Restos del naufragio kirchnerista, no militantes

Un término antiguo que se fue vaciando de sentido, que no pudo conquistar un nuevo significado y que hace tiempo perdió el original. Se refería a una etapa de la juventud, al tiempo donde el romanticismo convocaba a la entrega, donde todavía se enfrentaba la tentación del egoísmo y se luchaba por un mundo mejor. La militancia era una manera de transitar la vida pensando –principalmente- en los demás. Era sentirse dueño de un bagaje ideológico digno de enamorar al resto de la humanidad. Hay muchos que transitan esos sueños en el mundo religioso y tocados por la fe salen a difundir su verdad. Militante era ese que se sentía dueño de un mensaje para difundir; era un habitante de la utopía, un dueño de los sueños siempre cercano a la misma demencia o al menos a ser sospechado de habitarla.

Eran tiempos de grandes transformaciones o al menos, de difusión de la esperanza en lo nuevo. Tiempos del Mayo en París y del Cordobazo, etapas donde uno pertenecía principalmente al club de las ideas, desde la pasión de los trotskistas hasta la misteriosa pertenencia al Partido Comunista y luego los curas del tercer mundo para que los católicos no nos sintiéramos menos. Siempre recuerdo que la seducción veinteañera se iniciaba con la eterna pregunta”¿en qué grupo militas?” y uno explicaba orgulloso sus pasiones y sus lecturas, su pertenencia y sus imposibles. Tiempos donde se seducía con la ideología, cosa que ahora se suele atravesar con el horóscopo y la música.

El marxismo tuvo mucha presencia en nuestras vidas. Aún en la de aquellos que no lo asumimos como guía, su peso abarcaba buena parte del tiempo de nuestros diálogos. Había aparecido un libro, “Diálogo de la época: católicos y marxistas”, que evocaban las palabras de mi amigo el Padre Carlos Mujica: “Lo importante no es si existe o no existe el Cielo, lo importante es que debemos terminar con este infierno”. Enfrentábamos a la cúpula de la Iglesia, a la dictadura que nos gobernaba, a misma Universidad en la que estudiábamos.

Personajes de “La condición humana” de André Malraux en la novela; en el cine, “La Batalla de Argelia” de Gillo Pontecorvo o la humildad de Marcelo Mastroianai en “I Compagni”: la novela, el cine y la vida nos imponían ejemplos de quienes se sentían portadores de una profecía.

De aquellos militantes ninguno se hizo rico, se desclasó, terminó su vida mezclado entre la clase social de los triunfadores. Sus sueños no se hicieron realidad pero eso no impidió que siguieran luchando por conservar su coherencia. Algunos nos van dejando con el paso del tiempo, otros se fueron en manos de los represores pero, todos fueron exigentes con sus propias conductas, cultores de la solidaridad, de esa forma de vida que habían elegido transitar. Decididos a ser, esencialmente, buenas personas.

Algunos confunden aquellos sueños con las pasiones de la hinchadas de fútbol, creen que es lo mismo militar que “defender los trapos”. La militancia es una pertenencia que se realiza en el sueño de universalizar las propias convicciones, de sentirse forjador de un “hombre nuevo”. Es la idea la que engendra la pasión. Surge del desafío de grandeza que nace del amor al semejante, suele agonizar en el resentimiento de los violentos y los fanáticos. En el prólogo de “Retrato del aventurero” Sartre desarrolla la relación entre el aventurero y el militante.

Nuestra militancia se llevó muchas vidas, demasiadas, sin dejarnos siquiera portadores de esa sabiduría que el “Pepe” Mujica supo forjar para unir a su pueblo, para convertir el dolor del pasado en abrazo y triunfo político de hoy. Parecido fue Lula en Brasil y la actual Presidenta de Chile. Nosotros nos quedamos sin autocritica y en consecuencia seguimos teniendo el pasado en discusión, con mucho resentimiento pero sin suficientes ejemplos de vida militante dignos de ser imitados.

Si, como dicen algunos, en las elecciones ha triunfado la derecha, es hora de que se hagan cargo de los enormes errores de esas supuestas izquierdas, de esa caterva de fanáticos resentidos que sólo logran inventando enemigos forjar los rasgos de su propia identidad.

Los militantes eran soñadores y a los sueños, la ambición y el resentimiento los convierte en pesadilla. No hay militantes sin utopías. Aprendamos a no utilizar su nombre para disfrazar intereses. La memoria de los militantes merece respeto, sintamos la obligación de ejercerlo.

Paranoia y cinismo de un soldado derrotado

Lo de Víctor Hugo Morales no se entiende. Una radio de capitales españoles lo instala para recibir favores del gobierno de turno. Cambia el gobierno y, por lógica, esa radio necesita cambiar el oficialista. Entonces, el ayer beneficiado y hoy dejado de lado denuncia persecución. Aclaremos que Prisa —ahora desarticulado por sus deudas— fue invitado a venir al país en su momento por  Néstor Kirchner para que existieran voces diferentes a las que lo criticaban. Larga historia, tuvieron que encubrir la compra con una empresa norteamericana, pues sólo ellos pueden comprar medios en nuestro país. La ley de medios nunca se ocupó de modificar ese convenio; al kirchnerismo le era útil para determinadas situaciones.

Mantener el programa de Víctor Hugo no sólo no aportaba avisos oficiales, sino que además espantaba audiencia y avisadores privados. A nadie se le puede ocurrir que un medio privado que eligió un periodista por su relación con el gobierno lo sostenga después de una derrota electoral. Esas son las duras leyes del mercado, leyes en las cuales muchos de los que se rasgan las vestiduras se hicieron ricos. De sobra explotaron a su servicio la relación con el poderoso del momento. ¿Qué relación le asignan a este cambio de trabajo con la libertad de prensa?

