La presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, recibió una herencia muy pesada de su antecesor. Obviamente, nadie es responsable por la marea negativa de la economía internacional, ni ella ni su predecesor. Pero hay mucho más que el mero infortunio de los ciclos del capitalismo.
Empecemos por lo más obvio: la crisis moral en Brasil. Apenas cumplido un año de gobierno ya se le habían ido ocho ministros, siete de ellos por sospechas de corrupción. Se puede alegar que quien nombra a un ministro debe saber lo que hace. Sin duda. Pero hay circunstancias.
Dadas las condiciones de la elección, en la que el antecesor desempeñó un papel electoral decisivo, sería difícil rechazar de plano a sus afiliados. Las sospechas, antes de que se materialicen en indicios, son frágiles ante la obsesión por formar mayorías hegemónicas, enfermedad del Partido de los Trabajadores. Pero no fue sólo eso. ¿Acaso el juicio del escándalo de las “mensualidades” no acaba de llegar a los tribunales, precisamente ahora, a medio mandato? De tal desvío de conducta, la presidenta pasó de largo y se sigue distanciando. Pero su partido sigue adelante. Invoca la práctica de un delito para encubrir otro, repitiendo que el dinero desviado era “sólo” para su caja-2 electoral (el financiamiento no declarado de campaña).
Sucede que, a pesar de los ingentes esfuerzos del ex presidente Luiz Inacio Lula da Silva por justificar un delito con otro “menor” – desde que en París dio una tenebrosa entrevista hasta su reciente reiteración al periódico The New York Times de que no hubo ”mensualidades’’ – se va formando el consenso jurídico, por lo demás ya formado en la sociedad, de que desviar dinero es un delito, ya sea para la caja-2 o para comprar apoyos políticos en el Congreso, y que, de hecho, hubo incluso búsqueda de hegemonía, pagada a precio de oro ajeno.
Pero no fue sólo eso lo que Lula le dejó como herencia a su sucesora. En los años de bonanza, en lugar de aprovechar las tasas razonables de crecimiento – propiciadas más por la demanda externa que por las buenas políticas internas – para tratar de aumentar el ahorro público e invertir en lo que es necesario para darle continuidad al crecimiento productivo, prefirió gobernar con sabor de popularidad. Aumentó los salarios y expandió los créditos, medidas que serían positivas si fueran acompañadas por otras.
Dejó de lado las reformas políticamente costosas: no se enfrentó con las cuestiones reglamentarias para acelerar las asociaciones público-privadas y retomar con energía y seriedad las concesiones de ciertos servicios públicos. A despecho de la abundancia de los recursos fiscales, dejó de racionalizar las prácticas tributarias, en un momento en que la eliminación de impuestos podría hacerse sin consecuencias negativas. Basta con ver que la oposición consiguió suprimir la CPMF – Contribución Provisional Sobre Movimientos Financieros – recortando 50 mil millones de reales en impuestos, y que la derrama se mantuvo impávida.
Es larga la lista de lo que faltó hacer cuando hubiera sido más fácil. En la cuestión del seguro social, el único “avance” no llegó a concretarse: la creación de un seguro social complementaria para los funcionarios públicos que llegaran a ingresar después de la reforma. La medida fue aprobada pero su ejecución dependía de la ley subsecuente que regulara los fondos suplementarios, y ésta nunca fue aprobada. Así, los cientos de miles de recién ingresados al servicio público en la era de Lula siguieron beneficiándose de la regla anterior, a despecho de la supuesta “reforma”. Fue preciso que el gobierno actual tomara más medidas para reducir, en el futuro, el déficit del Seguro Social.
¿Qué puede decirse, entonces, de las modificaciones para flexibilizar la legislación laboral e incentivar el empleo formal? La propuesta enviada por mi gobierno con ese objetivo, y garantizando todos los derechos laborales previstos en la Constitución, fue aprobada en la Cámara de Diputados y retirada del Senado por el gobierno de Lula en 2003. Ahora es el mismo Sindicato Metalúrgico de São Bernardo do Campo el que pide la misma cosa.
Pero el “hegemonismo” y la popularidad a costa del futuro forzaron otro camino: el de los “proyectos de impacto” cultivados en ciertos períodos de autoritarismo militar. Proyectos que no pasan del papel y que, cuando pasan, le salen carísimos a la Tesorería y tienen una utilidad relativa. El ejemplo clásico es la creación forzada de astilleros nacionales para producir buques-tanque para Petrobrás (pagados, naturalmente, por los contribuyentes, ya sea a través del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social, sea por los altos precios desembolsados por Petrobrás, la compañía petrolera estatal). Después de la botadura del primer navío, en medio de fanfarrias y discursos presidenciales, pasaron meses para que se descubriera que el costo no merecía tanta alabanza.
¿Qué puede decirse de los atrasos del proyecto de transposición de parte de las aguas del río São Francisco (sin discutir las consecuencias ecológicas y su provecho económico), del ferrocarril Nova Transnordestina o también de la fábrica de diesel a partir de ricino? Todo relegado a las cuentas por pagar del olvido.
Lo que pesa más como herencia es la desorientación de la política energética. Callemos sobre las fábricas movidas ”a hilo de agua’’, cuya electricidad, para que la empresa fuera viable, tendría que ser vendida como si la producción fuera estable el año entero y no dependiera de las estaciones. Fue preciso que la presidenta substituyera al compañero que dirigía Petrobrás para que el país tuviera conocimiento de lo que el mercado ya había descubierto, reduciendo casi a la mitad el valor de la empresa.
El costo de la refinería de Pernambuco, en el noreste de Brasil, será diez veces superior al previsto; están prometidas tres refinerías más – siempre con fanfarrias – que deberán ser postergadas al infinito. El precio de la gasolina, controlado por el gobierno, no es compatible con los esfuerzos de capitalización de Petrobrás. Como consecuencia de su abaratamiento forzado – que ayuda a la política de expansión ilimitada de autos, con sus consecuencias de congestiones de tránsito y contaminación – la producción de etanol se desorganizó a tal punto que ¡ahora importamos etanol de maíz de Estados Unidos!
Con todo eso, y a pesar de estar gastando más divisas que antes con la importación de crudo, Lula no vaciló en dejarse fotografiar con las manos manchadas de petróleo para proclamar la autosuficiencia de la producción, en el preciso momento en que se reducía la productividad de la extracción. En el rosario de desatinos, los pozos secos, ocurrencia normal en este tipo de exploración, dejaron de ser presentados como pérdidas, para que el país siguiera extasiado con las riquezas del manto pre-salino, que sólo se materializarán cuando la tecnología permita extraer el crudo a precios competitivos. (¡Cuidado! Los terribles yanquis acaban de revolucionar la tecnología de extracción de gas y petróleo, lo que podría derribar los precios.)
Es pesada como plomo la herencia de este estilo bombástico de gobernar, que esconde males morales y perjuicios materiales sensibles para el futuro de la Nación.
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Distribuido por The New York Times Syndicate