Juguemos el partido de la innovación

Un equipo de fútbol exitoso debe tener una sólida defensa que resuelva problemas y envíe pases de calidad a los compañeros que suben al ataque. Además, necesita un mediocampo que sepa recibir los envíos de los defensores, evaluar la posición en que se encuentran los delanteros y hacer pases decisivos para que un atacante marque el gol. Por último, requiere de delanteros efectivos aprovechen dichos pases y concreten el esfuerzo colectivo en el arco rival. Son ellos quienes aseguran la competitividad del equipo frente a los contrarios.

Siguiendo una analogía futbolera, los países juegan todos los días el campeonato de la competitividad, sin un fixture definido y en la cancha global. Y aquellos que buscan ser exitosos en el siglo XXI deben, sí o sí, apuntalar su competitividad en la ciencia, la tecnología y la innovación. El triunfo depende de cada uno de los jugadores que salen al campo y de su capacidad para funcionar en equipo.

Estos planteles son llamados sistemas nacionales de ciencia, tecnología e innovación (CTI). Sus “defensores” son los científicos y técnicos que cada día resuelven temas complejos, hacen el trabajo de base y defienden los pilares de la competitividad del país. Si bien el trabajo del defensor se percibe lejos del gol, nadie negaría su rol clave. Así como ningún director técnico sale a la cancha sin una defensa sólida, ningún país avanza sin científicos.

Luego está el mediocampo, conformado por los tecnólogos y desarrolladores que toman los adelantos científicos a fin de avanzar en el desarrollo de tecnologías que puedan solucionar una demanda concreta de la sociedad. Se valen de los conocimientos que pueden llevar con rapidez a un nuevo producto o servicio, desarrollan un prototipo y le pasan la pelota a los delanteros.

¿Y quiénes son los delanteros? Los innovadores y emprendedores. Ellos, en general, no tienen la fuerza y la constancia de los defensores, y no quieren perder tiempo analizando múltiples jugadas para ver cuál tiene potencial, como lo hacen los mediocampistas. El innovador ve la oportunidad de “llegar al arco” donde otros no la ven, piensa y se mueve con rapidez, tiene poco tiempo de acción y fracasa muchas veces. Eso sí, cuando tiene éxito, introduce un nuevo producto o servicio en el mercado, genera empleos, apalanca más inversión en el país, contribuye a generar una cultura de innovación y emprendedorismo, y lo más importante, hace que el país sea competitivo a nivel global. Eso sí que es un golazo.

Al igual que en los equipos de fútbol, para ganar el campeonato de la competitividad se necesita invertir en los jugadores. Mientras que los clubes son los únicos que invierten en sus planteles, los sistemas nacionales de CTI tienen un ecosistema de inversores interesados por la defensa, el mediocampo o la delantera.

Por lo general, en Argentina la inversión en los defensores/científicos la realiza el Estado, en forma de subsidios a proyectos de investigación que se llevan a cabo mayoritariamente en universidades y centros dependientes del CONICET. La inversión en el mediocampo es un poco más compleja y requiere aportes del Estado y del sector privado. Esta línea es muy dinámica: muy pocos proyectos de desarrollo alcanzan una etapa de prototipo con potencial para llegar al mercado. Si esto sucede, aparecen los inversores privados para inyectar fondos en la delantera: los emprendedores e innovadores que van a llevar el prototipo a un producto que la sociedad pueda aceptar y utilizar.

En la última década, Argentina formó un equipo de CTI un tanto atípico. Parece como si faltara un director técnico con personalidad, o como si a este no le dejaran formar el equipo necesario para ganar. Por un lado, el país reforzó la defensa. Desde 2002 a 2010 la inversión pública en investigación y desarrollo (I+D) pasó del 0,4 al 0,6% del PBI (RICyT). Sin embargo, en el mismo periodo, las empresas pasaron de invertir un 26% del gasto total del país en I+D (74% lo aporto el Estado), a un 22% en 2010. Es decir, si bien el gobierno aumentó su esfuerzo y participación, el sector empresarial tomó la dirección contraria.

Si comparamos Argentina con Corea de Sur observamos que por cada dólar invertido en I+D, el Estado argentino atrae 30 centavos de inversión privada, mientras que cada dólar que invierte el Estado Coreano atrae siete dólares de las empresas. Es decir, Corea consigue 23 veces más inversión privada para su sistema de CTI que nosotros. Cabe preguntarse ¿por qué en Argentina los empresarios no invierten en I+D?

