Por: Eleonora Bruzual
Entre las grandes películas que he visto en mi vida está Cabaret, realizada en 1972 y dirigida por Bob Fosse. Sus protagonistas con actuaciones magistrales nos llevan a través de la negación de los humanos cuando o no quieren o no soportan ver lo que está sucediendo a su alrededor.
Liza Minnelli interpretando a la cabaretera Sally Bowles, Michael York como Bryan Roberts el tímido estudiante de Cambridge que quiere ser un gran literato justo en el peor tiempo. Joel Grey, dando vida al personaje que más me atrapa: el maestro de ceremonias del Kit Kat Club, esa burbuja donde por ratos unos cínicos y otros ingenuos creen escapar del espanto que fuera de las paredes encortinadas se desarrolla.
Es la Alemania de los años 30… Ya Hitler está en el poder, ya del Libro del a Vida puede decirse que millones de seres habían sido sacados y era cuestión de tiempo que murieran devorados por la bestia nazi. Cada noche, en un Berlín donde retumban las botas de las hordas hitlerianas, en el Kit Kat Club un cínico da la bienvenida en varios idiomas… y le pregunta a un público allí concentrado: ¿Díganme, dónde están ahora sus problemas? ¿Verdad que no existen, que están olvidados?
Y la gente ríe, la gente se embriaga, la gente se desafora, porque es mejor la negación que la aceptación del horror. Y como quiero usar el símil del Kit Kat Club para desarrollar una idea y compartirla con ustedes mis lectores, me quedaré en una parte de la trama de Cabaret sin pasearme por otros asuntos trascendentes y magníficos de su guión, porque esa parte me permite ver en mi entorno y también más lejos, en la misma vastedad de un continente, cómo avanza el mal. Cómo atenaza y asfixia esa democracia que hemos creído eterna y hoy es una figura acongojada y miedosa, amenazada por envalentonados demonios renacidos gracias a la transfusión de petrodólares que desde la Venezuela hoy convertida en colonia cubana les suministra una banda colorada empoderada y traidora. La democracia desmontada y suplida por neotiranías que se excitan al pensar en reinos de mil años…
El Kit Kat Club en su franquicia chilena, mostrando en sus espacios a unos exultantes maestros de ceremonia que en verdad son enterradores de la democracia al avalar a tiranos y trasgresores y mostrarlos como figuras claves en un continente y un mundo que se aturde, coquetea irresponsablemente con el mal y prefiere no asomarse a ver qué realmente pasa fuera de ese club.
El Kit Kat Club colombiano que recibe a cientos de ampulosos y vanidosos defensores de un Proceso de Paz que lideran justamente los que aman la violencia y siembran el odio. El Kit Kat Club argentino repleto de políticos que embriagados de pedantería no ven más allá de sus ambiciones, esas que impiden toda unión contra los desatados enemigos de la democracia. El Kit Kat Club de Norteamérica que está atiborrado de los que no quieren ver cómo avanzan los sanguinarios enemigos de la libertad ya posicionados y dueños de muchas cabezas de playa.
El Kit Kat Club venezolano, un local perfecto para captar ingenuos a los que se les embarca una y otra vez en elecciones organizadas para que jamás puedan ganarlas. Club en el cual beben los más caros licores los que bailan con la estultez mientras banalizan todo y se fascinan de que aún se tengan revistas frívolas donde mostrar las grandes fiestas y los vestidos caros que todavía se ven en el único experimento comunista con petróleo, que ha enriquecido a vivarachos y sirve de mampara con la que esos favoritos del diablo cubren la última avanzada contra una pobre tierra devastada y donde la canción más solicitada es ¡Money, money!
Kit Kat Club en el cual los maestros de ceremonia -a veces tras bastidores- han sido Chávez y ahora sin tantos remilgos el tirano heredero Raúl Castro que con seguridad, si escuchan, vocifera: ¡Ya se los dije, aquí no hay problemas! Aquí la vida es hermosa. La robolución es hermosa y hasta el hambre, el terror y la muerte son hermosos… ¡Castrochavismo o muerte! Ya estamos a punto de vencerlos a todos.