Un relato en crisis terminal

Christian Castillo

El kirchnerismo llegó al Gobierno hace diez años con la misión de restaurar el poder de un Estado capitalista que había perdido gran parte de su legitimidad producto de la “crisis orgánica” (Gramsci) que signó el fin del “noventismo”, cuya última expresión fue el Gobierno de la Alianza, suplantado provisionalmente por la presidencia de Eduardo Duhalde. Esta crisis histórica sucedió a partir de la combinación de un crac económico y la insubordinación creciente de amplios sectores del movimiento de masas, que tuvo su máxima expresión el 19 y 20 de diciembre de 2001. En su tarea, los Kirchner tuvieron a su favor el “trabajo sucio” hecho por Duhalde con la devaluación (que produjo una caída del 40% del salario real) y también el cambio de tendencias en la economía internacional, con la suba de los precios de las materias primas y un período de crecimiento basado en el auge del crédito fácil en los EEUU.

Con una débil legitimidad “de origen” (tan solo un 22% de los votos), el kirchnerismo avanzó en conformar una alianza heterogénea que incluyó al aparato del PJ heredado del menemismo y del duhaldismo, a sectores del “progresismo”, a los que sedujo con un discurso “antinoventista” y de “defensa de los derechos humanos” (muchas veces, cooptación mediante), y a la burocracia sindical, fundamentalmente al moyanismo, que fue pilar del bloque gubernamental hasta su ruptura a fines de 2011.

Montado sobre la devaluación del peso, el ciclo extraordinario de crecimiento económico y el aumento exponencial de los ingresos por exportaciones le permitió inicialmente lograr hegemonía sobre el conjunto de las fracciones del empresariado industrial, financiero y agropecuario, a las que garantizó altos niveles de ganancias, a la vez que permitió una recuperación de los deprimidos salarios reales, particularmente de los sectores “en blanco” de la clase obrera, y un aumento del empleo, en gran medida precario. En los primeros años, el “dólar alto” y el reparto generalizado de subsidios fueron el alfa y el omega de su política económica, sin realizar ninguna transformación estructural respecto del país heredado de la contrarrevolución neoliberal noventista, a la que los Kirchner habían contribuido desde la gobernación de Santa Cruz, apoyando la privatización del petróleo y del gas.

Como políticos peronistas pragmáticos (bastante clásicos, por cierto), los K intentaron diferentes fórmulas de construcción política: del discurso de la “transversalidad”, de denostación del “pejotismo”, al giro al apoyo en los poderes fácticos del propio PJ y el “radicalismo K”, para luego ir a la combinación entre la construcción de una corriente más propia (Unidos y Organizados), con el aparato pejotista de gobernadores e intendentes, y la alianza con franjas relevantes de la burocracia sindical.

Desde el enfrentamiento con las patronales agrarias en 2008, el kirchnerismo ganó el apoyo activo de una franja de la intelectualidad “nacional y popular”, que jugó el papel de cubrirlo por izquierda y construir un “relato” progresista acerca de la política gubernamental, algo que fue continuado con el enfrentamiento al grupo Clarín y la sanción de la ley de medios, ocurrida un año después. La muerte de Kirchner fue un hito en la construcción de ese relato, donde se erigió una imagen de político que se habría jugado hasta el último momento por sus ideas, presentada como opuesta a la visión del político noventista preocupado principalmente en su enriquecimiento personal, sintetizada en la imagen del “Nestornauta”.

El 54% obtenido por Cristina en la elección de 2011 pareció coronar ese proceso, en que el oficialismo se había recuperado tras su crisis de 2009. Sin embargo, desde entonces, el Gobierno, lenta pero persistentemente, viene perdiendo apoyos, y el “relato” se ha vuelto cada vez menos creíble. La ruptura con Moyano, hasta entonces un aliado con peso propio, facilitó el pase a la oposición al Gobierno de franjas importantes de la clase trabajadora, como expresó la alta adhesión al paro general del 20 de noviembre de 2012, realizado contra el “impuesto al salario” -que cada vez afecta a más trabajadores-, contra la precariedad del trabajo y por el 82% móvil a los jubilados. La masacre social de Once volvió a poner en el tapete los escandalosos negociados sobre los que se ha mantenido el sistema ferroviario, algo que ya había evidenciado el crimen de Mariano Ferreyra, que tuvo como responsables a la tríada mafiosa de burócratas sindicales, empresarios concesionarios y funcionarios gubernamentales que se beneficiaron de este sistema instaurado bajo el menemismo.