Lo simpático del asunto está en que —al margen de su decadencia económica— el grupo Prisa, en su arribo al país, estuvo siempre enfrentado con el grupo Clarín. Parecería que existe una medida distinta según si persiguen ellos o si son perseguidos. Algo heredan del estalinismo, aprendieron a soportar la democracia, pero jamás se sentirán a gusto con ella.

La derecha siempre corre el riesgo de exagerar en la concentración económica, pero la izquierda agoniza por su absurda concepción de la libertad. Nunca un Estado tuvo tantos medios a su servicio como el de la presidente Cristina Kirchner, desde los oficiales hasta los privados comprados por amigos enriquecidos. Ejercían el oficialismo tanto Canal 7 como Canal 9 y Canal 11; de aire quedaba libre el 13, al que intentaban limitar. Luego tenían Encuentro y C5N, CN23, 360 y Crónica TV. Quedaban en libertad privada tanto América como América 24 y Canal 26. Están convencidos de que el relato era más importante que la misma realidad y si hubieran podido instalar definitivamente la ley de medios, no habría quedado un disidente con medio para expresarse.

La ley de medios no era sólo contra el grupo Clarín, era contra todos los que pensaban distinto y estaban dispuestos a luchar por expresarse. Usaron desmesuradamente el Estado a su servicio. Ahora les toca transitar por la llanura, esa es una ley de la democracia, cuesta entender de qué se quejan.

Estoy convencido de que si hubieran invertido la fortuna que gastaron en propaganda en obras para los necesitados, si hubieran hecho eso, no estarían llorando la derrota. El candidato fue Daniel Scioli por su capacidad de transitar por todos los espacios de la sociedad, por ser el menos sectario de ese grupo. La derrota los ha llevado a la dispersión y entonces aparecen estos adoradores de la ley de medios para convertir a Víctor Hugo, uno de los más alineados y agresivos del derrotado oficialismo, en la expresión del conjunto.

Al volver, el general Juan Domingo Perón supo decir: “Con todos los medios en mis manos me derrocaron, con todos los medios en contra fui electo presidente”. Sigue vigente en algún sector del kirchnerismo una visión estalinista de los medios de comunicación y la convicción de que necesitan resistir, una manera de no aceptar que ellos son los responsables del resultado. Cuando el peronismo perdió las elecciones, supo elegir el camino de la renovación, una manera de asumir la necesidad de transformar la derrota en autocrítica. El kirchnerismo es un ejército derrotado que no logra superar psicológicamente el golpe y en consecuencia soporta la deserción como el resultado de la dispersión de sus fuerzas. Los gobernadores y los intendentes están obligados a acordar con el poder de turno y no dudan en hacerlo. Otros, que eligen trabajar en su futuro político, se van organizando en torno al peronismo y, finalmente, los grupos surgidos de viejos izquierdismos no peronistas buscan sostener su lugar sin asumir que era sólo posible desde el Gobierno y se vuelve nostalgia sin este.

Los que se cansaron de perseguir a los disidentes —entre los que me incluyo— ahora se rasgan las vestiduras al primer roce con la realidad. Que alguien se ocupe de avisarles que no caigan en la paranoia, que no los persigue nadie, que simplemente perdieron la elección y lo que viene es tan sólo experiencia entre iguales. Cuestión de acostumbrarse.

La extinción del kirchnerismo

Gobernar implica hacerse cargo del destino colectivo. En algunos casos, como en el nuestro, coincide con el hecho de cargar sobre las espaldas de quien lo intente una compleja historia de frustración donde todos compartimos la idea del fracaso pero tenemos diferencias respecto de cuándo comenzó. Para colmo de males, algún resentido recuerda cada tanto que somos un actor frustrado en la carrera hacia el podio de las grandes sociedades, como si las rentas económicas pudieran crecer aisladas de una conciencia de clase dirigente. Somos un crisol de razas y eso nos ayuda en talento tanto como nos complica en la manera de pararnos en la vida. Somos una sociedad donde algunos creen que de la suma y amontonamiento de las ambiciones individuales puede surgir una conciencia colectiva.

Estamos superando un Gobierno que logró ocultar su ambición desmesurada de poder económico y político a cambio de la entrega de un espacio secundario de esa ambición a los restos de antiguos participes de revoluciones fracasadas. Pocas veces en la historia el enriquecimiento de unos pocos fue disimulado con tanta perversión en la ayuda de los muchos. Ahora logramos superar ajustadamente aquella desmesura, y el kirchnerismo vencido resiste en su camino a convertirse en un simple partido de izquierda, capaz de generar respuestas justificadoras y convocar debates masivos, logrando en la calle lo que jamás los acompaña en la urna. El kirchnerismo fue eso: un poder construido en torno a un peronismo al que no respetaba y acompañado de una izquierda extraviada en sus objetivos, enamorada del poder por encima de cualquier supuesto proyecto.

Ahora viene el tiempo de las democracias plenas, del respeto y la colaboración entre adversarios; tambien es necesario recuperar los partidos políticos. Vivimos un tiempo donde las instituciones fueron sustituidas por los hombres. Ni el peronismo ni el radicalismo contienen a sus militantes, sólo se afincan en personajes que se ocupan más en distribuir poder prebendario que en debatir proyectos necesarios.

