A esta altura del año se repite el mismo predecible montaje. Los protagonistas de siempre se disputan una mayor porción de la torta que pretenden repartirse. Participan de la discusión los sectores sindicales docentes por un lado y los administradores del gobierno de turno del otro lado del mostrador. Cuando las conversaciones se inician se plantea, con bastante cinismo, el ambicioso proyecto de mejorar integralmente el sistema educativo, siempre bajo el simpático paraguas discursivo de jerarquizar a la mal llamada educación pública, esa que pone orgullosos a los mas nostálgicos, como si el haber transitado por ella se constituyera en una epopeya casi heroica.
Ese sistema de educación estatal tan elogiado y que tantas añoranzas les trae a los más sensibles ha colapsado hace décadas exhibiendo sus debilidades conceptuales las que explican su contundente fracaso. Pese a la insistencia del gremialismo más ortodoxo y combativo por demostrar que su lucha para lograr una mayor dignidad no se ajusta estrictamente a lo remunerativo, toda la discusión finalmente se circunscribe a aspectos dinerarios, de bolsillo, solo cuánticos.
Los dirigentes sectoriales intentan mostrar con mucho esmero que les preocupa la situación actual de la infraestructura escolar, el estado edilicio de las unidades educativas, la escasez de elementos indispensables que precisa un docente para ejercer su tarea con eficiencia y otros aspectos más generales como la trillada calidad educativa, la necesaria capacitación y formación de los recursos humanos y su anhelada profesionalización. Pese a la retórica discursiva, y a lo cautivante de ese enfoque más integrador, todo el debate y fundamentalmente la puja, se agota invariablemente en un número, el del porcentaje de incremento salarial que han obtenido luego de la pulseada de fuerzas que ya es habitual.
Pareciera que una vez que se ha conseguido ese acuerdo económico, las supuestas preocupaciones, esa que fueron enunciadas con tanta vehemencia y pasión, pueden aguardar el próximo turno. De hecho esperan hasta el año entrante, para la misma época, volviendo al ruedo con idéntica metodología y con un desenlace igualmente predecible. Es como si esos ingredientes fueran necesarios para presentar de un modo menos materialista el reclamo real, como que los operadores sindicales entendieran que la presencia de esos condimentos adicionales, hicieran de la negociación un hecho social menos indigno. Algunos dicen que la incorporación de esos elementos a la búsqueda de consensos es genuina, pero es demasiado evidente que el acuerdo material finalmente diluye el resto de los planteos y hacen que su interés desaparezca, o al menos se minimice. Si en el tironeo fueran aceptados todos esos otros ítems, pero no el salarial, no habría acuerdo posible ya que la condición central es lo económico y el resto solo un complemento atractivo para hacer que la presentación general sea políticamente correcta y más amigable para la opinión pública.
Es paradójico que quienes viven denostando a los monopolios argumentando su peligrosidad en los abusos, no tengan la honestidad intelectual de decir que su negociación se apoya en buena medida en la construcción de posiciones monopólicas y en algunos casos hasta de un proceso de cartelización gremial para pulsear con mayor potencia. Afirman que un monopolio empresario es intrínsecamente malo, que el codicioso propietario en su insaciable búsqueda del lucro que atropellará a los más débiles. Cuando un gremio de trabajadores estatales único, y otro monopolio, en este caso el Estado como empleador y propietario del sistema educativo, se encuentran concertando las maldades parecen esfumarse casi por arte de magia.
La relación extorsiva que se genera entre el Estado y los gremios hace que unos y otros se apropien del sistema escolar, mientras recitan que les interesa la comunidad educativa, de la que forman parte los padres y los alumnos, quienes jamás son invitados a opinar en la mesa de diálogo, y mucho menos a conducir el desgastado sistema educativo estatal. Los problemas estructurales del sistema educativo no deben ceñirse a lo exclusivamente salarial de los educadores, ya que en su esencia están los componentes que explican su situación actual y fracaso secuencial. La formación de los educadores, sus talentos para desarrollar la actividad diaria, su actitud para enseñar a los más jóvenes, ni siquiera su supuesta dignidad, no está directamente vinculada al monto obtenido a cambio de su trabajo. La resolución es sustancialmente más compleja, pero estos asuntos jamás se abordan seriamente y siempre son postergados porque a las partes, al Estado y al sector sindical, no le importa lo suficiente.
El intento de lavarle la cara a este nuevo capítulo de la historia de siempre es una aventura sin posibilidad de éxito. Lugares comunes como el apoyo incondicional a la legitimidad del reclamo y la impunidad con la que se autoriza socialmente la disputa salarial no ayudan a solucionar los verdaderos problemas de la educación. Si realmente importa, interesa y conmueve el patético estado de situación de la educación, merece un replanteo de fondo, más profundo y sensato, que no pasa por lo salarial, sino por la estructura misma del sistema, ese que nadie quiere modificar como si se tratara de un santuario, porque esta quietud, esta situación actual, favorece claramente a los actores que se han acostumbrado a manejar el sistema como si fuera de su propiedad.
Gobernantes y sindicatos, con la anuencia de muchos educadores a los que los comprenden las “generales de la ley”, pero lo más grave, con la imprescindible complicidad de una sociedad que no se anima a decir lo que piensa por temor a la crítica, son los principales responsables de que nada cambie, de que todo siga igual, siendo funcionales a la mezquindad de los pocos que sienten que manejan los hilos de esta historia. No es una contradicción aislada, sino una secuencia de cuestiones que en realidad solo desnudan que los objetivos profundos son muy elementales. En definitiva, nada nuevo bajo el sol. Solo se trata de las eternas inconsistencias del paro docente.