Por: Alcira Argumedo
Al cumplirse diez años de gobiernos kirchneristas, una mirada en grandes rasgos de la concepción política que fueran manifestando permite resaltar la vocación de ejercer la suma del poder público, siguiendo el modelo provincial que lograra implantar Néstor Kirchner en Santa Cruz durante sus tres mandatos consecutivos. El secular debate entre la división de poderes y el ejercicio de un poder de carácter absoluto fue saldado en esa provincia imponiendo un férreo control del Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, con una Corte Suprema adicta, junto a la reelección indefinida. A ello se suma el concomitante control de la prensa, alcanzado a través de la compra o el hostigamiento de los medios televisivos, radiales y gráficos críticos; combinado con la utilización del empleo público como modo de subordinar y disciplinar a una masa importante de personas dependientes del favor oficial. Una suma del poder público necesaria para garantizar impunidad en los procesos de acumulación primitiva de la nueva burguesía nacional, como protagonista del capitalismo serio que promoviera desde su discurso de asunción de la presidencia en 2003.
Un ejercicio de contrastes entre aspectos enunciados por Néstor Kirchner en ese discurso y las realidades que exhibe esta fuerza política diez años después permite evaluar hasta dónde se han cumplido o no sus intenciones. Por entonces, se afirmaba la decisión de afrontar algunos de los temas más acuciantes del país:
“Cambio responsable, calidad institucional, fortalecimiento del rol de las instituciones con apego a la Constitución y a la ley y fuerte lucha contra la impunidad y la corrupción deben presidir no sólo los actos del Gobierno que comenzaremos sino toda la vida institucional y social de la República (…) Una garantía de que la lucha contra la corrupción y la impunidad será implacable, fortalecerá las instituciones sobre la base de eliminar toda posible sospecha sobre ellas“. (N. Kirchner, 2003)
Precisamente, el apego a la Constitución y el rol de las instituciones, junto a la impunidad y la corrupción, son dos grandes problemáticas que hoy están en el centro de la escena política nacional. Si bien se reconoce el mérito inicial de haber desplazado la Corte Suprema del menemismo, las leyes recientemente aprobadas por el Congreso Nacional para “democratizar la Justicia” -y en particular la reforma del Consejo de la Magistratura- tienden bajo toda evidencia a imponer un control y disciplinamiento del Poder Judicial: la elección partidaria de los integrantes del Consejo -encargado de la designación y destitución de los jueces- y la toma de decisiones por mayoría simple en vez de los dos tercios, facilita los trámites y pende como una amenaza cierta sobre la cabeza de aquellos magistrados que no se subordinen a la voluntad del Ejecutivo. Se elimina así la división de poderes como garantía del equilibrio democrático y toda posibilidad de oponer límites institucionales a los abusos de poder: un calco de la suma del poder público instaurado en Santa Cruz y, tal vez, el paso previo para legitimar la reelección indefinida de la presidencia de la Nación.
Por su parte, la lucha implacable contra la corrupción y la impunidad, a fin de fortalecer las instituciones y eliminar toda posible sospecha sobre ellas, también está lejos de lo que puede observarse. El enriquecimiento ilícito de funcionarios y empresarios amigos del gobierno -que en algunos casos ha alcanzado el 11.000% en diez años- es cada vez más difícil de encubrir, al margen de la buena disposición de jueces o fiscales como Norberto Oyarbide. Lo que sin duda se ha logrado es “reinstalar la movilidad social ascendente”, aunque no para todos. Si en poco tiempo un modesto empleado de banco pudo convertirse en un poderoso empresario y además comprar 25 estancias de unas 400.000 hectáreas, hay esperanzas de movilidad social ascendente. En todo caso, no debieran quejarse los millones de argentinos que, según cifras del Indec, han salido de la pobreza: ahora son solamente el 5.4% de la población los miembros de una familia que cuentan con menos de 13$ diarios para alimentarse y cubrir sus necesidades; los que disponen de 14$ o más, han dejado de ser pobres y están viviendo un proceso de movilidad social ascendente.
Junto a otros interrogantes, también nos preguntamos hasta dónde se ha cumplido en esta década la enunciada voluntad de gobernar con convicciones:
“No creo en el axioma de que cuando se gobierna se cambia convicción por pragmatismo. Eso constituye en verdad un ejercicio de hipocresía y cinismo“. (N. Kirchner, 2003)