La sociedad se reconcilió con la política. Libros, programas en los medios, debates importantes son seguidos por un público que sin ser masivo ocupa un lugar significativo. El miedo que nos legó el kirchnerismo fue importante para asumir la necesidad de comprometernos con lo colectivo. En alguna medida, el debate intelectual quedó reducido al espacio del periodismo, con mayor profundidad -en muchos casos- que los de los mismos partidos. La política arrastra merecidamente la carga de la corrupción y de la sola obsesión por el poder. Cada tanto cae alguno preso entonces, la sociedad toma conciencia que la corrupción sólo es castigada en caso de un accidente, pero siempre queda claro que la corrupción, no es una circunstancia sino un sistema integrado a la forma en que se maneja el poder.

Estamos recuperando la relación madura entre adversarios que se respetan, superando para siempre los odios de enemigos que se persiguen. El kirchnerismo desaparece, lento pero seguro, ejercito derrotado que sufre deserciones y tiene su poder reducido a daños coyunturales. Hoy son más el producto de analistas; intentan un proceso de resistencia más nostálgico que viable, pero nada en la vida resulta tan fácil. Las elecciones nos regalaron lo esencial: el triunfo, y ahora nosotros debemos llenarlo de contenido. Necesitamos construir un nuevo relato o mirada sobre nuestro pasado y una nueva manera de relacionarnos entre nosotros, donde las ideas comiencen a ocupar algún espacio que les deje libre los negocios y la simple ambición.

Tenemos mucho para festejar, pero también mucho para hacer. Algún simplificador podría imaginar que la historia es tan fácil como el simple pasar “de la demencia a la gerencia” pero nada es tan simple y queda demasiado por hacer.

Estamos entrando en la madurez de la democracia, necesitamos recuperar el respeto al talento y a la dignidad de la coherencia. Oportunistas es lo que sobran, se requieren espíritus libres dispuestos a pensar un futuro colectivo. Y de esos todavía hay pocos, pero se necesitan varios para poder superar de una vez por toda esta atroz decadencia. Que las ideas, el talento y el prestigio recuperen su espacio y sustituyan a los operadores que tanto daño le han hecho a la política y a la sociedad.

Estamos en tiempos de lograrlo.

El ejército burocrático que dejó el kirchnerismo

Perón solía decir que “las instituciones no son ni buenas ni malas, dependen de los hombres que las integran”. Y ese concepto nos sirve y mucho para entender la relación de la sociedad con la política, en su mayor parte integrada por individuos que son virtuosos para hacerse del cargo pero sin mérito alguno como para convencer a la sociedad de su derecho a ocuparlo. El sistema fue deteriorando la imagen de los distintos lugares que permite ejercer la democracia. Los personalismos de los jefes fueron imponiendo la obediencia como virtud esencial para ocupar los cargos, así se fueron degradando ante la imagen de la sociedad los Gobernadores y los Intendentes, los Legisladores y los Ministros. Lentamente, la virtud esencial del funcionario se convirtió en la lealtad al mandamás de turno y la pasión por el aplauso ocupo el lugar del talento. Finalmente, no se entendía si cada uno reivindicaba sus coincidencias con el que mandaba o entendía que su humillación frente a la voluntad ajena era una virtud en sí misma.

En esa cadena de obediencias y obsecuencias, los cargos parecían arrastrar el prestigio de sus portadores en lugar de ser motivo del honor de los mismos. Los funcionarios llevaban la obediencia a niveles donde entregaban su misma dignidad, la obediencia de los diputados y senadores dejaba sin sentido la misma institución parlamentaria. Durante la Ley de Medios fui invitado a emitir mi opinión en el honorable Senado, consulté a algunos Senadores sobre su derecho a modificar parte de la ley; me respondieron que carecían de poder para ejercer su opinión. Me negué a hacer uso de la palabra. Carecía de sentido hacerlo si ya nada podía ser modificado y resultaba lastimoso escuchar a representantes del pueblo expresar sin vergüenza alguna su obediencia al poder de turno. Luego venía la eterna pregunta: ¿qué los obliga a semejante humillación personal? Quedaba flotando la duda de que el Estado era testigo de algunas debilidades de los Legisladores y los amenazaba con hacerlo público. Ese sistema fue utilizado hasta el cansancio, los servicios de informaciones eran testigos de algunos negociados y lograban que la amenaza de denunciarlos convirtiera al personaje en un voto cantado obediente al poder de turno.

En nuestra sociedad la política se convirtió en un camino al enriquecimiento económico con el consecuente deterioro de la imagen del funcionario. Los negocios se fueron imponiendo a las ideas, para algunos -demasiados- pensar en política terminaba siendo una molestia al pragmatismo impuesto por los grandes negocios. No era ya la discusión sobre la Justicia distributiva que cambie el perfil de la sociedad, era tan sólo la desmesura de las ambiciones que imponían una concepción del poder donde el Estado terminaba siendo un instrumento para la concentración económica que justificaba su existencia a partir de realizar una distribución de pequeñas rentas para la sobrevivencia de los caídos por el mismo ejercicio de dicha concentración.

En ese patético panorama, los beneficios de ocupar algún lugar eran vistos como el principal objetivo para salvarse de la jungla de los abandonados a sus propios esfuerzos. Así el Estado se fue convirtiendo en una enorme “Arca de Noé”, donde quienes lograran abordarla estaban salvados de los riesgos de las aguas violentas que implicaba la dura realidad.

Nada dejaba más al desnudo su desprecio por la democracia que la desesperación por ocupar cargos y funciones más allá de los mismos límites que marcaban el tiempo de sus votos. Hasta algunos se dirigían a sus posibles votantes convencidos de que imponer sus voluntades aportaba más votantes por miedo que el mismo intento de la convicción de la razón.

