Capitanich se hizo cargo de Economía, Desarrollo Social, Salud y Trabajo; Toma fue nombrado en Interior, Justicia y Derechos Humanos, y Schiavoni funcionó como jefe de Gabinete y secretario general de la Presidencia.

Comenzaba la tarde de aquel viernes 21 de diciembre de 2001 cuando el auto con Puerta y sus ministros recorría las desoladas calles del centro de Buenos Aires rumbo a la Casa Rosada. Iban solos, sin custodia, esquivando las sobras de la batalla desigual del día anterior: palos, cascotes, botellas y trozos de hierro en todo el trayecto; restos de fogatas en las esquinas; algunos autos incendiados en la 9 de Julio. Les impresionaron los neumáticos quemados de un camión en Diagonal Sur: el fuego había devorado todo el caucho y las estructuras de metal lucían al descubierto, como si fueran los huesos de un cadáver circular.

Una de las visitas que Puerta recibió fue la de su amigo Mauricio Macri, con quien había estudiado ingeniería civil en la Universidad Católica Argentina. Macri presidía el club Boca Juniors desde hacía seis años; al final del encuentro, antes de la despedida, Macri le hizo un pedido.

—Con el estado de sitio, no podemos jugar la última fecha del campeonato. ¿Qué se puede hacer?

—Estamos viendo justo el tema del estado de sitio. ¿Qué partidos tienen que jugar?

—El más importante es el de Racing; están a punto de salir campeones. Hace treinta y cinco años que no salen campeones.

Para Macri, no era solo una cuestión futbolística: el publicista Fernando Marín —con quien lo unía una estrecha relación— ejercía la gerencia de Racing a través de Blanquiceleste, una sociedad anónima surgida luego de la quiebra del club, en 1999.

Menos lo era para Puerta: “A mí como hincha de fútbol, me parecía una injusticia que no pudiera jugar Racing, pero inmediatamente lo agarré por el lado político, que era volver a un país normal. La televisión estaba meta mostrar cosas feas: incendios, saqueos… Por eso, me pareció muy bueno que la televisión de todo el país mostrara el partido por el campeonato y que la gente saliera a festejar”.

Puerta derivó el asunto en Toma.

—Mauricio dice si podemos hacer algo para que juegue Racing. Es la última fecha del campeonato y puede salir campeón.

—Yo me ocupo, Ramón. Ya mismo lo llamo a Julio Grondona.

—¿Lo conocés?

—Claro, si en la Cámara de Diputados nos reunimos todas las semanas con él y con todos los directivos del fútbol para ver la seguridad de los partidos de cada fecha. Quedate tranquilo, Ramón: va a salir campeón Racing.

Racing tendría que haber jugado el domingo 23 de diciembre, pero el estado de sitio lo impidió. Dirigido por Reinaldo “Mostaza” Merlo, al sufrido Racing le bastaba empatar su partido con Vélez Sarsfield —como visitante, en Liniers— para conseguir su ansiado campeonato y borrar la triple vergüenza de una espantosa sequía de títulos, el descenso a Primera B y la quiebra económica. River Plate —con un juego vistoso, varios futbolistas de nivel y Ramón Díaz en el banco— era su escolta, a tres puntos.

Toma volvió a su despacho y —según recuerda— llamó por teléfono al presidente de la Asociación del Fútbol Argentino.

—Don Julio, necesito verlo urgente.

—Muy bien, don Miguel. ¿Por qué tanto apuro?

—Mire, vamos a tener que sacar campeón a Racing.

—Lo primero que hay que hacer es sacar el estado de sitio.

—Por eso, no se preocupe, pero, tiene que salir campeón Racing, así la gente puede festejar algo.

—No sé si salir campeón, don Miguel. Lo importante es que se pueda jugar al fútbol.

Toma y Grondona quedaron en encontrarse al día siguiente, el sábado al mediodía.

