Por: Julio Bárbaro
Un término antiguo que se fue vaciando de sentido, que no pudo conquistar un nuevo significado y que hace tiempo perdió el original. Se refería a una etapa de la juventud, al tiempo donde el romanticismo convocaba a la entrega, donde todavía se enfrentaba la tentación del egoísmo y se luchaba por un mundo mejor. La militancia era una manera de transitar la vida pensando –principalmente- en los demás. Era sentirse dueño de un bagaje ideológico digno de enamorar al resto de la humanidad. Hay muchos que transitan esos sueños en el mundo religioso y tocados por la fe salen a difundir su verdad. Militante era ese que se sentía dueño de un mensaje para difundir; era un habitante de la utopía, un dueño de los sueños siempre cercano a la misma demencia o al menos a ser sospechado de habitarla.
Eran tiempos de grandes transformaciones o al menos, de difusión de la esperanza en lo nuevo. Tiempos del Mayo en París y del Cordobazo, etapas donde uno pertenecía principalmente al club de las ideas, desde la pasión de los trotskistas hasta la misteriosa pertenencia al Partido Comunista y luego los curas del tercer mundo para que los católicos no nos sintiéramos menos. Siempre recuerdo que la seducción veinteañera se iniciaba con la eterna pregunta”¿en qué grupo militas?” y uno explicaba orgulloso sus pasiones y sus lecturas, su pertenencia y sus imposibles. Tiempos donde se seducía con la ideología, cosa que ahora se suele atravesar con el horóscopo y la música.
El marxismo tuvo mucha presencia en nuestras vidas. Aún en la de aquellos que no lo asumimos como guía, su peso abarcaba buena parte del tiempo de nuestros diálogos. Había aparecido un libro, “Diálogo de la época: católicos y marxistas”, que evocaban las palabras de mi amigo el Padre Carlos Mujica: “Lo importante no es si existe o no existe el Cielo, lo importante es que debemos terminar con este infierno”. Enfrentábamos a la cúpula de la Iglesia, a la dictadura que nos gobernaba, a misma Universidad en la que estudiábamos.
Personajes de “La condición humana” de André Malraux en la novela; en el cine, “La Batalla de Argelia” de Gillo Pontecorvo o la humildad de Marcelo Mastroianai en “I Compagni”: la novela, el cine y la vida nos imponían ejemplos de quienes se sentían portadores de una profecía.
De aquellos militantes ninguno se hizo rico, se desclasó, terminó su vida mezclado entre la clase social de los triunfadores. Sus sueños no se hicieron realidad pero eso no impidió que siguieran luchando por conservar su coherencia. Algunos nos van dejando con el paso del tiempo, otros se fueron en manos de los represores pero, todos fueron exigentes con sus propias conductas, cultores de la solidaridad, de esa forma de vida que habían elegido transitar. Decididos a ser, esencialmente, buenas personas.
Algunos confunden aquellos sueños con las pasiones de la hinchadas de fútbol, creen que es lo mismo militar que “defender los trapos”. La militancia es una pertenencia que se realiza en el sueño de universalizar las propias convicciones, de sentirse forjador de un “hombre nuevo”. Es la idea la que engendra la pasión. Surge del desafío de grandeza que nace del amor al semejante, suele agonizar en el resentimiento de los violentos y los fanáticos. En el prólogo de “Retrato del aventurero” Sartre desarrolla la relación entre el aventurero y el militante.
Nuestra militancia se llevó muchas vidas, demasiadas, sin dejarnos siquiera portadores de esa sabiduría que el “Pepe” Mujica supo forjar para unir a su pueblo, para convertir el dolor del pasado en abrazo y triunfo político de hoy. Parecido fue Lula en Brasil y la actual Presidenta de Chile. Nosotros nos quedamos sin autocritica y en consecuencia seguimos teniendo el pasado en discusión, con mucho resentimiento pero sin suficientes ejemplos de vida militante dignos de ser imitados.
Si, como dicen algunos, en las elecciones ha triunfado la derecha, es hora de que se hagan cargo de los enormes errores de esas supuestas izquierdas, de esa caterva de fanáticos resentidos que sólo logran inventando enemigos forjar los rasgos de su propia identidad.
Los militantes eran soñadores y a los sueños, la ambición y el resentimiento los convierte en pesadilla. No hay militantes sin utopías. Aprendamos a no utilizar su nombre para disfrazar intereses. La memoria de los militantes merece respeto, sintamos la obligación de ejercerlo.