Por: Julio Bárbaro
Los que limpiaban la plaza después de la despedida de Cristina se estaban llevando los restos del kirchnerismo. El viento de la historia había terminado para siempre con un autoritarismo asentado en la costumbre de ponerle mística a la desmesura.
El discurso fue el de siempre; ella expresa el bien y los disidentes obedecemos a los imperios y las corporaciones. Ella quería festejar su derrota como si fuera el paso a la sublime oposición, y eso le impedía compartir el cartel con el Presidente electo -la continuidad de la misma democracia era menor a la dimensión de sus caprichos.
Y llenó la Plaza, como si su fuerza, en lugar de despedirse, estuviera naciendo. Claro que debe haber tomado conciencia al otro día, cuando los vio a Evo y a Scioli en el acto; se habrá enterado con esa foto de que su tiempo había pasado.
Gobernadores y Legisladores fueron rompiendo filas, acercándose al nuevo fogón del poder, al mismo que ella usó a sus anchas para imponer su voluntad.
Eso es lo malo de gobernar con el terror y- parece tarde ya para que ingrese a un curso acelerado de seducción.
La sociedad está recuperando una democracia plena; ahora podremos discutir temas como izquierdas y derechas. El autoritarismo, ese que ella ejerció para imponer sus caprichos, ese, no expresa ninguna ideología; eso sí, tanto aquí como en el país hermano de Venezuela encontró su final. Scioli visitó a Macri, y ninguno debe haberse acordado de Cristina. Urtubey largó antes. Los viejos peronistas encontraron sus restos de dignidad en la derrota, no tuvieron reflejos ni siquiera para percibir que iban derecho al precipicio. Y Massa juega muy bien su partido.
Hubo dos plazas en dos días: la del fanatismo que se despedía y la de la razón que anunciaba su llegada. Era sentir que estábamos de nuevo en los tiempos del abrazo de Perón con Balbín, era recordar aquello y asumir que los cultores del odio se equivocaron de nuevo. Y uno ahora espera que sea definitivo, que se vayan con la misma demencia que los acompaño desde siempre. No pueden vivir sin enemigo, encuentran la identidad en el odio, sin él no saben siquiera quiénes son.
Van renunciando de a uno los que soñaban quedarse en el carguito, seguir usufructuando de las prebendas del poder. Tanto hablar de las mayorías que creían que las tenían alquiladas. Hicieron leyes con la mayoría de ayer para poder durar y manejar las mayorías de mañana. En rigor nunca imaginaron que les tocaba sufrir la derrota. La plaza y los colectivos de la despedida eran una muestra de esa sorpresa; viajar en avión de línea no sólo no simulaba la humildad que nunca tuvo sino que desnudaba el sinsentido de su falta de coherencia.
El kirchnerismo ocupará su lugar de partido minoritario, se irá achicando hasta encontrar su verdadera dimensión. Fue el fruto de un poder que impuso la unidad a sectores que no pueden continuar juntos, que tienen poco o nada que ver. Una vanguardia que se creía esclarecida manejando a su antojo a viejos restos de un peronismo más unido al atraso que a la justicia social.
Y vino lo nuevo: Macri dialogó con la oposición. Fueron todos, salvo esos grupos de izquierda que insisten en mantenerse pocos, no sea cosa de que los confundan y los voten. Se agota el miedo, el cuento del terror a la derecha y las consignas gastadas de viejos militantes extraviados. Lo normal –dialogar- se impuso de pronto, sentimos sorpresa por algo tan simple como el sentido común. Se terminó la etapa donde dudamos de la sobrevivencia de la misma democracia. El peronismo necesita superar su desviación kirchnerista, y tiene cuadros y votos para intentarlo. La centro-izquierda sigue siendo un espacio político vigente y la centro-derecha ocupa el poder con creciente apoyo electoral.
Somos una sociedad que recién ahora se vuelve a enamorar de la política (en una de esas, la única virtud del kirchnerismo es que nos asustó lo suficiente como para que nos ocupemos de pensar en la necesidad y la obligación de participar).
Salimos de una dura amenaza contra la democracia en todas sus expresiones, reingresamos en el dialogo y la convivencia con heridas -que van a tardar en cicatrizar pero estamos obligados a debatir, a ser parte de esta nueva relación entre nosotros que se inicia. Sepamos estar a la altura de lo que la sociedad nos demanda.