Por: Julio Bárbaro
Desde el retorno de la democracia, la dirigencia nacional, en todas sus variantes (política, empresarial, sindical y deportiva) y en todas su opciones, elige mayoritariamente lo peor. Pareciera que de alguna manera, dado que las ideas habían llevado al genocidio, la sociedad se dedicó a los negocios, a las rentas, y todo el resto fue perdiendo valor y sentido. Alfonsín fue el mejor intento de trascender esas limitaciones, pero la misma Coordinadora desapareció sin pena ni gloria en los vericuetos de las otras variantes del poder. De hecho, no dejó candidatos y casi tampoco pensadores con vigencia actual. Y su contracara, la renovación peronista, sufrió un proceso de desaparición parecida. Entre ambos grupos había casi una veintena de dirigentes de los cuales casi no hay sobrevivientes, al menos en el mundo de la política, aunque varios de ellos lograron asimilarse al espacio empresarial.
Los tiempos de Menem fueron la decadencia en su versión de frivolidad, donde los economistas influidos por la caída del muro de Berlín creyeron que vendiendo todo ingresaríamos al mundo capitalista. De golpe, luego de haber rematado todos los bienes del Estado, nuestros ciudadanos golpeaban los bancos desesperados para recuperar sus depósitos. El soñado “derrame” mojaba otras tierras fronteras afuera. El anti-estatismo mediocre y servil no tuvo otro logro que deuda pública y miseria privada y, lo peor, engendró un estatismo novedoso con pretensiones de izquierda progresista en manos de los feudales del sur. De un liberalismo mediocre y dogmático heredamos un estatismo de simétricas consignas. Y fracasamos dos veces, cuando permitimos que las empresas pasaran a manos extranjeras y cuando luego de semejante dislate terminamos rearmando un Estado de mucho mayor tamaño y con mucha menor razón de ser.
La política fue siendo reducida a otras miradas. Los economistas aparecían como propietarios de verdades trascendentes, mientras tanto los sucesivos candidatos iban tiñendo con sus apellidos las agrupaciones de sus circunstanciales seguidores. El peronismo, como memoria de viejas mayorías, se convirtió en una muletilla salvadora de ambiciones sin rumbo. Los radicales, con menos poder, sufrieron parecida diáspora. Con Menem, una antigua derecha liberal conservadora imaginaba ponerle lógica a su exacerbada frivolidad. Con los Kirchner, viejos y gastados revolucionarios de café se acercaron a recibir en la senectud las caricias del poder por las que tanto habían bregado en la juventud. Ambos, Menem y los Kirchner, llegaron al gobierno con apoyos populares pero luego eligieron rumbos de ideas y grupos que jamás podrían haber ganado una elección. Claro que no podemos utilizar el comodín del término populismo para obviar lo más patético de esa cruel realidad: no es que las mayorías elijan a los peores, es que la oferta política suele estar toda ella teñida por la misma mediocridad.
El termino populismo, que vino a substituir la antigua acusación de demagogia, culpa a los votantes de los desaciertos de los votados. Se usa como si la sociedad dejara de lado brillantes y prometedores candidatos de sólidos y estructurados partidos. Buena manera de echarle la culpa a las masas, al pueblo, a las mayorías, en una sociedad donde no existe siquiera una clase dirigente, donde el peronismo que agoniza hace años no se cruza con una opción digna de superarlo. El peronismo arrastra su pobreza de dirigentes y su desaliño ideológico tan solo porque el resto, el no peronismo, no se toma el trabajo de construir opción alguna. Y lo vivimos a diario. La decadencia de nuestras elites abarca todo el espectro, desde lo sindical a lo empresarial, desde lo deportivo a lo académico. Una generación de oficialistas a cualquier precio no permite forjar una dirigencia que siempre implica un margen de riesgo, una actitud de rebeldía y una cuota de dignidad.
El Estado que debió gobernar Alfonsín era todavía débil frente a los sindicatos y las fuerzas armadas, el viejo peronismo derrotado pasaba sus facturas entre los sueños de retornar al poder. Ese primer gobierno fue quizá el último intento de la política de imponerle un rumbo a la sociedad. Algunos que repiten la muletilla de que solo el peronismo puede gobernar olvidan que eso era antes, cuando el Estado era todavía débil frente a los factores de poder. Hoy todo ha cambiado, no hay más fuerzas armadas y los mismos sindicalistas o gobernadores, todos ellos dependen de las limosnas del poder central. Pocas provincias y sindicatos son libres de opinar con libertad, quien gobierna ya no seduce ni convence, solo impone la dependencia del gobierno de turno.
La mayoría absoluta que se retira con sus cadenas de noticias oficiales, esa mayoría que tanto daño le hizo a la democracia, ingresa hoy a otro escenario donde gane quien gane el poder será compartido. Se va quien nos trataba como enemigos, vuelve el tiempo de los adversarios. Se va quien eligió heredar a los que el General echó de la Plaza, vuelve el país del abrazo de Perón con Balbín.
El fanatismo habrá sido derrotado, aun cuando deje sus huellas de medios oficialistas. Estuvimos cerca de caer en el autoritarismo de los negocios justificado por los reservistas de pasados fracasos revolucionarios. Nunca una mezcla tan absurda y nefasta invadió nuestra dirigencia, pero ese es el fruto de la selección de los peores. Cuando una sociedad es conducida por sus mejores representantes, sin duda encuentra un camino de realización colectiva. En nuestro caso solemos optar por la situación inversa. Y estamos superando a duras penas un gobierno donde el discurso autoritario intentó deformar los índices que miden nuestra realidad y ocultar la corrupción con pretenciosas justificaciones progresistas.
La política está retornando. En una mesa de dialogo estaban representados el sesenta por ciento de los votantes, en el asiento vacío estaba el cuarenta por ciento gobernante. Y el Estado trasmitía un partido de futbol para proponer que miremos para otro lado. Y Daniel Scioli nos enrostraba su desprecio por los que pensamos distinto participando de eventos musicales. Esperemos que no ganen, pero en todo caso, ya habremos superado lo peor, que fueron los tiempos de Cristina con autoritarismo, corrupción, pretensiones progresistas y mayoría absoluta. Gane quien gane, salimos de lo peor. Estamos volviendo a la política, esa que tiene vigencia cuando los pueblos son más fuertes que los gobiernos. Y debatiendo con pasión, ya vendrán tiempo de elegir los mejores. Falta poco.