Algo similar ocurrió con el crimen social producto de las inundaciones en La Plata, donde quedó claro la desidia de la casta de políticos profesionales que nos gobierna, que en diez años de contar con recursos récord no fueron capaces de realizar las obras para evitar la inundación de la capital de la principal provincia del país. Por el contrario, sólo se ocuparon de agravar la situación favoreciendo todo tipo de negociados inmobiliarios. Las denuncias del Proyecto X, y ahora las de la infiltración de un agente de la Policía Federal en la agencia de noticias alternativa Rodolfo Walsh, mostraron la falsedad del discurso de la “seguridad democrática” del Gobierno y cómo éste espía e infiltra a las organizaciones obreras, populares y de izquierda como cualquier Gobierno de derecha, aun violando sus propias leyes. Las denuncias de corrupción y el increíble enriquecimiento de los empresarios amigos del Gobierno y de los funcionarios gubernamentales, incluyendo a los propios Kirchner, han dejado sin sustento el mito de que se trata de políticos que serían distintos al modelo noventista. Puerto Madero es el punto de encuentro entre ambos “modelos”.

En el movimiento obrero, como ayer lo hicieron con Moyano (que al menos contaba con la referencia de haberse opuesto al menemismo y a los ajustes de la Alianza), hoy el oficialismo se apoya en burócratas de la calaña del servicio de inteligencia de la dictadura genocida, Gerardo Martínez, y en Cavalieri, Lescano, Caló o Pignanelli.

Después de diez años tenemos un país donde los monopolios imperialistas continúan controlando los recursos estratégicos de la economía; donde las multinacionales mineras siguen haciendo su agosto; donde los sojeros amasan fortunas mientras los campesinos pobres son desplazados de sus tierras; donde a la oligarquía no se le ha tocado ni una hectárea de sus tierras; donde el 75% de los jubilados cobra la mínima; donde el 35% de los trabajadores está “en negro” y la mitad de los asalariados cobra salarios inferiores a cuatro mil pesos; donde tres millones de familias no tiene acceso a una vivienda digna; donde se infiltra y se hace espionaje a las organizaciones populares; donde cinco mil luchadores se encuentran criminalizados; donde Julio López y Luciano Arruga siguen desaparecidos; donde tuvimos dieciocho muertos en protestas populares; donde las policías siguen controlando la trata de personas, el narcotráfico y los desarmaderos de autos, mientras se criminaliza la pobreza y no cesa de aumentar la población carcelaria; donde la deuda pública supera los doscientos mil millones de dólares a pesar de los pagos millonarios de estos años; donde los empresarios amigos y los funcionarios políticos se enriquecen a costa de los dineros públicos; donde los empresarios se la siguen “llevando en pala”, como admitió la presidenta en un rapto de sinceridad.

La continuidad de la dependencia y el atraso es el resultado de este nuevo intento frustrado de construir un “capitalismo en serio” de la mano de la “reconstrucción de la burguesía nacional”. Para el pueblo trabajador la alternativa no pueden ser las distintas variantes de la oposición patronal, ya sean Macri, el peronismo opositor, los radicales, Binner u otras variantes de la centroizquierda, todos comprometidos con los intereses de los sojeros, de los grandes empresarios que organizaron el golpe genocida y hoy siguen dominando económicamente el país, varios de los cuales hoy empujan a una megadevaluación contra el salario obrero.

Ante la decadencia del kirchnerismo, el gran desafío de la clase obrera, la única fuerza social con la potencialidad para dirigir al resto de la mayoría nacional y sacar al país del atraso y la dependencia y poner todos los recursos generados al servicio de paliar las necesidades populares y elevar su nivel de vida, es conseguir su independencia política. Al servicio de esta perspectiva, desde el PTS impulsamos activamente el Frente de Izquierda y de los Trabajadores, mientras estamos en la primera fila de la lucha por recuperar las organizaciones de los trabajadores en manos de la burocracia sindical, como lo hacemos en gremios como los de la alimentación, gráficos, subte, ferroviarios, docentes, telefónicos, aeronáuticos, estatales, metalúrgicos, automotrices.

Con la crisis capitalista internacional como elemento determinante del período que nos toca vivir, y ante la crisis terminal de un “relato” que no pudo cambiar sustancialmente las condiciones de atraso, dependencia y pobreza, la lucha por un gobierno de los trabajadores es más actual que nunca.