Bastante y muy bueno se ha escrito en estos días sobre los acuartelamientos policiales en Córdoba y en otras provincias; por ejemplo, el antropólogo Pablo Semán en su blog, este post de un bloguero cordobés o esta entrevista a Tomás Méndez, el periodista cordobés que develó los vínculos entre la política provincial y el narcotráfico.
Cada uno de los casos provinciales tienen características únicas, aunque varios factores se repiten: la falta de sindicalización de las policías, el hecho de que en algunos casos el detonante fue provisto por investigaciones que revelaron profundas colusiones entre las cúpulas policiales y el narcotráfico, la violencia (para muchos sorprendente) tanto de los saqueos como de los mecanismos de protección que utilizaron los vecinos.
No agregaré a la discusión de estos factores. Me gustaría dirigir la mirada en otra dirección, a un tema estructural que subyace a estos tristes eventos.
Los hechos gravísimos de los cuáles hemos sido testigos en estos últimos días no refieren sólo a una crisis de la institución policial o la penetración del narcotráfico. Tampoco son solamente emergentes de situaciones de pobreza; después de todo, un patrón que se advierte es que el par sublevación policial/saqueo ocurrió primero en ciudades relativamente “ricas” como Córdoba Capital, Rosario, San Juan o Catamarca.
Estos eventos nos hablan también de hasta qué punto habitamos ahora ciudades y provincias en las cuales no existen más ámbitos para la presencia compartida de distintos grupos y clases sociales. Vivimos, tristemente, en un país en donde los iguales se encuentran sólo con los iguales, y en donde el otro es una figura puramente imaginaria, alguien que sólo puede dar miedo.
En otro momento, la Argentina supo tener cuatro fundamentales instituciones policlasistas: la escuela pública, el hospital público, la conscripción obligatoria y el centro de la ciudad. En la escuela pública y el hospital era posible que convivieran al menos por un momento los hijos del gobernador con los del policía; en la colimba los muchachos del Norte podían conocer Las Lajas en Neuquén o viceversa, y en el centro de la ciudad coincidían el domingo a la tarde la alta sociedad que salía de Misa en la Catedral con las familias que iban a tomar un helado con lo que habían ahorrado en la semana. Si a esto le sumamos el efecto integrador de algunos consumos compartidos entre las clases sociales, sobre todo el fútbol, vemos que existían al menos algunas instancias en donde podían coincidir, al menos por un momento, personas que nunca se encontrarían de otra manera. Que estos encuentros se dieran en instituciones y espacios públicos era central: se trataba de lugares que no pertenecían a nadie, y en donde (al menos idealmente) todos tenían derecho a estar.
Por supuesto, no hay que abusar de la nostalgia. El multiclasismo argentino nunca fue total, ni mucho menos. Es bien sabido que la madres hacían cola toda la noche para que sus hijos fueran a las escuelas “del centro” donde iba la elite, y que los hijos de clase media tenían a su disposición todo tipo de certificados médicos para evitar hacer la conscripción; la colimba, además, se vació progresivamente de todo sentido democrático hasta transformarse en una institución puramente represiva. Sin embargo, esas instituciones, con todas sus fallas, cumplían un rol: definían una serie de espacios que, al menos ideal o fugazmente, invitaban al encuentro con lo distinto y obligaban a quienes estaban dentro de ellos a aprender un difícil arte democrático: el respeto, aun la comprensión, de la alteridad.
Ninguna de esos espacios en donde se daba una cierta experiencia de la alteridad existe más. La conscripción fue eliminada (por excelentes razones, aclaro) por el gobierno de Carlos Menem. La escuela pública primaria y secundaria ha sido repudiada (también, con entendibles causas) por todas aquellas familias que puedan pagar una escuela privada, aun las más humildes, y el hospital público lo mismo. La multiplicación de countries y barrios cerrados en las capitales del interior genera un nuevo tipo de ciudad, “sin centro”, en donde la vida transcurre, por un lado, en espacios delimitados (el country, la escuela privada, el shopping) y, por el otro, en barrios segregados, ubicados cada vez más lejos del centro.
Sin embargo, ninguna comunidad política puede existir sin espacios comunes; ninguna comunidad puede ser sólo la agregación de grupos diversos que viven sin encontrarse. La nueva ciudad, la nueva escuela, la nueva salud: instituciones cuya existencia se predica en el valor social de la identidad con uno mismo: lo igual a mí me tranquiliza; lo distinto a mí me causa pánico. El peligro es que, de ser así, el otro pasa a ser sólo un imagen fantasmática, sin existencia real, alguien que es siempre y sólo amenazante. O, peor, aún, el único encuentro entre las clases se da en ocasión de la violencia: o el delito,o la represión. Así, se fortalecen los fantasmas: todos los pobres vienen a robarnos, el Estado sólo existe para reprimirnos.
La escuela pública, el hospital, el centro: estas tres instituciones no existen más. Tal vez no puedan recuperarse; de ser así, es urgente inventar nuevas. Tal vez la pregunta más central de la época es ¿quién podrá reunirnos? ¿Dónde nos encontraremos para refundar las cosas que no son de nadie porque son de todos? ¿Quién inventará los nuevos mitos de la época, para explicarnos, una vez más, que somos todos hermanos?