Los empleos estatales se multiplicaron al infinito, en paralelo a los impuestos que debían pagar los agonizantes sectores productivos para sostener semejante ejército burocrático. La mayoría de los edificios públicos no resistiría el peso de sus supuestos empleados si intentaran ocuparlos al unísono. Así las cosas, toda voluntad burocrática ocuparía el lugar de la izquierda y todo cuestionamiento a los mismos el oscuro lugar de las derechas.

Ahora está naciendo una nueva etapa. Es mucho lo que estamos superando, al menos la demencia y la obsecuencia dejara de pertenecer al campo del progreso. Son muchos los cambios y el mero hecho de salir de la confrontación entre enemigos que se odian a la convivencia entre adversarios que se respetan, con eso solo ya ingresamos a un futuro más promisorio. Pero no podemos olvidar que cerca estuvimos en caer en lo peor, que esa memoria nos obligue a hacernos cargos de nuestra responsabilidad política. Es imprescindible.

La sociedad está recuperando la plenitud democrática

Los que limpiaban la plaza después de la despedida de Cristina se estaban llevando los restos del kirchnerismo. El viento de la historia había terminado para siempre con un autoritarismo asentado en la costumbre de ponerle mística a la desmesura.

El discurso fue el de siempre; ella expresa el bien y los disidentes obedecemos a los imperios y las corporaciones. Ella quería festejar su derrota como si fuera el paso a la sublime oposición, y eso le impedía compartir el cartel con el Presidente electo -la continuidad de la misma democracia era menor a la dimensión de sus caprichos.

Y llenó la Plaza, como si su fuerza, en lugar de despedirse, estuviera naciendo. Claro que debe haber tomado conciencia al otro día, cuando los vio a Evo y a Scioli en el acto; se habrá enterado con esa foto de que su tiempo había pasado.

Gobernadores y Legisladores fueron rompiendo filas, acercándose al nuevo fogón del poder, al mismo que ella usó a sus anchas para imponer su voluntad.

Eso es lo malo de gobernar con el terror y- parece tarde ya para que ingrese a un curso acelerado de seducción.

La sociedad está recuperando una democracia plena; ahora podremos discutir temas como izquierdas y derechas. El autoritarismo, ese que ella ejerció para imponer sus caprichos, ese, no expresa ninguna ideología; eso sí, tanto aquí como en el país hermano de Venezuela encontró su final. Scioli visitó a Macri, y ninguno debe haberse acordado de Cristina. Urtubey largó antes. Los viejos peronistas encontraron sus restos de dignidad en la derrota, no tuvieron reflejos ni siquiera para percibir que iban derecho al precipicio. Y Massa juega muy bien su partido.

Hubo dos plazas en dos días: la del fanatismo que se despedía y la de la razón que anunciaba su llegada. Era sentir que estábamos de nuevo en los tiempos del abrazo de Perón con Balbín, era recordar aquello y asumir que los cultores del odio se equivocaron de nuevo. Y uno ahora espera que sea definitivo, que se vayan con la misma demencia que los acompaño desde siempre. No pueden vivir sin enemigo, encuentran la identidad en el odio, sin él no saben siquiera quiénes son.

Van renunciando de a uno los que soñaban quedarse en el carguito, seguir usufructuando de las prebendas del poder. Tanto hablar de las mayorías que creían que las tenían alquiladas. Hicieron leyes con la mayoría de ayer para poder durar y manejar las mayorías de mañana. En rigor nunca imaginaron que les tocaba sufrir la derrota. La plaza y los colectivos de la despedida eran una muestra de esa sorpresa; viajar en avión de línea no sólo no simulaba la humildad que nunca tuvo sino que desnudaba el sinsentido de su falta de coherencia.

El kirchnerismo ocupará su lugar de partido minoritario, se irá achicando hasta encontrar su verdadera dimensión. Fue el fruto de un poder que impuso la unidad a sectores que no pueden continuar juntos, que tienen poco o nada que ver. Una vanguardia que se creía esclarecida manejando a su antojo a viejos restos de un peronismo más unido al atraso que a la justicia social.

Y vino lo nuevo: Macri dialogó con la oposición. Fueron todos, salvo esos grupos de izquierda que insisten en mantenerse pocos, no sea cosa de que los confundan y los voten. Se agota el miedo, el cuento del terror a la derecha y las consignas gastadas de viejos militantes extraviados. Lo normal –dialogar- se impuso de pronto, sentimos sorpresa por algo tan simple como el sentido común. Se terminó la etapa donde dudamos de la sobrevivencia de la misma democracia. El peronismo necesita superar su desviación kirchnerista, y tiene cuadros y votos para intentarlo. La centro-izquierda sigue siendo un espacio político vigente y la centro-derecha ocupa el poder con creciente apoyo electoral.

Somos una sociedad que recién ahora se vuelve a enamorar de la política (en una de esas, la única virtud del kirchnerismo es que nos asustó lo suficiente como para que nos ocupemos de pensar en la necesidad y la obligación de participar).

Salimos de una dura amenaza contra la democracia en todas sus expresiones, reingresamos en el dialogo y la convivencia con heridas -que van a tardar en cicatrizar pero estamos obligados a debatir, a ser parte de esta nueva relación entre nosotros que se inicia. Sepamos estar a la altura de lo que la sociedad nos demanda.

Gane o pierda, el peronismo deberá renovarse

Lindo tema para un día de elecciones el futuro del peronismo, más cuando un candidato dice ser heredero de nuestra historia y el otro aclara que está libre al menos de ese pecado.

