Sin duda, es necesario que de aquí a 2015 los opositores consigan articular ofertas partidarias atractivas, que den cauce y representación a las preferencias y visiones del mundo que hoy no se sienten representados. Hoy vivimos en una situación de excepción, en donde conviven y compiten varias figuras con atractivo electoral nacional casi equivalentes: Hermes Binner, Mauricio Macri, Francisco De Narváez, Daniel Scioli y Sergio Massa; todos ellos son opositores; son fuertes en un distrito territorial pero sólo uno; y ninguno ha logrado hasta ahora despegarse de los demás como el líder a vencer. Estos liderazgos más o menos incipientes tienen, entre otros seguramente, dos riesgos simétricos a evitar al nivel de los discursos.
El primero es la sobreactuación de su carácter opositor. El tema no es que los argumentos acerca de que vivimos bajo una dictadura, que somos gobernados por una fuerza política que es al mismo tiempo nazi y de izquierda armada o que el país está en una situación de pobreza y desocupación a punto de estallar sean falsos o verdaderos; el tema es que han sido probadamente rechazados por el electorado. Desde Elisa Carrió a Eduardo Duhalde y Alberto Rodríguez Saa, en los últimos años hemos visto que mientras más rimbombante es el discurso opositor, menos convocante es electoralmente su propuesta.
Esta cuestión parece haber sido registrada por varias fuerzas opositoras, que han moderado su discurso en los últimos meses. Claramente, la mejor vía hacia adelante para los opositores es marcar líneas claras de diferenciación y oposición con este gobierno que estén centradas en cuestiones de política pública antes que del régimen político en sí. En este punto todo es juego limpio: la macroeconomía, la política de infraestructura, la situación laboral, etcétera.
Sin embargo, aquí aparece un nuevo riesgo. En las últimas semanas, una cuestión que ha llamado la atención es la aparición en boca de dirigentes opositores de un cierto discurso nostálgico que plantea que el kirchnerismo hizo bien las cosas hasta un punto en el pasado (en general 2005 o 2006, aunque la periodización puede variar) y que luego ha perdido el camino o se ha vuelto inauténtico.
Este discurso es comprensible, dada la nueva estrategia de diferenciarse en relación a ciertas políticas públicas y no discutir el régimen político. Sin embargo, plantear la tensión entre recuperación de y diferenciación con el kirchnerismo en términos temporales más que programáticos tiene sus bemoles.
El primero es que es un discurso que continúa cediendo la preeminencia al kirchnerismo, ya que la discusión se sitúa en una evaluación de méritos y deméritos pasados y actuales del gobierno antes de en una explicitación de la propia identidad. Si la premisa de que los años anteriores al 2008 fueron tan buenos es cierta, de ella sólo puede seguirse la necesidad de un nuevo voto a este gobierno; después de todo, es más probable que aquellos que fueron responsables de los años dorados puedan reconstituir la magia perdida a que lo hagan desde cero quienes en su momento los criticaban, a menudo fervorosamente.
Pero, además, es un discurso que ignora que, para la mayoría de la gente del común, éste es el kirchnerismo, y no el del 2006. Por un lado, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner gobernó seis años ya, contra cuatro de Néstor Kirchner: es probable que muchos ni siquiera recuerden con claridad esos años. Por otra parte, los años 2005 y 2006, además de quedar ya lejanos en el recuerdo, fueron años de recuperación económica y de estabilidad macro pero no necesariamente de un mayor bienestar individual para la mayoría. Los individuos y las familias recién estaban recuperándose del shock del 2001 y 2002 y tenían detrás de sí sólo dos o tres años de estabilidad laboral y mejores perspectivas de gasto, no diez como ahora. En algunos casos recién estaban consiguiendo un primer empleo, o una vivienda, o terminando de pagar deudas contraídas años antes. Si así no fuera, no se entiende cómo Cristina Fernández de Kirchner ganó con menos votos en 2007 que en 2011, y no al revés.
Esto no significa que la mayoría de la gente vaya a votar o siquiera esté satisfecha con este gobierno; significa simplemente que su juicio con respecto a él o respecto a sus opositores tendrá que ver con la evaluación que los votantes hagan de la situación presente, sin referir a si ésta fue mejor o peor que un pasado ya lejano; también significa que votará a quien le prometa cumplir sus expectativas a futuro y tenga una mayor imagen de solidez para lograr avanzar, antes que eventuales regresos al ayer.
Es sencillo: la dirigencia de los distintos espacios opositores debe hablar menos del kirchnerismo, y más de ellos mismos: de lo que piensan hacer y de lo que harán. Si no, el centro de la arena le seguirá perteneciendo a otros.