Por: Ernesto Sanz
Si hay algo que caracteriza hoy al mundo es la falta de liderazgos fuertes, populares y confiables. Vivimos una época que arrastra conflictos de vieja data y no encuentra en los líderes mundiales respuestas a la altura de esos desafíos.
Tal vez parezca extraño que una opinión acerca de los dos años de papado de Francisco empiece con esta afirmación, pero comprender la magnitud del impacto y la ascendencia del Papa argentino implica entender el mundo en el que actúa. Francisco ha generado sorpresa, porque muchos esperaban que fuera un Papa más, encontraron en él un referente social y moral, en un mundo sediento de liderazgos y escaso de rumbos.
Cuando hace dos años, tras ver el humo blanco salir de la chimenea en el Vaticano, vi a Jorge Bergoglio aparecer en ese balcón ya como Papa, quedé impactado. Minutos después, en medios radiales, decía que era una oportunidad para todos y que ponía mis expectativas en un liderazgo fraterno para un mundo convulsionado. Dos años después, está claro que cumplió con creces, trajo aire nuevo a la Iglesia, un mensaje de paz a la humanidad y una constante invitación a desafiarnos a nosotros mismos y enfrentarnos con nuestras debilidades.
Desde que fue electo, Francisco renunció a privilegios, comodidades y beneficios, enfrentó sin eufemismos los grandes desafíos que acosan a la Iglesia y demostró que el cambio, cuando se lo desea y se lo promueve, sucede.
En dos años, Francisco ha instalado debates que merodeaban la periferia de la Iglesia a modo de tabú y en voz baja; auspició, y concretó, un encuentro impensado entre los líderes de Palestina e Israel e hizo de la opción cristiana por los pobres, mucho más que un slogan y una expresión de deseo.
Sería muy sencillo para mí vincular a Francisco a la política argentina, contraponer sus gestos y valores con los de nuestro Gobierno y enlazar la esperanza que irradia su liderazgo a la expectativa de un país distinto.
Más fácil sería, incluso, hacer hincapié en las incoherencias e inexplicables cambios de opinión que, dentro de la Casa Rosada, sucedieron con la elección de Bergoglio como Papa, cuando pasaron del estupor y el desprecio a la algarabía y triunfalismo.
Podría, pero no, no corresponde hacer de Francisco un factor de la política nacional. Prefiero destacar valores de ese argentino que sorprende gratamente al mundo y que se convirtió en una referencia de la tolerancia, el diálogo y la paz.
Por eso, hago tres reflexiones con los pies en Argentina y aplicables a todos nosotros. Primero, ese hombre nació, creció y se formó en nuestro país. Setenta y seis de sus setenta y ocho años, los vivió entre nosotros, como uno más. Ese líder que hoy sorprende al mundo es uno de los nuestros. En una sociedad, tan acostumbrada a autoflagelarse, nos hace bien ese argentino, que es una carta de esperanza para todos. Los valores de Francisco y la audacia de ese papa del fin del mundo, son mayoría en nuestra Argentina.
Segundo, a todos, en algún momento, la vida nos pone frente a desafíos que tal vez nunca imaginamos. Francisco llegó a Roma con setenta y seis años, tal vez lo más sencillo para él hubiera conducir la Iglesia en velocidad crucero, dejarla que camine al ritmo de su inercia. Lejos de ello, Francisco propició los cambios más importantes de la Iglesia en los últimos cuarenta años, evitó la comodidad de la continuidad y eligió la valentía que solo tienen los líderes.
Tercero, a Francisco más que admirarlo, hay que imitarlo; más que visitarlo, hay que escucharlo. El Papa argentino no puede ser una imagen para reverenciar o idolatrar, tiene que ser un ejemplo más de los muchos argentinos inspiradores, que nos muestran a nosotros mismos y al mundo, que Argentina puede ser mucho más, y que hacerlo, depende exclusivamente de nuestro convencimiento, nuestro compromiso y nuestra decisión.