Antes de reunirse con Puerta —que los esperaba junto con el empresario Marín— Grondona pasó un momento por el despacho de Toma.

—Mire Don Julio que tiene que salir campeón Racing.

—No es tan fácil, don Miguel.

—Don Julio, ¡usted sabe cómo son estas cosas!

Grondona sonrió con una mezcla de halago y malicia, y subieron al despacho del presidente.

El título del diario deportivo Olé, del domingo 23 de diciembre, no pudo ser más certero: “Ganó Racing”, informó en su tapa junto con una foto de Puerta, Toma, Grondona y Marín; todos ellos muy sonrientes.

El acuerdo fue que el jueves 27 de diciembre a las cinco de la tarde se jugarían solamente los dos partidos por el título: Vélez-Racing y River-Rosario Central, ambos en la Capital. Sobre el resto de los partidos y un eventual desempate entre Racing y River no tomaron ninguna decisión.

Pero, no hizo falta. River liquidó rápidamente su partido con un 6-1; Racing —un equipo versátil y de mucha garra, aunque de poca destreza técnica— tuvo que sufrir mucho para empatar 1-1 gracias a un gol en evidente fuera de juego, que abrió sospechas que aún perduran contra el árbitro Gabriel Brazenas y el juez de línea Alberto Barrientos.

El episodio clave ocurrió a los nueve minutos del segundo tiempo. En el Monumental de Núñez, Ríver ya ganaba 5-0 cuando en Liniers, Brazenas sancionó un tiro libre en favor de Racing. El colombiano Gerardo Bedoya tiró un centro que cayó en el segundo palo del arquero Gastón Sessa, y el defensor Gabriel Loeschbor provocó el delirio de los hinchas albicelestes con un cabezazo que pasó entre las piernas de Sessa. Vélez empató a trece minutos del final, y con ese resultado Racing dio la vuelta olímpica en plena crisis.

Diez años después, en una entrevista con el periodista Alejandro Wall para su libro “¡Academia, carajo!”, el juez de línea Barrientos reconoció que Loeschbor estaba “como un metro veinte, un metro treinta, en orsai”, pero que no levantó el banderín sino que corrió al medio del campo convalidando el gol porque —asegura— era fanático de Racing y quería que su equipo saliera campeón.

Y agrega que no hizo falta que nadie del fútbol ni de la política le sugiriera que esta vez el candidato oficial era su propio equipo: “Yo sabía íntimamente que Racing iba a salir campeón sí o sí. Yo creo que hasta Vélez sabía. ¿Sabés cuándo me di cuenta? Cuando lo veo a Grondona entrando a la Casa de Gobierno para que Racing jugara”.

El poder de Grondona en el fútbol incluía el control del Colegio de Árbitros a través de uno de sus hombres de mayor confianza, Jorge Romo. Barrientos está convencido de que él fue elegido para el partido decisivo porque era hincha del club.

En realidad, las sospechas no se posaron tanto en Barrientos como en Brazenas, un árbitro muy a gusto de Grondona y de Romo, tanto que fue elegido para varios partidos definitorios en los torneos de la década pasada. Brazenas era considerado una carta que Grondona se reservaba para los partidos que le importaban mucho, más allá de la formalidad de los sorteos. El último de sus arbitrajes fue un escándalo: el campeonato que Vélez le ganó a Huracán en 2009, con un gol mal anulado a Eduardo Domínguez —de Huracán— y una falta clarísima del delantero Joaquín Larrivey al arquero Gastón Monzón que permitió el único gol del encuentro. Fueron unánimes las críticas al desempeño de Brazenas, que no volvió a dirigir nunca más.

El artículo es un extracto del más reciente libro de Ceferino Reato, “Doce noches” (Sudamericana)

Víctimas políticas del paro nacional

La cuarta huelga general contra el gobierno de Cristina Kirchner tiene motivos legítimos desde el punto de vista gremial, pero también un componente político, al menos para los sindicalistas peronistas que la han organizado. Y no se trata, como se piensa, de marcar la cancha a los candidatos presidenciales. Octubre esta, todavía, demasiado lejos. Moyano, Barrionuevo, Fernández y compañía apuntan, más bien, contra el gobierno de Cristina.

