Siete de cada 10 hogares llegan justo a fin de mes

Claudio Lozano

La pobreza en Argentina es un problema estructural que en el discurso oficial se intenta desconocer vía una burda manipulación de las estadísticas del Indec, principalmente a través de la subestimación del índice de precios, insumo clave para la estimación de los indicadores de pobreza e indigencia. Este accionar conforma el intento por parte del Gobierno por instalar en su relato un cuadro social configurado por tasas de pobreza e indigencia tan bajas como insólitas del orden del 6,5% y 1,7% respectivamente, como resultado de las sucesivas subestimaciones de la tasa de inflación que desde el año 2007 no supera el 10% anual.

Sin embargo, con tan sólo considerar una pauta inflacionaria más acorde con el contexto inflacionario vigente -entre el 20/25% anual-, la realidad social de la población cambia sustancialmente y se distancia del relato oficial: la tasa de pobreza asciende a un 31,5% y aquella que más crudamente indica la porción de población que no tiene asegurado el aprovisionamiento diario de la cantidad de alimentos de subsistencia físicamente indispensables, es decir la tasa de indigencia asciende a un 10,8%.

Nuestro país no configuró la situación social vigente de un día  para el otro sino que coadyuvaron sucesivas crisis que disparaban los indicadores de desempleo, pobreza y desigualdad respecto a la etapa anterior con posteriores períodos de estabilización que implicaban una mejora de tales indicadores sociales, no logrando retornar nunca a los niveles previos. En efecto, el período de los últimos diez años que comienzan con la recuperación de la actividad económica luego de la crisis del año 2001 permitió la recomposición del cuadro social que hizo descender la tasa de pobreza del 57,5% al 26,9% al 2006, nivel éste levemente superior a la del año ’97, de la mano de un fenomenal crecimiento del empleo y los salarios.

Sin embargo, a partir del año 2007 -que no casualmente coincide con la intervención del Indec-, agotadas las condiciones iniciales que dieron lugar al crecimiento de la etapa anterior, se abrió paso a un proceso inflacionario creciente y persistente, que junto al debilitamiento en la generación del empleo, detuvo los rendimientos sociales imponiendo límites a la recuperación de los sectores populares en términos distributivos. De esta manera, nuestro presente configura un cuadro social sumamente deteriorado dado que 7 de cada 10 hogares no llega a fin de mes -en relación con una canasta de consumo de $7.000 para una familia tipo-, de ellos la mitad son pobres y un tercio pasa hambre.

De fondo de esta realidad social se halla la presencia estructural de una matriz distributiva desigual que pone límites a los momentos de mejora social. Por esta razón, no es posible cambio alguno sin asumir el desafío de encarar una reforma estructural de la matriz distributiva actual que involucre el replanteo del perfil productivo junto con la fijación de un verdadero piso de ingresos, derechos y garantías para el conjunto de los hogares a partir de programas efectivamente universales.

Resolver la pobreza hoy y de manera definitiva, por lo tanto, implica replantear el conjunto de relaciones sociales establecidas, el rol de la intervención pública en la actividad económica, en la inversión, y en la conformación de una arquitectura social que motorice al consumo popular como eje dinámico de la economía. Por eso decimos que en nuestro país la razón fundante de la pobreza es la desigualdad, ya que tan sólo con distribuir el 6,1% del PBI sería posible evitar que haya pobres y con el 1,5% terminar con el hambre.