Es bueno recordar que el peronismo vive a partir de la vigencia de la rebeldía que enfrentó a todos los que intentaron quedarse con su nombre sin respetar sus ideas. Los sellos son eso, sellos, no implican nada más. A la muerte del General, quedó como presidenta su esposa, Isabel, que cuando le fueron a comunicar a Perón que esa era la fórmula decidida por el Congreso les respondió, “Señores, al nepotismo se lo combate hasta en el África”. Tardaron una semana en convencerlo de que aceptara a Isabel como vice.

Al poco tiempo de asumir Isabel -y distorsionar casi todas las políticas-, treinta diputados fundamos el “Grupo de trabajo” para enfrentar a las deformaciones ideológicas. No fue fácil, la mayoría seguía oficialista, acompañado como siempre de algunos sindicalistas que nunca entendieron demasiado. Le hicimos juicio político a Lopez Rega -pensemos que en todas estas patriadas los compañeros de la guerrilla nos consideraban pobres reformistas; ellos imaginaban que el poder estaba en la boca del fusil, habían tomado distancia asesinando a Rucci y siendo expulsados de la Plaza.

Esos “imberbes” nunca entendieron nada de política, y aun hoy nos deben una autocrítica y un respeto ya que su vigencia es fruto de haberse acercado al peronismo, y no como intentan deformar, el peronismo tiene deuda con ellos. El peronismo es un partido de los trabajadores que nunca necesitaron de una vanguardia supuestamente iluminada.

Cuando triunfó Raúl Alfonsín salimos a construir la renovación, el viejo sello partidario estaba en manos de Saadi, hombre proclive a negociar con los restos de la guerrilla. Es la renovación la que nos permite recuperar la vigencia y el poder, y luego, con la traición ideológica de Menem, surge otra lucha, que en su final acompañan los Kirchner, para recuperar el pensamiento y la mística.

Los Kirchner nunca fueron parte de pretensiones ideológicas, solo buscaron el poder en su expresión más impune, y esa es la marca que queda de su paso por la política. Nunca acompañaron las luchas por los derechos humanos en los momentos donde hacerlo implicaba riesgo y compromiso, ni durante la Dictadura ni en sus años de gobernar Santa Cruz. Privatizaron desde el Banco Provincial hasta cumplir un papel imprescindible en la privatización de YPF que les aportó fondos que todavía no sabemos si tuvieron destino provincial o personal, y se apropiaron de la obra pública como nadie lo hizo antes. Sumaron restos de antiguos marxismos junto a los más impunes ambiciosos del enriquecimiento sin límite. Dejaron al peronismo en peor situación y crisis que el mismo Menem, que sin duda fue más frívolo pero menos perverso.

El peronismo es la historia del ingreso de los humildes a la vida política, es el recuerdo de la recuperación de la dignidad del pueblo. Como toda ideología exitosa, fue usurpada por cuanto ambicioso anduvo cerca, y está reducida hoy a un simple recuerdo que da votos. Pero el kirchnerismo está agotado y deja tras sí una mezcla absurda de sentimientos y una división siniestra entre sus fanáticos y los que ejercemos nuestro derecho a pensar distinto, los que reivindicamos sentirnos libres de opinar. El fanatismo siempre expresa las convicciones de los que no soportan la duda, forjan el dogma por el miedo a pensar. En el dogma la memoria sustituye a la razón.

Los negocios se comieron a los sueños, Perón volvió para abrazarse con Balbín, los Kirchner se asumen herederos de los “imberbes” expulsados de la Plaza. Una derecha económica con una izquierda extraviada, rara mezcla que nos deja en el peor de los mundos.

El peronismo sigue vivo, apenas respira en el seno del oficialismo en las personas de Urtubey y Randazzo, y por afuera se sostiene con fuerza en Massa y De la Sota, que hace rato salieron a enfrentar a esta secta que intenta usufructuar nuestros votos mientras desprecia el legado de nuestro Jefe.

Los peronistas, al menos muchos de ellos, preferimos votar a un centro-derecha que nos respeta antes que a una ambición desmedida e impune que intenta utilizarnos. Si lo pensamos bien, era más difícil perder la provincia de Buenos Aires que ganarla, pero los caprichos cuando no encuentran límites suelen terminar en derrotas.

La centro-izquierda tenía grandes posibilidades de ser la opción electoral, pero terminó dividido entre demasiados candidatos y pocas ideas. Viene el tiempo de una centro-derecha que se afirma en la democracia, esa que los kirchneristas despreciaban como limitación burguesa.  Al peronismo, si logramos sacarlo del pantano en el que lo deja el kirchnerismo que se retira, le queda el espacio del centro.

Gane quien gane hoy, estaremos saliendo del kirchnerismo, un autoritarismo con sueños de eternidad e impunidad. Gane quien gane, sin duda estaremos mejor.

Un encuentro que decretará el final del kirchnerismo

Cuando los dos candidatos se saluden estarán decretando el final del kirchnerismo y sus odios, como también la idea que había un solo partido digno de ocupar el poder.  Entonces, los disidentes irán desapareciendo expulsados por la fuerza de la burocracia del bien. Los adversarios se impondrán en el lugar que el autoritarismo intentó destruir. La democracia renace después de años en terapia intensiva. Los que “vinieron por todo” se irán, por suerte, sin nada.

Llevo meses debatiendo que el kirchnerismo es una enfermedad pasajera del poder y que, con su derrota, el peronismo se va a liberar de semejante malestar. La pequeñez de los gestos de sus actores está marcando que la hora de la despedida desnuda su verdadera carencia de grandeza.

