Un lugar común reza: “El sentido común es el menos común de los sentidos”. Más que una reflexión profunda, parece un aforismo para adornar tarjetas de salutación o para el epígrafe de esas fotografías de atardeceres hermosos, destinadas a circular por internet.
Sin embargo, en los últimos treinta años, el sentido común estuvo ausente en un lugar prohibido para dicha ausencia: el sistema penal del Estado (o aparato represivo, según la moderna terminología progre).
A la ausencia de políticas criminales sensatas y duraderas, a la negación —pública y sistemática— de los problemas que acarrean el crimen y el criminal, a la desaparición de estadísticas serias y confiables respecto de las fluctuaciones del delito y de la violencia en las conductas delictuales, se le sumó un movimiento pendular-espasmódico que osciló desde la mano dura, tolerancia cero hasta el actual y absurdo abolicionismo penal, catecismo laico, obligatorio en facultades de Derecho, escuelas de posgrado, Consejos de la Magistratura, etcétera.
La Biblia abolicionista, concebida entre otros por Michel Foucault, Thomas Mathiesen, Nils Christie, Louk Hulsman, Raúl Zaffaroni y sus seguidores vernáculos, habla del delito como una creación política. Estos gurúes nos iluminan diciendo que el proceso penal es una farsa de los poderosos, quienes les quitaron a los particulares el conflicto y la posibilidad de resolverlo entre ellos. Que la cárcel no sirve para nada. Que el Estado no está legitimado para imponer penas. Que la pena es otro hecho político para llenar de pobres e indigentes las agencias policiales y penitenciarias, para saciar las ansiedades de las clases dominantes o del imperio, frente a la sensación de inseguridad.
La víctima resulta ser el victimario y el victimario, la víctima de un sistema capitalista (o neoliberal) que le quitó oportunidades y lo empujó hacia el delito.
En este orden de ideas, la muerte violenta es una contingencia inevitable.
Estas sandeces han perturbado severamente el juicio crítico de miles de estudiantes de abogacía, graduados, posgraduados y —por supuesto— magistrados judiciales y del Ministerio Público, en todas sus instancias.
Estos galimatías, tan alejados del sentido común como la Tierra de Saturno, forman parte de una inmensa cantidad de fallos judiciales que resuelven respecto de la vida de seres humanos. De su libertad, su honra, su honor, su protección frente al criminal.
Estos sofismas integran el razonamiento de miles de jueces y fiscales en la República Argentina. La mayoría de ellos honestos y probos. Muchos asombrados frente a las descarnadas críticas que reciben cada vez que firman alguna aberración jurídico-abolicionista o son denunciados por las sorprendidas víctimas.
La locura abolicionista ha concebido jueces de ejecución que no creen en la pena. Fiscales que pretenden eliminar el sistema penal. Abogados particulares que repiten como loros que la solución para el flagelo planetario del narcotráfico y del consumo masivo de estupefacientes, y de su directísima incidencia en la conducta criminal, es liberar la venta de todas las sustancias psicoactivas para neutralizar el mercado ilegal. En este caso sí, son capitalistas y defensores de las reglas de la oferta y la demanda.
El abolicionismo penal, si fuera una religión, tendría sacerdotes ateos. Así de incoherente. Así de absurdo.
El trabajo que nos espera es arduo y complicado. Los gurúes abolicionistas, además de haber inventado un extraño idioma e instalado un peculiar discurso jurídico-penal (otro relato), han convencido a sus decenas de miles de seguidores de que constituyen una generación de abogados privilegiada. Muy alejada del vulgo, que no conoce ni entiende nada. Por eso no discuten ni debaten. Están muy por encima de nosotros, en un nivel superior, casi en el Topos Uranus de Platón.
Ojalá los tiempos de cambio que se avecinan tengan en cuenta también esta realidad terrible y patética. Hoy en los Tribunales Penales argentinos falta sentido común. Recuperémoslo.