Las humildes virtudes del kirchnerismo

Pasadas las primarias conviene poner en perspectiva alguna de las virtudes del proyecto que gobierna al país hace diez años para aguarles la fiesta a los sepultureros que ante cada traspié se apuran en firmar el respectivo certificado de defunción del kirchnerismo.

El  kirchnerismo tiene muchas virtudes, una de ellas su previsibilidad. Para saber cuál es su rumbo, basta ver el camino recorrido. Diez años son suficiente archivo para no equivocarse. Te gusta o no te gusta, pero sabés de qué se trata. Esta década, además, certifica su carácter transformador. La sociedad argentina es otra​:​ es  más soberana, más plural, más justa; es mejor. A nivel personal y familiar los porteños hemos vivido estos cambios. Sin embargo, y a contrapelo de lo que ocurre en el país, nuestra ciudad está estancada. Tiene los mismos problemas que hace diez años, y en determinados aspectos ha retrocedido preocupantemente: el tránsito es un caos, la basura llena las esquinas y las inundaciones son un ​riesgo recurrente. 

Fiel a su genética conservadora y más allá de su buen marketing, el Gobierno de la Ciudad disminuye la inversión en educación y salud, mientras aumenta los impuestos, destina millones a propaganda y yerra ahí donde pretende innovar. Conservadurismo ideológico e ineficiencia en la gestión de los recursos, explican mucho de lo que sufrimos diariamente en la ciudad. Ante eso, desde el kirchnerismo porteño proponemos hacer en la ciudad lo mismo que hicimos en el resto del país junto a gobernadores e intendentes: reforzar lo público, a través de la recomposición del Estado, y transformar a Buenos Aires en una ciudad más democrática, equilibrando las asimetrías sociales y geográficas que aún padecemos.

El  kirchnerismo es también coherente. Y quizás por eso no es tan divertido para la lógica chimentera con la que los medios hegemónicos abordan la política. Los candidatos del FpV repiten siempre lo mismo, porque piensan siempre lo mismo. Son parte, en definitiva, del mismo proyecto desde hace diez años, estabilidad que es  imposible encontrar en las otras opciones electorales. Aquellos que votaron al Frente para la Victoria en agosto, y luego lo harán en octubre, saben qué tipo de leyes van a proponer y a apoyar sus representantes. Una agenda consistente de justicia y bienestar social. No hay mucho misterio.

Si en el PRO tenemos agazapados a todos los sectores de privilegio, en la Alianza UNEN la cosa es más confusa, porque allí conviven pseudo-progresistas con neoliberales, apocalípticos de derecha y de izquierda. Es una oposición sin proyecto. Hablan de gestión quienes casi nunca gestionaron y cuando lo hicieron pusieron al país al borde de la disolución.

El  kirchnerismo es, además, posible. Correr por izquierda desde la comodidad de quienes no tienen ninguna responsabilidad institucional es fácil. El Frente para la Victoria es un proyecto de poder y de gestión, no una aventura testimonial. Por eso, es menos estridente: se propone objetivos concretos y los cumple. Avanza con cuidado, por etapas, reconociendo lo que falta y asentando lo logrado. A los que lo agreden por su “relato” les responde con la contundencia de los números de su gestión.

Transformador, coherente  y posible, ésas son las humildes virtudes del kirchnerismo. Una expresión política que aprende de sus errores y escucha al pueblo para mejorar sus propuestas. Porque aprender no puede nunca significar resignarnos a lo dado y renunciar a nuestra vocación de construir una patria y una ciudad más justas e igualitarias.

 

El macrismo ya eligió

En la política, como en la vida, hay que elegir, y el macrismo ya eligió. A diferencia de las otras opciones electorales opositoras, que hacen piruetas para no definirse, el PRO no se esconde. Cada una de sus decisiones de gestión son una muestra fiel del proyecto que tienen para la Argentina. Su buen marketing sólo embellece un rumbo muy claro, indisimulable. En ese marco, en los últimos meses, eligió recortar casi 50 millones de pesos de programas sociales para destinarlos a exposiciones inmobiliarias, a propaganda política partidaria y al acondicionamiento del zoológico.

En síntesis, del mejoramiento del Riachuelo a una exposición inmobiliaria; de los hospitales públicos a la publicidad; del mejoramiento de villas a la puerta del zoológico. Ese es el camino elegido por el macrismo. Ese es su proyecto. Hay que reconocerles una claridad prístina en sus preferencias.

Distintos informes de La Fábrica Porteña, usina programática del espacio político que lidera Carlos Tomada, han echado luz sobre el descontrol presupuestario del gobierno de la Ciudad en el que conviven crónicas subjecuciones de obras de infraestructura (sobre todo en escuelas, hospitales y obras hídricas) con modificaciones presupuestarias que transfieren millonadas siempre a favor de los sectores más favorecidos. Un análisis de lo realizado en los últimos dos meses basta como botón de muestra.

