La semana clave para la definición electoral del domingo comenzó con más dudas que certezas, dado que la sumatoria del porcentaje de quienes dicen saber a quién votar, pero a su vez aceptan ser permeables a cambiar su voto, más los indecisos asciende a un 32 por ciento. Lo cierto es que no aparece la seguridad de ganador en primera vuelta o la posibilidad de ballotage. No obstante, queda sólo un puñado de horas para conocer la realidad. La desesperación de los candidatos por acceder al poder intenta, como estamos viendo, contagiarle al ciudadano sus elucubraciones, sus sumas y sus restas, sus conveniencias o sus inconveniencias.
La falta de claridad de los protagonistas presidenciables pretende de esta manera enredar al ciudadano votante para salvar sus falencias, invitándolo a jugar un juego que el votante no tiene que aceptar. Votar a Juan para que no gane Pedro y ser parte del pedido de Juan condiciona al votante, lo aleja de lo que debiese ser la esencia de un votante en democracia: elegir a quien desee por plena convicción o al menos porque es la oferta que más le atrae. Estos juegos políticos terminan siendo una trampa para la libertad de conciencia del ciudadano. Porque se alude al voto útil, al voto estratégico, al voto continuidad, al voto cambio. Ninguno de estos conceptos por sí solo define nada. Una república merece que los aspirantes a conducirla hablen al electorado con claridad sobre sus propuestas. Aún o especialmente sobre los temas más dolorosos. Si se es adulto para darle un voto de confianza a quien conducirá los destinos de Argentina, se lo es también para saber qué hará ese delegado por cuatro años, con nuestras vidas. Continuar leyendo