Nuestra vida política transita por el devaluado espacio de la viveza. Hubo tiempos donde los candidatos eran ilustrados y el talento no necesitaba cederle tanto lugar a la ambición. Eran los tiempos del prestigio, donde la dignidad no se aferraba a los cargos como los náufragos a sus maderos. La viveza tuvo su auge y se jactó de dejar la silla vacía. ”Ganamos igual”, no era necesario expresar ideas -y quedaba en claro que no las usaban.

Una segunda vuelta y un debate, es mucho lo que ofrecen y seguro que no van a estar a la altura de esas circunstancias. Pero a no quejarse: primero, hay elecciones y dos candidatos, nos sacamos el riesgo de encima de ser Venezuela. Seamos agradecidos, ya es bastante. Al kirchnerismo solo le queda una jefa experta en cadenas discursivas y fracasos electorales. Su desmesura la fue alejando de los votantes más exigentes, esos que un imbécil denominó “los que están bien vestidos”. Logró una derrota en la provincia de Buenos Aires, algo más difícil que el propio triunfo. El capricho le impuso sus límites a la razón y así les fue. Que sigan aplaudiendo.

Claro que los generales que en condiciones de superioridad de fuerza conducen sus ejércitos a la derrota no suelen conservar un buen lugar en la memoria de su soldadesca. Noventa por ciento es oportunismo, si le damos un diez a la ilusión somos generosos, pero ni aún ellos son adictos al fracaso.

Los pensadores de Carta Abierta miran para otro lado, los que confundieron micrófonos con audiencia no pueden reencontrar un lugar en la vida política, no estaban preparados para la democracia. Y Scioli no deja lugar para que lo miren como propuesta revolucionaria, nacional y popular, progresista y antiimperialista: mucho exigir para tan poco dar. Scioli no pudo escapar del espacio de la Presidenta, esa que a los encuestadores pagos le daba como sesenta por ciento de prestigio y en la urna aparece debajo del cuarenta. Los encuestadores vivieron el síndrome de muchos militantes: con tanta bonanza, ¿cómo iban a imaginar el final menos esperado? Y si hasta hace unos días nadie se le animaba a la Presidenta por miedo de perder el carguito, ahora aparecen los primeros atisbos de valentía. El Titanic inclinado deja ver la dimensión del témpano, se hace difícil seguir bailando en la cubierta.

La Presidenta se cansó de devaluar al peronismo y a su jefe, pero los peronistas somos todavía unos cuantos. Supimos enfrentar a López Rega, tomar distancia de Isabel, forjar la renovación después de la derrota y enfrentar a Menem. La rebeldía salvó al peronismo de la desaparición. Muchos, demasiados de nosotros, preferimos que gane Macri para volver a soñar con una fuerza política donde nadie se sienta superior ni se enferme de soberbia, ni se le ocurra que lo nuevo es ser más marxista que yanqui. Cristina logró ponerse más lejos y ser menos respetuosa con Perón que el propio espacio de Macri. Ellos, con la obra pública y la alcahuetería mediática, no pueden sentirse a la izquierda de nadie.

El debate es entre el PRO, un centro-derecha moderno, y el kirchnerismo, un grupo de ambiciosos que ocuparon el Estado a su servicio y repartieron cargos a supuestos militantes que se convirtieron en aburridos y ambiciosos burócratas. La ventaja de Macri es que sabe quién es porque forjó su propia fuerza; la debilidad de Scioli es que viene siendo oficialista desde que alguien lo convocó a ocupar un cargo.

El debate es entre dos candidatos que se respetan. Gane quien gane, podrán luego juntarse para trabajar por el futuro. Eso es música para los oídos de todos los que amamos tanto la democracia como odio nos genera el autoritarismo kirchnerista. Recuperamos el gesto del abrazo Perón-Balbín. El debate es un triunfo en sí mismo, es la derrota del peor autoritarismo. Bienvenido sea.

Se va un Gobierno que sembró la división

El socialismo difícilmente se logre con los bienes que tanto se ambicionan, pero con gran facilidad se accede a ese reparto justiciero cuando de culpas se trata. Para todo nacional que se sienta por encima de la media, para tantos que se asumen parte integrante de la vanguardia esclarecida, para todos ellos, las culpas de nuestros fracasos son, sin duda, culpa del pueblo que siempre vota a los peores. Una parte le echa la culpa al peronismo, otra a la falta de educación de los votantes. Así fue en el cincuenta y cinco cuando derrocaron a Domingo Perón, convencidos de que era un obstáculo para la democracia.

Luego hicieron lo mismo con Arturo Frondizi y más tarde con Arturo Illia —siempre pensando que caminaban hacia la democracia y la libertad—, hasta que, sin necesidad de visitar al psicólogo, instalaron a Juan Carlos Onganía para siempre, seguros de que la culpa era de los votantes. Once años para terminar asumiendo, con Onganía, que no soportaban la democracia y después hasta el setenta y tres, para permitir el regreso de Perón en un clima imposible de manejar. Perón nos dejó el abrazo con Ricardo Balbín y muchas otras señales de un futuro sin enemigos.