Primero, el gobierno porteño recortó casi tres millones de pesos de los programas para rehabilitación urbana del Riachuelo y la zona sur de la Ciudad y derivó la mayor parte de esos fondos a un Road Show en la comuna 12. Ese monto estaba originalmente destinado a mejorar el espacio público, las luminarias, el mobiliario urbano, es decir, a la revitalización de la zona sur. Así había sido aprobado por la Legislatura en el presupuesto. En cambio, casi dos millones de esa partida serán ahora destinados de forma unilateral y arbitraria al “montaje de un centro de exposición y a tareas de difusión” en Villa Urquiza en el marco de un negocio inmobiliario.

Unas semanas después, mediante la resolución 582/13 del Ministerio de Hacienda se reasignaron 40 millones de pesos destinados a hospitales y a programas de desarrollo social para financiar la publicidad y la propaganda del macrismo. Estos millones se suman a los más de 350 millones ya asignados en el presupuesto. Es decir, que en medio de la campaña el macrismo aumentó más de 10% el dinero destinado a propaganda.

Debido a la resolución mencionada hay 20 millones menos para salud, 5 millones menos para la Subsecretaría de la Tercera Edad, 7 millones menos para Dirección General de Niñez y Adolescencia, y otros tantos menos para desarrollo social: todo eso fue destinado a los famosos carteles amarillos con los que el gobierno porteño empapela la Ciudad.

A todo esto se le suma lo realizado hace apenas unos días. A partir de una nueva decisión administrativa se reasignaron partidas presupuestarias originalmente destinadas a programas sociales y se las transfirió a la puesta en valor y remodelación del acceso por Plaza Italia al jardín zoológico.  En total son cinco millones de pesos. De esos la mitad provienen del Programa Mejoramiento de Villas, los demás de programas diversos dentro de los cuales se encuentran inclusión social e integración de personas con discapacidad.

El kirchnerismo propone un modelo opuesto. Elige soñar con una Ciudad de Buenos Aires a tono con el modelo de país en marcha desde 2003. Aquel proyecto que Néstor y Cristina eligieron para transformar, incluir, y mejorar la vida de los más humildes.

Diez años para una nueva política

Ya no es posible “hacer política” como se la hacía hace 10 años. La década de gobierno kirchnerista es un parteaguas difícil de soslayar para cualquier protagonista o analista que se aparte un momento de sus preconceptos. Si bien su verdadero impacto será juzgado con el transcurrir de las próximas décadas, no podrá desconocerse hoy que este proyecto político es el que define las características y definiciones del resto de los actores.

Setenta años atrás, el primer peronismo había generado algo semejante. Luego de la década de gobierno de Juan Perón, la política no pudo volver a hacerse de espaldas al pueblo (y si se hacía, producía fenómenos como el de la resistencia peronista). Sólo una sangrienta dictadura militar, represión y proscripción mediante, pudo arrancar de nuestra sociedad parte del impulso igualitario que se había propagado entre 1945 y 1955. Perón había democratizado el bienestar del pueblo de la mano de un movimiento obrero organizado y poderoso, había amplificado derechos civiles y había consolidado la independencia económica del país. Las conquistas habían calado hondo. El kirchnerismo retomó esa herencia democrática, nacional y popular y la profundizó.

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¿Estás seguro, Hugo?

Hugo Moyano parece extraviado. Ahora olvida años de historia propia y ajena. Hace unos días, en uno de sus cada vez más habituales exabruptos, caracterizó al ministro de Trabajo Carlos Tomada como “uno de los traidores más grandes del movimiento obrero”.

Al decir eso desconoce el papel que le cupo a Tomada en la implementación del enfoque que se le dio a las políticas públicas económicas y sociales desde 2003. Un enfoque que modificó de raíz la dinámica laboral de exclusión instalada desde mediados de la década de los setenta. En los últimos diez años, desde el Gobierno Nacional, y en particular desde el Ministerio de Trabajo, se promocionó el empleo de calidad, productivo y justamente remunerado, y se amplió y redefinió la protección social orientada a proteger a la mayor parte de la población. Ejes a través de los cuales el actual modelo socioeconómico mejora las condiciones de vida de los argentinos.

Oculta también que Tomada forma parte de un gobierno que, bajo el liderazgo de Néstor y Cristina Kirchner, posicionó al trabajo en el centro de las políticas públicas, como articulador entre lo económico y lo social, como factor básico de ciudadanía. No recuerda tampoco la creación de millones de puestos de trabajo, la desocupación de un dígito y los más de mil convenios firmados anualmente. Desdeña, entonces, la promoción de la negociación colectiva, la revitalización del valor institucional del salario mínimo y la puesta en marcha de decenas de iniciativas profundamente transformadoras, como el Plan Nacional de Regularización del Trabajo, el Plan Integral para la Promoción del Empleo y el Plan Estratégico de Formación Continua, a partir del cual se capacitaron más de un millón y medio de trabajadores en articulación con cientos de sindicatos y empresas. 