Más allá de la activa política de promoción de la I+D que desde 2003 Argentina lleva adelante a través del MINCyT (antes SECyT), el modelo político-económico de la última década desalienta la innovación, ya que no brinda las condiciones necesarias para fomentar la inversión del sector privado. La alta inflación, la falta de previsibilidad y los mayores riesgos económicos asociados, los avatares del tipo de cambio, el cepo cambiario y la restricción a las importaciones minan el trabajo de los científicos, plantean obstáculos a los proyectos a largo plazo y, por ende, desincentivan la iniciativa privada.

Debemos ponernos ya mismo fomentar una cultura organizacional que promueva la investigación, el desarrollo y la innovación, asegurar el acceso del sector industrial a los conocimientos científicos avanzados y asegurar un modelo económico nacional que apuntale esta política de CTI. De esta manera, el país tendrá chances de ganar partidos en el campeonato de la competitividad global.

A falta de tomates: hidroponía

Hace unos días hemos leído en algunos medios que el secretario de Comercio recomendó a los argentinos disminuir el consumo de tomates por alrededor de 60 días. Los expertos sabrán a qué se debe la falta de este fruto casi esencial en nuestra cocina. Me cuesta creer que nos falte tierra para hacer crecer plantas de tomate. Argentina es el octavo país más grande del mundo, tiene un privilegiado eje territorial norte-sur que conlleva a poseer la casi totalidad de climas del planeta (desde subtropical a frío polar). Asimismo, posee tierras que van desde -105 hasta casi 6970 metros sobre el nivel del mar y una distribución de precipitaciones que van de menos de 200 hasta aproximadamente 1000 mm anuales.

Sea cual fuere la causa, la realidad es que por estos días los tomates no nos sobran y no es la primera vez (hay artículos periodísticos que reflejan el mismo problema desde 2007). En el caso de que el próximo año la situación se repita no vendría mal a los porteños conocer que existe una tendencia creciente a lo que llamamos agricultura urbana. Sin ir más lejos, mis pequeños hijos suelen tirar semillas de frutas en las macetas del balcón y debo reconocer que el verano pasado cosechamos tomates, melones y hasta sandias sin habernos esforzado demasiado en su cuidado. La facilidad con que crecen las plantas en la Ciudad de Buenos Aires me llevo a informarme sobre la hidroponía.

La hidroponía es una técnica de cultivo en donde el suelo es reemplazado por un material inerte que ofrezca un soporte para las plantas y que acumule el agua de riego. El soporte no tiene ningún tipo de nutriente y todos los minerales que necesita la planta son aportados por una mezcla de sales disueltas en agua. Esta técnica no es para nada novedosa y era ya usada por los aztecas antes de la llegada de los españoles. Sin embargo, los primeros estudios sistemáticos para comprender el crecimiento de las plantas sin utilización de suelo comenzaron recién a mediados del siglo XVIII. En los últimos 200 años la técnica se fue perfeccionando y en la actualidad se perfila como una solución a la producción de vegetales frescos para travesías espaciales.

Ahora bien, ¿de qué manera la hidroponía podría ayudar al habitante de una gran ciudad como Buenos Aires? Pensemos el siguiente caso: una familia tipo vive en un departamento que tiene un balcón de 3 x 1,5m (4,5 metros cuadrados). En el balcón instalan 5 canteritos hidropónicos de un metro de largo por 20 cm de ancho, así les queda espacio para un par de sillas y una mesita. Plantan tomates, ajíes, lechuga, albahaca y frutillas. Riegan con agua con nutrientes y al cabo de un año se dan cuenta de que produjeron 150 kg de tomates, 60 kKg de ajíes, 10 kg de lechuga, 4 kg de albahaca y 40 kg de frutillas. Una cantidad nada despreciable para cuatro personas.

Además de la obvia ventaja de producir alimentos en nuestro propio hogar con muy pocos minutos de dedicación diaria, la hidroponía tiene otras muchas ventajas respecto de los cultivos tradicionales:

  1. No necesitamos comprar tierra, ni resaca, ni otros aditivos
  2. Si armamos un sistema cerrado, el agua se recicla y se gasta un 90% menos que en la agricultura tradicional
  3. No se producen desperdicios líquidos
  4. La planta crece más y produce más frutos debido a los micronutrientes que aporta el agua con minerales y que generalmente faltan en los campos erosionados y agotados
  5. Las plantas se enferman menos por la ausencia de tierra
  6. No se genera CO2 debido a transporte dado que el vegetal se produce en el lugar donde se va a consumir
  7. Casi no necesita mano de obra dado que el sistema se puede automatizar. Ideal para familias donde todos trabajan fuera de la casa

Por el otro lado, la mayor desventaja radica en que se necesita mas inversión inicial para comprar los equipos, aunque esto no es tan así en la ciudad donde uno compra macetas, tierra, pesticidas y aditivos. En el largo plazo la técnica de hidroponía resulta ser una producción más barata y limpia que la agricultura tradicional.