En primer lugar, este paro fue organizado a partir de los estratégicos gremios del transporte, por lo cual su eficacia cuestiona directamente al ministro del Interior y Transporte, Florencio Randazzo, impulsado como precandidato presidencial por la propia Cristina frente al gobernador de Buenos Aires, Daniel Scioli.

Randazzo aparece más confiable que Scioli para Cristina y para el cristinismo, con La Cámpora a la cabeza.

Ahora, un ministro que no logra impedir el protagonismo de los gremios del sector en esta huelga queda deteriorado. Más aún contando con tan generosos subsidios para los empresarios del transporte.

En la huelga anterior, el gobierno pudo maniobrar para impedir que esos sindicatos se plegaran.

La huelga también cuestiona al ministro de Economía, Axel Kicillof. Es complicado pensar Kicillof, en el marco de una economía que está por lo menos estancada y sigue con una inflación altísima, y con una huelga que, por lo que se conoce, tiene un alto acatamiento, pueda ser el candidato a vicepresidente de Scioli.

Ésta es una jugada de la que se viene hablando en el oficialismo para condicionar al gobernador de Buenos Aires.

Más allá de dónde esté cada uno en este momento, la huelga de Moyano, Barrionuevo, Fernández y compañía afecta a Randazzo y Kicillof. En este sentido, coinciden con las preocupaciones objetivas de los gobernadores e intendentes peronistas que aspiran a seguir controlando sus territorios luego de las próximas elecciones. Para eso, necesitan candidatos en la fórmula presidencial que traccionen votos, más allá de los gustos y los deseos de la Presidenta.

Las confesiones de Videla

El último golpe de Estado fue el más organizado de todos los que ocurrieron en nuestro país. Las primeras conversaciones ocurrieron, de manera informal, nueve meses antes, cuando el general Jorge Rafael Videla fue nombrado jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas, durante el gobierno constitucional de la presidenta Isabel Perón.

En una de las entrevistas para mi libro Disposición Final, Videla sostuvo que “la planificación del golpe en forma orgánica comienza luego cuando me convierto en comandante en jefe del Ejército”, el 28 de agosto de 1975, cuando, durante una crisis militar y política, el Ejército impuso a la Presidenta la designación de Videla.

“En ese momento, empiezo a recibir visitas de gente interesada en verme”, agregó.

A esa altura, el gobierno peronista estaba muy debilitado: un drástico programa de ajuste económico, bautizado el “Rodrigazo” por el apellido del ministro de Economía, Celestino Rodrigo, había derivado en la primera huelga general contra un gobierno peronista y en la salida del hombre fuerte del gobierno, José López Rega.

Todo eso en medio de una densa violencia política, con distintos grupos armados, de izquierda y de derecha, que en 1975 cometieron 1.065 asesinatos por razones políticas. En las vísperas del golpe, cada cinco horas ocurría un atentado y cada tres estallaba una bomba, según el diario La Opinión, de Jacobo Timerman.

Fue el golpe más preparado y comentado de la historia nacional; tanto fue así que los últimos tres meses y medio del gobierno peronista fueron utilizados por los militares para elaborar las listas de personas que serían detenidas luego del 24 de marzo de 1976 a lo largo y ancho del país.

“No era una situación que nosotros pudiéramos aguantar mucho: los políticos incitaban, los empresarios también; los diarios predecían el golpe. La Presidente no estaba en condiciones de gobernar. El gobierno estaba muerto”, dijo Videla.

Los principales actores políticos y económicos jugaban al golpe, incluidos los grupos guerrilleros, que pensaban que el retorno de los militares al poder los favorecería porque, de esa manera, la mayoría de los argentinos comprenderían quiénes defendían, de verdad, sus genuinos intereses.