Después de la muerte del general, ganaron los duros, el golpe provocó el genocidio; con el genocidio desaparecieron los militares para siempre, pero nos dejaron una absurda guerrilla que nunca entendió nada y sin embargo sobrevivió con un inmerecido prestigio. Ese recuerdo usurpó el kirchnerismo para inventar su modelo. Ese recuerdo, para mi gusto, se retira con la Presidente, sea quien fuere el que gane. Continuar leyendo

Los días finales del autoritarismo K

Nos toca votar con miedo, un miedo mucho más vigente que la esperanza que debería proponer lo nuevo. Los que se van asustan, los que intentar venir no ilusionan. Los candidatos nos quedan chicos, no alcanzan para cubrir el espacio de la pacificación que necesitamos. Nos hablan con certezas, los escuchamos y quedamos invadidos por las dudas. Hablamos de política como nunca, sufrimos su ausencia más que siempre. Hubo un tiempo que la inocencia invitaba a viajar quinientos kilómetros para no votar, un tiempo anarquista del “que se vayan todos”, pero ahora entendimos que huir no nos salva de nada.

Los oficialistas se dedican a ignorar la realidad; nosotros, los realistas, estamos condenados a sufrirla, a cargarla como angustia existencial, a soportar desde las cadenas cotidianas que son condenas sin rumbo ni sentido hasta las publicidades que desnudan la poca consideración que nos tienen. Uno siente que lo toman de tonto, casi todos, casi siempre. Hay imágenes que hacen daño, puesta en escena de la Presidenta bailando una alegría que es más cercana al sinsentido que al festejo personal, una euforia que parece ocultar otras carencias.

Salimos de la mayoría absoluta y del peor de los riesgos, del autoritarismo. La Presidenta, en su versión original, no tiene continuadores; por suerte hay defectos que no se heredan, se van con el portador. Scioli tiene como virtud diferenciarse de quien dice quererse parecer y asumir como su conducción. Macri fue invitado a conducir la oposición y se ocupó de consolidar a su propio partido. Massa tuvo su exceso de bonanza y luego el de carencias, impidió que lo disuelvan sin dejar en claro si seguía siendo una opción. La oposición volvió a lo de siempre, impotencia para unirse y triunfar, exceso de pruritos para acercarse y gestar una alternativa.

En la elección presidencial anterior el centro izquierda fue derrotado pero salió segundo y con capacidad de crecer. En aquella elección los socialistas no supieron encontrarse con los radicales, en esta fue mucho peor, no supieron donde podían o debían encontrarse. Margarita Stolbizer es la digna sobreviviente de esa fuerza, pero sin ocupar ya el lugar de alternativa. Uno puede decir sin dudar que es la mejor propuesta; queda la duda de si al votarla uno salva su conciencia o se convierte en un pusilánime. Me cansan los progresistas que salvan su dignidad tirando la pelota afuera. A veces pienso que en esos casos lo más digno sería callarse la boca, al menos no jugar de puros frente a tantos que se comprometen metiéndose en el barro de la vida. Stolbizer es sin duda lo más cercano a mi pensamiento; ahora, si los miembros de UNEN decidieron separarse entre ellos, no me siento obligado a asumir una responsabilidad que no es la mía. Trabajaría junto a ella para el mañana, no me libera mi conciencia votarla hoy.

No soy de derecha, pero frente al autoritarismo y la corrupción vigente no queda espacio para pensar que Macri está a la derecha de Scioli. Esa categoría no me libera de la obligación de votar contra el peor gobierno que imaginé en el nombre de mi propia historia. Y aclaro que los del PRO en lugar de seducirme me irritan, me resultan empresarios aficionados a la política, pero prefiero que quien gobierne si no expresa mi pensamiento no lo haga en nombre de nuestra historia.

En todo dialogo sólo nos referimos a los defectos de los candidatos, a sus debilidades. Las virtudes son un tema que se agota en el acto, las críticas sirven para ejercitar nuestro ancestral pesimismo que además recibe el apoyo invalorable de los candidatos que deberíamos votar. Casi nadie elige al que más quiere sino tan sólo al que menos odia. Las ambiciones se impusieron a las ideas, la política terminó siendo una simple excusa para el éxito personal y cuesta mucho volver a darle su sentido, su importancia, su valor.

Estamos saliendo de lo peor, de un autoritarismo que amenazaba quedarse con la democracia. La otra noche un canal oficial lo instalaba a Eugenio Zaffaroni para hablar como un estadista. Es la metáfora del oficialismo, son capaces de inventarse un pasado digno y un presente honorable sólo porque a la impunidad la han convertido en el valor superior. Zaffaroni, personaje menor y mediocre, es la imagen de la sociedad que nos dejan los que se van. Gente que nunca se ocupó de los Derechos Humanos en la difícil y que los utilizó hasta degradarlos al gobernar. Oportunismo impune, de eso se trata la enfermedad que la política nacional necesita superar. Y pongámosle fuerza, porque no va a ser fácil, pero es tan posible como necesario.

Gane quien gane, el fanatismo habrá sido derrotado

Desde el retorno de la democracia, la dirigencia nacional, en todas sus variantes (política, empresarial, sindical y deportiva) y en todas su opciones, elige mayoritariamente lo peor. Pareciera que de alguna manera, dado que las ideas habían llevado al genocidio, la sociedad se dedicó a los negocios, a las rentas, y todo el resto fue perdiendo valor y sentido. Alfonsín fue el mejor intento de trascender esas limitaciones, pero la misma Coordinadora desapareció sin pena ni gloria en los vericuetos de las otras variantes del poder. De hecho, no dejó candidatos y casi tampoco pensadores con vigencia actual. Y su contracara, la renovación peronista, sufrió un proceso de desaparición parecida. Entre ambos grupos había casi una veintena de dirigentes de los cuales casi no hay sobrevivientes, al menos en el mundo de la política, aunque varios de ellos lograron asimilarse al espacio empresarial.

