Mi nota anterior en esta sección tuvo varias respuestas y comentarios muy positivos y reflexivos, y que por cierto se agradecen. La mayoría de ellos coincidían en una cuestión central: los ámbitos policlasistas descritos en la nota (la escuela, el hospital, el centro de la ciudad) en realidad dependían de una condición aún más estructural y previa: una vida social casi universalmente articulada en el mundo del trabajo formal y predecible.
Desde por lo menos 1945 y hasta finales de los setenta (inclusive, según algunos, hasta mediados de los ochenta) la Argentina, como la mayoría de los países de ingresos intermedios en la región, fue un país en donde la mayoría de la población estaba integrada al mercado de trabajo con un empleo formal y (relativamente) seguro. Como explica, entre muchos otros, Pablo Dalle, por un largo tiempo la estructura laboral de Argentina estuvo caracterizada por la escasez de fuerza de trabajo. Fue esta escasez crónica de fuerza laboral la que permitió que los salarios fueran relativamente altos en el país entre 1880 y 1930, lo que a su vez actuó como un imán para la inmigración. A partir de la década del cuarenta, la expansión de la industrialización por sustitución de importaciones y el impulso por parte del primer gobierno peronista de una legislación laboral fuertemente pro-trabajo, más el relativo fortalecimiento de las estructuras y servicios estatales, generaron una estructura social fuertemente referenciada en la inserción en el mundo del trabajo asalariado formal y con un bajo nivel de desempleo. A lo largo de varias décadas, la inserción en el mundo del trabajo operó no sólo como actividad económica primaria, sino como un piso simbólico común que establecía ciertos horizontes de referencia, si no compartidos, al menos unánimente reconocidos. Ya fuera que una persona fuera obrera, profesional, ejecutiva: esto era lo que ella era, no sólo lo que hacía. Esto generaba ciertos grados de identidad y solidaridad, ciertos repertorios aspiracionales, ciertos recorridos reconocibles para el ascenso social.
De ninguna manera esto fue una característica única de este país. Al contrario, Robert Castels en su ya clásico libro La metamorfosis de la cuestión social describió el carácter global de esta sociedad estructurada por el mundo del trabajo y le puso un nombre: “sociedad salarial”.
Es importante, por supuesto, no caer en una improductiva nostalgia acrítica de lo que fue en otro momento. Por un lado, la sociedad salarial era una sociedad capitalista, y por lo tanto, basada en el acceso desigual a la propiedad y la riqueza. La sociedad salarial era también una sociedad normativamente estratificada, basada en la idea de que las clases se relacionaban entre sí en términos de arriba de y abajo de. La integración social que ofrecía la sociedad salarial era la integración en un determinado estrato dentro de una jerarquía más o menos inalterable. Además, en el caso argentino, los años de la sociedad salarial no resultaron una época de tranquilidad y paz social, sino que fueron cruzados por grados cada vez mayores de violencia política.
No se trata, entonces, de reconstruir la sociedad salarial en el país de acuerdo a un modelo que ya mostró sus límites en el pasado. (Además, la sociedad salarial, como avisa Castels mismo, está en vías de desaparición en prácticamente todo el mundo. La coexistencia de bajo desempleo alto empleo informal, más el fenómeno de los “working poor”, o pobres asalariados, muestra que estamos en otro paradigma laboral.) Pero queda claro que tampoco es deseable a largo plazo una estructura social como la actual, en donde tales identidades, solidaridades y recorridos comúnmente reconocibles están fragmentados a tal grado. (O, peor aún, en donde al único horizonte común de éxito social reconocible es la posibilidad de sustraerse de lo común, sintetizado en “mientras mejor me va, más puedo no consumir nada que sea público.”)
No hay respuestas fáciles. Los viejos recorridos teóricos (tanto la socialdemocracia como el marxismo y aun el neoliberalismo) deben ser repensados y aún reemplazados a la luz de los profundos cambios sociales de las últimas tres décadas. ¿Qué haremos para garantizar ciudadanía y derechos si el “buen trabajo” se vuelve un bien escaso? ¿Es posible pensar en construir relatos sobre la sociedad en común que no dependan del mundo del trabajo? ¿Puede pensarse un relato del ascenso social que no esté basado sólo en la capacidad creciente de consumir? ¿Existe la posibilidad de imaginar mecanismos de representación sindical para los trabajadores informales? ¿Puede el Estado ofrecer servicios que sean demandados por pobres y clases medias por igual? ¿Es posible pensar a la ciudad como algo más que un lugar donde trabajar y dormir? ¿Cómo puede pensarse una idea de comunidad que no sea reducible a “sistema de estratos sociales que todos conocemos”?
No lo sabemos. Es el momento de innovar. En la respuesta a estas preguntas (que, por otra parte, no están escritas en ningún lado, esperando), se juega mucho del futuro.