Basta recordar el comunicado del Ejército Revolucionario del Pueblo, uno de los principales grupos armados, hace hoy 39 años: “Es el comienzo de un proceso de guerra civil abierta que significa un salto cualitativo en el desarrollo de nuestra lucha revolucionaria”.

Esas listas de detenidos derivaron en miles de asesinados y desaparecidos.

Según Videla, los militares protagonizaron el golpe de 1976 con un consenso básico: “Había que eliminar a un conjunto grande de personas que no podían ser llevadas a la justicia ni tampoco fusiladas. El dilema era cómo hacerlo para que la sociedad le pasara desapercibido. Por eso, para no provocar protestas dentro y fuera del país, se llegó a la decisión de que esa gente desapareciera”.

Antes de morir, en 2013, Videla asumió en Disposición Final la responsabilidad de esa “decisión”, y sostuvo que, si bien tenía “un peso en el alma, no estoy arrepentido de nada ni ese peso me saca el sueño. Duermo muy tranquilo todas las noches”.

Bonasso no debería enojarse conmigo

Miguel Bonasso dice que, “en una insólita persecución extra-periodística y extrajudicial”, yo mentí sobre su testimonio la semana pasada ante el juez Ariel Lijo, que investiga el asesinato del sindicalista José Ignacio Rucci, ocurrido el 25 de septiembre de 1973.

En realidad, como cualquiera puede observar si relee mi artículo del 5 de marzo en Infobae, escrito y publicado antes de su declaración testimonial, yo me referí a todo lo que Bonasso ya escribió sobre ese crimen en algunos de sus numerosos libros.

No podía hablar de su declaración ante el juez porque todavía no había ocurrido.

Mi interés sobre Bonasso es, en realidad, muy limitado; se reduce a esos escritos dado que fueron citados por mí en el libro Operación Traviata, que impulsó la reapertura de la investigación judicial del asesinato de Rucci, hace más de seis años. Continuar leyendo

Bonasso ya señaló a Firmenich por el crimen de Rucci

El periodista y ex “oficial” montonero Miguel Bonasso puede abrir la puerta a la citación de Mario Firmenich si hoy confirma en la Justicia lo que ya reveló en sus libros: que el jefe de la guerrilla peronista le dijo, “oficialmente”, que Montoneros mató al sindicalista José Ignacio Rucci, el 25 de septiembre de 1973.

“De manera fría y seca, (Firmenich) nos confirma oficialmente que Rucci fue ejecutado por la Organización”, escribe Bonasso en la páginas 141 de su libro Diario de un clandestino. Se refiere a una reunión con Firmenich en una oficina del centro porteño, en un alto de los preparativos para sacar el diario Noticias.

Bonasso fue una de las fuentes citadas por mí en mi libro Operación Traviata, que impulsó la reapertura de la investigación judicial del asesinato de Rucci, hace más de seis años.

Firmenich está viviendo en Barcelona, donde da clases de Economía. Pero, sigue de cerca los vaivenes de la política argentina; al menos dos de sus hijos son militantes kirchneristas, uno de ellos en Córdoba y otro, en España.

El juez Ariel Lijo citó dos veces a Bonasso como testigo, pero el periodista, escritor y ex diputado kirchnerista nunca quiso asistir con el argumento de que no quería traicionar a sus ex compañeros implicados en el atentado contra el entonces secretario general de la CGT.

En realidad, Bonasso ya reveló varios de esos nombres: el de Firmenich, pero también el de Julio Roqué —que dirigió el pelotón que llevó adelante la emboscada— y el de Norberto Habegger, quien fue el principal asesor del gobernador de Buenos Aires, Oscar Bidegain.

Bonasso incluso reveló el nombre falso que Habegger utilizó en esa función: Ernesto Gómez, y contó que varios funcionarios de Bidegain habían sido puestos por Montoneros.