Los tiempos de Menem fueron la decadencia en su versión de frivolidad, donde los economistas influidos por la caída del muro de Berlín creyeron que vendiendo todo ingresaríamos al mundo capitalista. De golpe, luego de haber rematado todos los bienes del Estado, nuestros ciudadanos golpeaban los bancos desesperados para recuperar sus depósitos. El soñado “derrame” mojaba otras tierras fronteras afuera. El anti-estatismo mediocre y servil no tuvo otro logro que deuda pública y miseria privada y, lo peor, engendró un estatismo novedoso con pretensiones de izquierda progresista en manos de los feudales del sur. De un liberalismo mediocre y dogmático heredamos un estatismo de simétricas consignas. Y fracasamos dos veces, cuando permitimos que las empresas pasaran a manos extranjeras y cuando luego de semejante dislate terminamos rearmando un Estado de mucho mayor tamaño y con mucha menor razón de ser.

La política fue siendo reducida a otras miradas. Los economistas aparecían como propietarios de verdades trascendentes, mientras tanto los sucesivos candidatos iban tiñendo con sus apellidos las agrupaciones de sus circunstanciales seguidores. El peronismo, como memoria de viejas mayorías, se convirtió en una muletilla salvadora de ambiciones sin rumbo. Los radicales, con menos poder, sufrieron parecida diáspora. Con Menem, una antigua derecha liberal conservadora imaginaba ponerle lógica a su exacerbada frivolidad. Con los Kirchner, viejos y gastados revolucionarios de café se acercaron a recibir en la senectud las caricias del poder por las que tanto habían bregado en la juventud. Ambos, Menem y los Kirchner, llegaron al gobierno con apoyos populares pero luego eligieron rumbos de ideas y grupos que jamás podrían haber ganado una elección. Claro que no podemos utilizar el comodín del término populismo para obviar lo más patético de esa cruel realidad: no es que las mayorías elijan a los peores, es que la oferta política suele estar toda ella teñida por la misma mediocridad.

El termino populismo, que vino a substituir la antigua acusación de demagogia, culpa a los votantes de los desaciertos de los votados. Se usa como si la sociedad dejara de lado brillantes y prometedores candidatos de sólidos y estructurados partidos. Buena manera de echarle la culpa a las masas, al pueblo, a las mayorías, en una sociedad donde no existe siquiera una clase dirigente, donde el peronismo que agoniza hace años no se cruza con una opción digna de superarlo. El peronismo arrastra su pobreza de dirigentes y su desaliño ideológico tan solo porque el resto, el no peronismo, no se toma el trabajo de construir opción alguna. Y lo vivimos a diario. La decadencia de nuestras elites abarca todo el espectro, desde lo sindical a lo empresarial, desde lo deportivo a lo académico. Una generación de oficialistas a cualquier precio no permite forjar una dirigencia que siempre implica un margen de riesgo, una actitud de rebeldía y una cuota de dignidad.

El Estado que debió gobernar Alfonsín era todavía débil frente a los sindicatos y las fuerzas armadas, el viejo peronismo derrotado pasaba sus facturas entre los sueños de retornar al poder. Ese primer gobierno fue quizá el último intento de la política de imponerle un rumbo a la sociedad. Algunos que repiten la muletilla de que solo el peronismo puede gobernar olvidan que eso era antes, cuando el Estado era todavía débil frente a los factores de poder. Hoy todo ha cambiado, no hay más fuerzas armadas y los mismos sindicalistas o gobernadores, todos ellos dependen de las limosnas del poder central. Pocas provincias y sindicatos son libres de opinar con libertad, quien gobierna ya no seduce ni convence, solo impone la dependencia del gobierno de turno.

La mayoría absoluta que se retira con sus cadenas de noticias oficiales, esa mayoría que tanto daño le hizo a la democracia, ingresa hoy a otro escenario donde gane quien gane el poder será compartido. Se va quien nos trataba como enemigos, vuelve el tiempo de los adversarios. Se va quien eligió heredar a los que el General echó de la Plaza, vuelve el país del abrazo de Perón con Balbín.

El fanatismo habrá sido derrotado, aun cuando deje sus huellas de medios oficialistas. Estuvimos cerca de caer en el autoritarismo de los negocios justificado por los reservistas de pasados fracasos revolucionarios. Nunca una mezcla tan absurda y nefasta invadió nuestra dirigencia, pero ese es el fruto de la selección de los peores. Cuando una sociedad es conducida por sus mejores representantes, sin duda encuentra un camino de realización colectiva. En nuestro caso solemos optar por la situación inversa. Y estamos superando a duras penas un gobierno donde el discurso autoritario intentó deformar los índices que miden nuestra realidad y ocultar la corrupción con pretenciosas justificaciones progresistas.

La política está retornando. En una mesa de dialogo estaban representados el sesenta por ciento de los votantes, en el asiento vacío estaba el cuarenta por ciento gobernante. Y el Estado trasmitía un partido de futbol para proponer que miremos para otro lado. Y Daniel Scioli nos enrostraba su desprecio por los que pensamos distinto participando de eventos musicales. Esperemos que no ganen, pero en todo caso, ya habremos superado lo peor, que fueron los tiempos de Cristina con autoritarismo, corrupción, pretensiones progresistas y mayoría absoluta. Gane quien gane, salimos de lo peor. Estamos volviendo a la política, esa que tiene vigencia cuando los pueblos son más fuertes que los gobiernos. Y debatiendo con pasión, ya vendrán tiempo de elegir los mejores. Falta poco.