Al igual que con el canto de sirenas que apacigua el espíritu, brindando paz y tranquilidad en medio de la tormenta, pero que lleva al navegante a las profundidades abisales, el político profesional —o el aspirante a serlo— tiene la permanente tentación de introducirse en la burbuja negadora de la realidad.
Por miedo, comodidad o simple interés, quienes ocupan los despachos oficiales recurren una y otra vez a la negación de lo evidente, a la eliminación de la verdad comprobable. Muchas veces, con el aditamento de etiquetar al mensajero de malas noticias como al mismísimo demonio.
Múltiples y patéticos ejemplos de esta práctica nutren la historia argentina.
La aparición y la multiplicación de elementos y herramientas comunicacionales como las redes sociales y el hiperdesarrollo de internet, sumadas a la proliferación de “gurúes” de la imagen y la encuesta de opinión, han sumido a los dirigentes políticos vernáculos en la disyuntiva de reconocer lo tangible o negarlo hasta los límites del ridículo, y luego “medir” el impacto de su decisión en sondeos que realizan las consultoras “top”. Continuar leyendo