Quizás esta nueva versión de Moyano prefiera otro tipo de ministros de Trabajo, como, por ejemplo, los aliancistas Patricia Bullrich y Alberto Flamarique o como Álvaro Alsogaray, este último parte de los equipos “técnicos” del gobierno de Arturo Frondizi.

Además de omitir que hasta hace no mucho elogiaba profusamente al Gobierno y al propio Tomada, Moyano comete el peor de los pecados para un dirigente político: el de la vanidad, al confundir el movimiento obrero con su propia figura. Olvida así que la situación de los trabajadores argentinos ha mejorado sustancialmente durante estos últimos 10 años y que el pueblo trabajador acompaña en su enorme mayoría el actual proceso político.

Ojalá el “viejo” Moyano, aquel que combatió el neoliberalismo y formó parte de las transformaciones de esta década, le refresque un poco la memoria y lo ayude a recupera la coherencia y, de paso, también la mesura.

El marketing del fracaso macrista

La calidad de vida mejoró de la puerta para adentro de la casa, pero no ocurrió de la puerta para afuera”. La frase pertenece a Fernando Haddad, el candidato del PT brasileño que, contra todos los pronósticos, acaba de ganar las elecciones en San Pablo, pero bien puede ser dicha por cualquier habitante de la Ciudad de Buenos Aires.

La sentencia describe con justeza la realidad paradojal que nos toca vivir a los porteños. En estos últimos diez años, como argentinos hemos mejorado sustantivamente nuestras perspectivas personales y familiares, pero al mismo tiempo vivimos en una ciudad que no acompañó esa mejora, una ciudad cada vez más desigual, más sucia, menos pública y con peor infraestructura.

El proceso de desarrollo puesto en marcha a nivel nacional en 2003 produjo, durante esta década, beneficios a lo largo y ancho de todo el país. Efectos que fueron aún más concretos en los estándares de vida de los ciudadanos de la Capital Federal. Entre otros fenómenos de impacto elocuente, la reducción récord del desempleo y la creación de decenas de miles de puestos de trabajo, junto con una política de ingresos expansiva que habilitó niveles de consumo inéditos en todas las franjas sociales y para todas las categorías de productos y servicios, significaron para la mayoría de los porteños un enorme salto cualitativo en términos de confort individual y familiar.

Ahora, ¿se tradujo eso en la configuración de una vida social más plena? ¿Pudieron contenerse esos avances individuales en el diseño en espejo de una ciudad mejor, más justa, más solidaria, más equilibrada, más vivible? ¿Hubo en la ciudad un proceso equivalente al nacional en términos de expansión de derechos, democratización del espacio y recomposición de los lazos sociales? La respuesta a simple vista es no.

Basta ver la pauperización de la salud, el desprecio por la educación pública, el abandono de la cultura popular, o sufrir las inundaciones, la basura, el colapso del tránsito, la segregación socioespacial de los vecinos de las villas y la tendencial privatización de todos los ámbitos de sociabilidad, para contestarse esas preguntas de manera contundente.

Macri fracasó. Y no es sólo una impugnación ideológica. Sus resultados son malos incluso en su propio paradigma managerial, que cree que la ciudad es asimilable a una empresa de su grupo familiar. Su gobierno gestiona mal, no es eficiente, despilfarra y se endeuda innecesariamente, y no resuelve ninguno de los problemas que dice atacar. Hay que reconocerle, sí, una muy eficaz política de comunicación que a veces logra confundir y maquillar lo que rascando se ve muy precario.

Pero más que marketing, hoy el desafío es diseñar propuestas sobre los temas que diariamente afectan la vida en la ciudad: la crisis habitacional y la distorsión del mercado inmobiliario, el colapso del tránsito, la higiene urbana, las inundaciones, el acceso al crédito, la infraestructura escolar y la falta de vacantes en los niveles iniciales, el colapso de la salud pública y la pauperización de sus trabajadores, la elitización de los bienes culturales, la desprotección del usuario y el consumidor, y cientos de etcéteras.

Hay una brecha enorme entre la ciudad en la que viven los porteños y la ciudad en la que podrían vivir. Es posible cerrar esa brecha. Necesitamos dejar de tener un gobierno adolescente que responsabiliza a otros por sus faltas, y reconstruir el Estado porteño como se hizo con el Estado nacional, un Estado al servicio de todos y no uno, como el de la ciudad hoy, que sólo se dedica a cobrar cada vez más impuestos y poner playas en las plazas.

Cuando se dice de poner a la ciudad en sintonía con el proyecto nacional, se trata precisamente de desbordar los logros meramente personales y convertirlos en los pilares de una trama colectiva que construya un ciudad inclusiva, abierta, pública, para todos los porteños pero también para el resto de los argentinos y los inmigrantes que la elijan para vivir y trabajar.