Este tema es clave para determinar si el ataque contra Rucci contó con la colaboración de funcionarios del gobierno bonaerense, como sostiene la familia de la víctima.

De acuerdo con Bonasso, Firmenich le explicó que habían matado a Rucci porque estaban enfrentados con el sindicalismo ortodoxo, un “aliado del imperialismo”, y por “su responsabilidad personal (la de Rucci) en la matanza de Ezeiza”.

Bonasso asegura en su libro que le planteó a Firmenich su desacuerdo con el ataque contra Rucci porque “su asesinato es una abierta provocación a Juan Perón”, quien había retornado al país luego de un exilio de casi 18 años y dos días antes del ataque contra su fiel Rucci había ganado las elecciones con más del 61 por ciento de los votos.

“El Pepe (Firmenich) recién se impacienta cuando argumento que una organización revolucionaria no puede producir un ajusticiamiento sin asumirlo públicamente porque, si no, equipara sus acciones a las de un servicio de inteligencia. La frase, me parece, conspira contra mis posibilidades de ascenso”, afirma Bonasso.

En aquel momento, Bonasso era “oficial” de Montoneros, que tenía un rígido escalafón militar, y figuraba como director del nuevo diario, que, según Bonasso, se financió con “misteriosas valijas repletas de billetes”, en alusión al dinero proveniente de los secuestros de la guerrilla peronista.

En aquel diario también trabajaron Horacio Verbitsky, Paco Urondo, Rodolfo Walsh y Juan Gelman, entre otros.

¿Qué tiene Cristina en la cabeza?

La Presidente cambió su versión sobre la muerte de Alberto Nisman de suicidio a asesinato, pero la esencia es la misma: hay una operación en su contra, una vasta conspiración en la cual el fiscal fue utilizado, primero vivo (cuando hizo la denuncia contra el Gobierno por el presunto encubrimiento de la pista iraní) y ahora muerto.

Los autores del complot son locales, pero con apoyo, y tal vez inspiración, internacional. Los medios de comunicación que no son K, sectores de la Justicia y de los espías, la oposición, por un lado; los Estados que buscan incriminar a Irán, un aliado de la Argentina, por el otro, con Estados Unidos e Israel a la cabeza.

En el fondo, el fiscal no le importa demasiado; seguramente, piensa que tuvo su merecido en tanto herramienta de los enemigos que le han armado esa operación en su contra. Por eso, ninguna condolencia a su familia.

Así ve la política la Presidente: no hay nada más que conspiraciones en el mundo, que está dividido en Estados buenos y Estados malos. Una lucha continua que viene desde el fondo de nuestra historia y que encontró uno de sus capítulos fundamentales en los 70.

Lo que en su marido era pragmatismo, en Cristina es dogmatismo. Néstor Kirchner había abrazado la lucha por los derechos humanos tardíamente, en 2003, cuando se dio cuenta de que era una manera de ganar poder; Cristina Kirchner, en cambio, cree que realmente en los 70 hubo una lucha entre buenos y malos, entre amigos y enemigos, entre ángeles y demonios. Y que la historia es siempre la misma, apenas cambian las fechas y los nombres propios.

Una mentalidad conspirativa ve pruebas de sus hipótesis por todos lados. En su ultimo escrito en Facebook, la Presidente cita como fuente a periodistas y medios amigos y “militantes” para respaldar sus elucubraciones.

Todo eso combinado con una dosis superlativa de arrogancia. La Presidente se considera el centro del mundo, todo pasa por ella y por sus vivencias. Siempre debe haber sido así, pero el poder ha aumentado su alienación (en el sentido marxista de la palabra); ella vive y produce su propia realidad.

El problema para Cristina es que, en este caso, alimentar hipótesis conspirativas la perjudica dado que la mayoría de la gente tiene versiones más atractivas, mas creíbles, sobre la muerte de Nisman. Según las encuestas, esas hipótesis vinculan el final del fiscal al poder político de turno. Es decir, al cristinismo y sus diversos ámbitos.