La hidroponía ha vuelto a estar en el foco de los habitantes de grandes ciudades como una forma activa de contribuir a la sustentabilidad alimentaria y ambiental desde el propio hogar. La ciudad de Buenos Aires ofrece una oportunidad enorme dada las características climáticas sumamente favorables. La ciudad podría liderar un cambio de paradigma en producción de alimentos si la hidroponía se masifica. Imaginemos por un momento terrazas verdes en casas y edificios, balcones y paredes con huertas verticales, recipientes para compost comunitario en el pulmón de manzana o en las plazas manejados por la tercera edad, producción de fertilizante a partir del compost y distribución a los vecinos que contribuyen con restos vegetales. Sigamos imaginando: escuelas con clases de hidroponía como actividad de ciencia orientada a la producción y ligado a una experiencia de solidaridad en donde los vegetales producidos sirven como insumo para un comedor comunitario. Podríamos de esta manera conjugar en una simple actividad escolar los objetivos de aprendizaje de varias materias: los chicos aprenderían biología (partes de plantas, fotosíntesis), química (soluciones, sales, pH), historia (cultivos aztecas, jardines de Babilonia), matemática (factibilidad comercial de producción escolar de vegetales), geografía (origen de las especies comestibles), física e ingeniería (diseño de sistema automático de riego, diseño de invernadero), y ciencias sociales (equidad, clases sociales, urbanización, pobreza, solidaridad). Todo por una simple tecnología, algunas semillas de tomate y un poco de agua.

Los porteños hemos comenzado a transitar el camino hacia una ciudad más vivible. Ya dejamos de fumar en espacios públicos cerrados, la gran mayoría utiliza el cinturón de seguridad, comenzamos a separar la basura en origen y cada vez hacemos más actividad física. Hidroponía podría ser un paso más en el camino de acercarnos a la ciudad integralmente sustentable en la que estaremos orgullosos de vivir en un futuro próximo.

Historias del ADN

Un 25 de abril de 1953 dos científicos proclamaban en Nature, una de las más antiguas y famosas revistas científicas,  una sugerencia que explicaba un modelo de estructura para la molécula de ADN, ó ácido desoxirribonucleico para almacenar la información genética. Esto fue significativamente importante como marco de trabajo para muchos aspectos de la biología molecular que ocurrieron más tarde a lo largo del tiempo, como por ejemplo entender mecanismos como la replicación, transcripción, herencia, mutación y evolución, sólo por nombrar algunos.

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La confusión detrás de los árboles

El jueves pasado disfrutaba uno de mis últimos días de vacaciones. Contemplaba la arena, los juegos de los niños en la orilla. Sólo unos pocos osaban adentrarse en las aguas donde cientos de especímenes del phylum Cnidaria, más conocidos como aguas vivas, brindaban un espectáculo único de danza coordinada en una marea al tempo de adagio. Mi cuadro de verano perfecto se completaba con una silla playera, el equipo de mate, y mi lectura de verano: la biografía de Manuel Sadosky, matemático, pionero de la computación en Argentina, militante comunista que supo renunciar al partido apenas detectó que los actos y los hechos no se correlacionaban con los ideales.

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La ciencia y el turismo de trasplantes

En este preciso momento más de 6.000 personas esperan un trasplante de riñón en Argentina (incucai.gov.ar). Si nos guiamos por información de la Organización Mundial de la Salud que dice que se llevan a cabo solamente el 10% de los trasplantes que son necesarios realizar podremos darnos cuenta que con suerte 600 pacientes argentinos encontraran un órgano compatible durante el 2013. Con esta realidad, un paciente puede permanecer en la lista de espera hasta 5 años para conseguir un órgano compatible. Por supuesto que en esos cinco años de espera el paciente ve deteriorar su calidad de vida y en numerosos casos pensará en otras opciones, entre ellas el mercado negro de órganos y el llamado turismo de trasplantes.

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Polémica CFK – Darín: cómo discutimos los argentinos

En estos días en que el intercambio de opiniones entre el actor Ricardo Darín y la presidente Cristina Fernández de Kirchner está en boca de todos, es interesante reflexionar acerca del grado de madurez de nuestra sociedad en materia de discusión basada en la información y el poder de toma de decisión informada, dos aspectos clave dentro del proceso de pensamiento crítico (científico) y el avance del conocimiento.

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Mejor Ciencia no significa Mejor País

Es ampliamente reconocido en todo el mundo que la producción científica de calidad no se traduce automáticamente en una mejora de la calidad de vida, ni en crecimiento económico, ni en una disminución de las diferencias sociales, ni en mayor calidad educativa o cuidado del medio ambiente.
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