Por: Manuel Socías
“La calidad de vida mejoró de la puerta para adentro de la casa, pero no ocurrió de la puerta para afuera”. La frase pertenece a Fernando Haddad, el candidato del PT brasileño que, contra todos los pronósticos, acaba de ganar las elecciones en San Pablo, pero bien puede ser dicha por cualquier habitante de la Ciudad de Buenos Aires.
La sentencia describe con justeza la realidad paradojal que nos toca vivir a los porteños. En estos últimos diez años, como argentinos hemos mejorado sustantivamente nuestras perspectivas personales y familiares, pero al mismo tiempo vivimos en una ciudad que no acompañó esa mejora, una ciudad cada vez más desigual, más sucia, menos pública y con peor infraestructura.
El proceso de desarrollo puesto en marcha a nivel nacional en 2003 produjo, durante esta década, beneficios a lo largo y ancho de todo el país. Efectos que fueron aún más concretos en los estándares de vida de los ciudadanos de la Capital Federal. Entre otros fenómenos de impacto elocuente, la reducción récord del desempleo y la creación de decenas de miles de puestos de trabajo, junto con una política de ingresos expansiva que habilitó niveles de consumo inéditos en todas las franjas sociales y para todas las categorías de productos y servicios, significaron para la mayoría de los porteños un enorme salto cualitativo en términos de confort individual y familiar.
Ahora, ¿se tradujo eso en la configuración de una vida social más plena? ¿Pudieron contenerse esos avances individuales en el diseño en espejo de una ciudad mejor, más justa, más solidaria, más equilibrada, más vivible? ¿Hubo en la ciudad un proceso equivalente al nacional en términos de expansión de derechos, democratización del espacio y recomposición de los lazos sociales? La respuesta a simple vista es no.
Basta ver la pauperización de la salud, el desprecio por la educación pública, el abandono de la cultura popular, o sufrir las inundaciones, la basura, el colapso del tránsito, la segregación socioespacial de los vecinos de las villas y la tendencial privatización de todos los ámbitos de sociabilidad, para contestarse esas preguntas de manera contundente.
Macri fracasó. Y no es sólo una impugnación ideológica. Sus resultados son malos incluso en su propio paradigma managerial, que cree que la ciudad es asimilable a una empresa de su grupo familiar. Su gobierno gestiona mal, no es eficiente, despilfarra y se endeuda innecesariamente, y no resuelve ninguno de los problemas que dice atacar. Hay que reconocerle, sí, una muy eficaz política de comunicación que a veces logra confundir y maquillar lo que rascando se ve muy precario.
Pero más que marketing, hoy el desafío es diseñar propuestas sobre los temas que diariamente afectan la vida en la ciudad: la crisis habitacional y la distorsión del mercado inmobiliario, el colapso del tránsito, la higiene urbana, las inundaciones, el acceso al crédito, la infraestructura escolar y la falta de vacantes en los niveles iniciales, el colapso de la salud pública y la pauperización de sus trabajadores, la elitización de los bienes culturales, la desprotección del usuario y el consumidor, y cientos de etcéteras.
Hay una brecha enorme entre la ciudad en la que viven los porteños y la ciudad en la que podrían vivir. Es posible cerrar esa brecha. Necesitamos dejar de tener un gobierno adolescente que responsabiliza a otros por sus faltas, y reconstruir el Estado porteño como se hizo con el Estado nacional, un Estado al servicio de todos y no uno, como el de la ciudad hoy, que sólo se dedica a cobrar cada vez más impuestos y poner playas en las plazas.
Cuando se dice de poner a la ciudad en sintonía con el proyecto nacional, se trata precisamente de desbordar los logros meramente personales y convertirlos en los pilares de una trama colectiva que construya un ciudad inclusiva, abierta, pública, para todos los porteños pero también para el resto de los argentinos y los inmigrantes que la elijan para vivir y trabajar.