Por: Eduardo Amadeo
A esta altura del partido, deberíamos ya haber aprendido que en la política argentina hay ciertas reglas que no se cumplen. A saber: a) que el aparato es lo que define las elecciones; b) que la gente vota en función de planes sociales; c) que la publicidad es definitoria; d) que las decisiones de cúpula definen el mapa electoral.
Es comprensible que el análisis político (y no solo de la prensa), busque predecir con el confort que da lo conocido según las reglas y el “sentido común” (las comillas son a propósito).
Pero la historia debería hacernos reflexionar. Antonio Cafiero y Graciela Fernandez Meijide derrotaron al aparato peronista y a los planes sociales (el PAN y las manzaneras). De La Rúa , Narváez y muchos intendentes en diversos contextos también demostraron que el aparato no es invencible; y que el voto de la gente premia la empatía con los procesos históricos antes que las fidelidades folklóricas.
Una mirada cuidadosa de algunos resultados no lejanos demuele la teoría del voto cautivo de los pobres, sobre todo cuando existe una fuerte sensación de cambio de época. Ni La Matanza, Merlo o Cuartel IX tienen dueño, aunque haya una base de fidelidad tradicional con el aparato.
En los análisis a posteriori se descubre que el candidato victorioso supo interpretar esos nuevos vientos; y que su mensaje llegó de las maneras menos pensadas a círculos que excedían en mucho los anillos urbanos mas confortables.
Es con estas ideas básicas que quiero agregar un comentario a lo mucho que se dice sobre la tozudez de Macri en mantener su estrategia de identidad. Veamos lo que sucedió en el último año
Sergio Massa desapareció porque, mientras sus adversarios mantenían cada uno una estrategia, él ensayaba diez tácticas. Llamarse “Frente Renovador” y acordar con Othacehe es un oxímoron que la gente percibe aunque no vea los programas políticos de bajo rating; y por eso se paga un precio en votos perdidos que no se recuperan. Una vez que la espuma de la cerveza baja, ya no vuelve a subir.
El kirchnerismo se ha encerrado sobre si mismo, apelando a la memoria de tiempos mejores, la monserga chauvinista y al miedo al cambio, logrando consolidar un voto propio.
Macri desarrolló una estrategia simple pero consistente: dejar de lado los estereotipos políticos que querían colocarlo en “la derecha”, con el simple expediente de mostrar resultados que benefician a ese colectivo que se llama la gente, e insistir en anticipar que la Argentina se encamina hacia un cambio de tiempo y estilo. Gestionar bien es una manera de escuchar y contestar a lo que esa gente necesita.
El kirchnerismo lo ayudó con su intemperancia y con episodios de mal gobierno que gotean cotidianamente hacia el electorado, afirmando la necesidad de nuevos tiempos.
La estrategia funcionó, más que en la intención de voto- que se duplicó en un año-, en sus fundamentos: imagen, techo y piso de voto, aceptación del cambio como concepto.
La nueva etapa podría denominarse de “cercanía intensa”, una suerte de épica en la que se quiere volver a la herramienta fundamental de la buena política: la credibilidad en el candidato y su proyecto sobre la base de la relación humana. Ni mas ni menos que eso es el timbreo, una estrategia que se cuela por dentro del aparentemente invencible aparato y le genera profundas grietas.
Macri esta tomando decisiones que ponen a prueba su capacidad de liderazgo, que es mucho más que fijarse en las editoriales o en las presiones corporativas. Es confiar en la gente, asumiendo que ha de responder positivamente a un diálogo silencioso, imperceptible pero que pone en sintonía sus deseos con la capacidad del líder para conducirlo por buen camino. La experiencia demuestra que no es un salto al vacío.