Por: Miguel Velardez
Un equipo de fútbol exitoso debe tener una sólida defensa que resuelva problemas y envíe pases de calidad a los compañeros que suben al ataque. Además, necesita un mediocampo que sepa recibir los envíos de los defensores, evaluar la posición en que se encuentran los delanteros y hacer pases decisivos para que un atacante marque el gol. Por último, requiere de delanteros efectivos aprovechen dichos pases y concreten el esfuerzo colectivo en el arco rival. Son ellos quienes aseguran la competitividad del equipo frente a los contrarios.
Siguiendo una analogía futbolera, los países juegan todos los días el campeonato de la competitividad, sin un fixture definido y en la cancha global. Y aquellos que buscan ser exitosos en el siglo XXI deben, sí o sí, apuntalar su competitividad en la ciencia, la tecnología y la innovación. El triunfo depende de cada uno de los jugadores que salen al campo y de su capacidad para funcionar en equipo.
Estos planteles son llamados sistemas nacionales de ciencia, tecnología e innovación (CTI). Sus “defensores” son los científicos y técnicos que cada día resuelven temas complejos, hacen el trabajo de base y defienden los pilares de la competitividad del país. Si bien el trabajo del defensor se percibe lejos del gol, nadie negaría su rol clave. Así como ningún director técnico sale a la cancha sin una defensa sólida, ningún país avanza sin científicos.
Luego está el mediocampo, conformado por los tecnólogos y desarrolladores que toman los adelantos científicos a fin de avanzar en el desarrollo de tecnologías que puedan solucionar una demanda concreta de la sociedad. Se valen de los conocimientos que pueden llevar con rapidez a un nuevo producto o servicio, desarrollan un prototipo y le pasan la pelota a los delanteros.
¿Y quiénes son los delanteros? Los innovadores y emprendedores. Ellos, en general, no tienen la fuerza y la constancia de los defensores, y no quieren perder tiempo analizando múltiples jugadas para ver cuál tiene potencial, como lo hacen los mediocampistas. El innovador ve la oportunidad de “llegar al arco” donde otros no la ven, piensa y se mueve con rapidez, tiene poco tiempo de acción y fracasa muchas veces. Eso sí, cuando tiene éxito, introduce un nuevo producto o servicio en el mercado, genera empleos, apalanca más inversión en el país, contribuye a generar una cultura de innovación y emprendedorismo, y lo más importante, hace que el país sea competitivo a nivel global. Eso sí que es un golazo.
Al igual que en los equipos de fútbol, para ganar el campeonato de la competitividad se necesita invertir en los jugadores. Mientras que los clubes son los únicos que invierten en sus planteles, los sistemas nacionales de CTI tienen un ecosistema de inversores interesados por la defensa, el mediocampo o la delantera.
Por lo general, en Argentina la inversión en los defensores/científicos la realiza el Estado, en forma de subsidios a proyectos de investigación que se llevan a cabo mayoritariamente en universidades y centros dependientes del CONICET. La inversión en el mediocampo es un poco más compleja y requiere aportes del Estado y del sector privado. Esta línea es muy dinámica: muy pocos proyectos de desarrollo alcanzan una etapa de prototipo con potencial para llegar al mercado. Si esto sucede, aparecen los inversores privados para inyectar fondos en la delantera: los emprendedores e innovadores que van a llevar el prototipo a un producto que la sociedad pueda aceptar y utilizar.
En la última década, Argentina formó un equipo de CTI un tanto atípico. Parece como si faltara un director técnico con personalidad, o como si a este no le dejaran formar el equipo necesario para ganar. Por un lado, el país reforzó la defensa. Desde 2002 a 2010 la inversión pública en investigación y desarrollo (I+D) pasó del 0,4 al 0,6% del PBI (RICyT). Sin embargo, en el mismo periodo, las empresas pasaron de invertir un 26% del gasto total del país en I+D (74% lo aporto el Estado), a un 22% en 2010. Es decir, si bien el gobierno aumentó su esfuerzo y participación, el sector empresarial tomó la dirección contraria.
Si comparamos Argentina con Corea de Sur observamos que por cada dólar invertido en I+D, el Estado argentino atrae 30 centavos de inversión privada, mientras que cada dólar que invierte el Estado Coreano atrae siete dólares de las empresas. Es decir, Corea consigue 23 veces más inversión privada para su sistema de CTI que nosotros. Cabe preguntarse ¿por qué en Argentina los empresarios no invierten en I+D?
Más allá de la activa política de promoción de la I+D que desde 2003 Argentina lleva adelante a través del MINCyT (antes SECyT), el modelo político-económico de la última década desalienta la innovación, ya que no brinda las condiciones necesarias para fomentar la inversión del sector privado. La alta inflación, la falta de previsibilidad y los mayores riesgos económicos asociados, los avatares del tipo de cambio, el cepo cambiario y la restricción a las importaciones minan el trabajo de los científicos, plantean obstáculos a los proyectos a largo plazo y, por ende, desincentivan la iniciativa privada.
Debemos ponernos ya mismo fomentar una cultura organizacional que promueva la investigación, el desarrollo y la innovación, asegurar el acceso del sector industrial a los conocimientos científicos avanzados y asegurar un modelo económico nacional que apuntale esta política de CTI. De esta manera, el país tendrá chances de ganar partidos en el campeonato de la competitividad global.