Por: Alcira Argumedo
Henry Kissinger puede morir tranquilo: su proyecto se está consumando. El adolescente judío alemán que en 1938, cuando tenía 15 años, debió huir con sus padres a Estados Unidos perseguido por el nazismo, será el artífice de las más aberrantes estrategias norteamericanas hacia Nuestra América. Como secretario de Estado de los gobiernos de Richard Nixon y Gerald Ford entre 1969 y 1977, la política exterior impulsada en el “patio trasero” constituye una manifestación más de su concepción imperial y de la diabólica lucidez con la que sería capaz de imponer sus planes de sometimiento a mediano y largo plazo, sin importar los métodos ni los costos humanos y materiales. Al asumir sus funciones, el continente latinoamericano aparecía como un territorio hostil, con peligrosas aspiraciones de soberanía y justicia: Torrijos en Panamá, Velasco Alvarado en Perú, Torres en Bolivia, Allende en Chile, la resistencia de los trabajadores peronistas junto a jóvenes y estudiantes en Argentina o las movilizaciones en Uruguay, daban cuenta de manifestaciones rebeldes que cuestionaban con mayor o menor radicalidad sus intereses económicos y su hegemonía político-cultural. A su vez, la penetración de las corporaciones y bancos transnacionales en la región -que se había extendido desde los años sesenta- encontraba en las políticas proteccionistas y en las fronteras arancelarias, un serio obstáculo para promover economías de escala con mercados de alcance continental.
En ese contexto, a comienzos de los años setenta Estados Unidos impulsa una estrategia de restauración conservadora diseñada por Kissinger, con el objetivo de recomponer su hegemonía: las dictaduras militares sustentadas en terrorismo de Estado y articuladas en el Plan Cóndor debían aniquilar tales aspiraciones. Los golpes militares se suceden: en 1971, Bolivia; 1972, Uruguay; 1973, Chile; 1975, Perú; 1976, Argentina. Nuestro país iba a tener un tratamiento especial: en julio de 1976 -a los pocos meses de consumado el golpe militar- el secretario de Estado norteamericano viaja a Brasilia y firma un protocolo con la dictadura instaurada allí desde 1964, por el cual Brasil es ungido como delegado del Imperio en Sudamérica y en el Atlántico Sur. Se inicia así la política del satélite privilegiado. A partir de este protocolo, Estados Unidos y Brasil iban a decidir en encuentros bilaterales a realizarse cada seis meses las políticas a seguir en función de lo que ambos consideraran conveniente para estas áreas de influencia. Se buscaba neutralizar de esta manera la rebeldía existente a nivel mundial y regional en Naciones Unidas, OEA o Junta Interamericana de Defensa, que presentaban serios problemas para los intereses estadounidenses al no contar con mayorías incondicionales.
Aparte de sus funciones políticas, en el satélite privilegiado iba a concentrarse la producción industrial de las corporaciones transnacionales, a fin de cubrir desde allí mercados de dimensión continental, luego de derribar los obstáculos arancelarios e imponer criterios de libre mercado. En esa concepción, Argentina debía erradicar sus industrias mediante el cierre de fábricas o el traslado de empresas a Brasil, para retomar su papel de país productor de materias primas exportables -granos, carnes, petróleo, gas, minería, pesca- con bajo valor agregado. Asimismo era preciso eliminar las empresas y servicios públicos más rentables, junto al sistema de transporte ferroviario en favor de las corporaciones petroleras y automotrices. El ministro Martínez de Hoz, respaldado por una represión inhumana y la imposición del terror como modo de quebrar todo tipo de oposición política o social, inicia la tarea de desintegrar las industrias -en especial las Pymes de capital nacional- al tiempo que contrae una irracional deuda externa, siguiendo los postulados del capital financiero internacional. Además de las ventajas brindadas por las economías de escala al concentrarse la producción en Brasil, la desindustrialización argentina permitiría quebrar estructuralmente la resistencia de los trabajadores, debilitándolos por medio de la desocupación y la precarización laboral. En una dramática paradoja, luego de la caída del Muro de Berlín en 1989, esa tarea va a ser completada durante la década de los noventa en nombre de las tradiciones políticas populares.
El deterioro del sistema educativo público en todos sus niveles fue parte nodal de ese proyecto, al potenciar el debilitamiento estructural de las mayorías sociales: si una sociedad industrial requiere mano de obra calificada y con bases educativas de calidad, en el vuelco hacia un modelo agro-minero-exportador que genera desempleo y marginación social, esa calificación se torna peligrosa. En tal sentido, la estrategia restauradora concebida por Kissinger reproduce una convicción sustentada por los sectores dominantes de América Latina desde la etapa colonial. Ya en 1785 el virrey del Perú señalaba:
“El establecimiento de escuelas en los pueblos puede traer perniciosas consecuencias y los indios deben ser instruidos solamente en la doctrina cristiana, pues cualquier otra enseñanza es muy peligrosa respecto a que desde la conquista no ha habido parece, revolución de esos naturales que no proceda de algunos más instruidos”.
Si en Argentina el sistema educativo público había dado tres premios Nóbel en ciencias, esa peligrosidad debía neutralizarse. Las universidades nacionales fueron duramente golpeadas por la dictadura iniciada en 1966 con la “Noche de los bastones largos” y la de 1976 continuó la agresión, persiguiendo masivamente a docentes e investigadores, en un contraste significativo con el tratamiento de las universidades y los institutos de investigación científica que caracterizara a la dictadura militar del satélite privilegiado. Contando con la complicidad de las dirigencias políticas, la degradación del sistema primario y secundario se completaría durante los años noventa bajo un régimen democrático: la Ley Federal de Educación de 1993, promovida por el menemismo, será el principal instrumento.
El resultado de esa estrategia a largo plazo está a la vista: Brasil se ha transformado en una potencia emergente mientras la Argentina saqueada continúa su decadencia y es definida como “tierra de sacrificio”, con la instalación de producciones extractivas depredadoras que en muchos casos están prohibidas en las naciones del Occidente central. Otro indicador es el dramático deterioro de su sistema educativo, tanto público como privado, que en el transcurso de las últimas décadas ha caído desde los primeros lugares al triste puesto 59 entre 65 países del mundo. No podemos cerrar los ojos ante esta verdadera catástrofe económica, social y cultural: mientras casi el 50% de nuestros adolescentes y jóvenes entre 13 y18 años no ha ingresado o ha desertado del secundario, la mayoría de quienes están insertos en el sistema no comprenden lo que leen, muestran dificultades para resolver problema matemáticos relativamente simples y ocupan el primer lugar del ranking mundial en ausentismo. Son los anuncios de una nación sin futuro: el objetivo de Henry Kissinger. Está en nosotros aceptarlo sumisamente o afrontar el reto de ser protagonistas de una segunda emancipación.