Es difícil ocultar la desilusión

Fernando H. Cardoso

No soy propenso a quejas ni desalientos. No obstante, al pensar en lo que diría en este artículo sentí cierta melancolía. ¿Escribir otra vez sobre el escándalo del “mensalão” -las “mensualidades” (un sistema de compra de votos en el Parlamento)- y sobre el papel seminal del Supremo Tribunal Federal? Ya todo se sabe y todo está dicho. ¿Entrar en un nuevo escándalo, el del gabinete de la presidencia en San Pablo? No es mi estilo; no me da gusto escarbar en fechorías y refregar más piedras en quien, en esta materia, ya se desmoralizó bastante.

Traté de cambiar la atención dirigiéndome a la economía. Pero ¿de qué sirve repetir las críticas a los equívocos de la política petrolera, que comenzaron con la redefinición de las normas para la exploración del manto presalino? Las nuevas reglas crearon un sistema de reparto que se presentó como inspirado en el “modelo noruego” (en el cual, los resultados de la riqueza petrolera se quedan en un fondo soberano, lejos de los gastos locales, para asegurar el bienestar de las generaciones futuras), cuando la verdad es que se asemeja al modelo adoptado en países con regímenes autoritarios.

Hasta ahora, el nuevo modelo solamente ha generado atrasos, costos excesivos y estancamiento, además de una lucha mezquina (e injusta para los estados productores) respecto de regalías que todavía no se producen y que, cuando existan, serán una llave abierta para el gasto corriente y las presiones inflacionarias.

La contención del precio de la gasolina ya se volvió rutina, aunque afecta la rentabilidad de Petróleo Brasileiro SA (Petrobras) y desorganiza la producción de etanol. El objetivo es asegurar la inflación mediante artificios y garantizar la satisfacción de los usuarios. Guardo silencio sobre los efectos de la reducción continua del impuesto sobre productos industrializados para vehículos y del combustible artificialmente barato. Ya los prefectos se ocuparán de ampliar calles y avenidas para dar cabida a tanto bienestar.

¿Y qué decir del intento de recortar el costo de la energía eléctrico, que tuvo como resultado inmediato la pérdida de valor de las acciones de las empresas? ¿Y esa asamblea de altos funcionarios que desdijo lo anunciado y, sin ninguna seguridad de cómo se ajustará el valor del patrimonio de las empresas, provocó una alza súbita de las acciones? Lo peor es que nadie será responsable por las posibles ganancias especulativas ocurridas por la falta de compostura verbal.

¿Valdría la pena insistir en que el tren bala es un desvarío en la coyuntura actual, pues terminará siendo pagado por los contribuyentes, como están siendo pagadas las fábricas mal licitadas? Para la construcción de éstas sólo acuden empresas estatales financiadas por el Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social, con dinero transferido de la Tesorería, es decir, el de usted, el mío, el nuestro. ¿Y las carreteras? ¿Y los aeropuertos? Y así sucesivamente.

Mirando en retrospectiva, en los años de la gran ilusión, allá por fines de los años 1970 y mediados de los 1980, nos aterrorizaban los “proyectos de impacto”, como la Autopista Transamazónica, el Ferrocarril de Aço y otros tantos, elaborados a partir de decisiones tecnocráticas de los gabinetes ministeriales. Protestábamos también por los indicios de corrupción.

No podríamos imaginar que después de las huelgas de los metalúrgicos de Sao Bernardo (duraron 41 días, a partir del 12 de mayo de 1980), y de las Directas Ya (el movimiento civil en 1983-1984 que exigió elecciones presidenciales directas), las mismas distorsiones serían practicadas por quienes entonces las combatían.

Se criticaba tanto al nepotismo como al compadrazgo, la falta de profesionalismo en la administración y la falta de transparencia en las decisiones y se imaginaba con tanta fe que un Congreso libre pondría coto a los desmanes que es difícil esconder la desilusión. Las proezas del cinismo y la lenidad practicadas por algunos de los personajes que aparecían como héroes salvadores son chocantes. Da lástima ver hoy a unos y otros confundidos en una cohorte de personajes dudosos que alegan no saber nada de fechorías.

Lo que entristece, empero, no es sólo la conducta de algunas personas. Es el silencio de las instituciones democráticas. Los medios hablan y cumplen con su papel. Lo cumplen tan bien que son confundidos por quienes soportan las fechorías como si fueran ellos y no la policía los que descubren los desatinos o como si sirvieran a la oposición, interesada en desgastar al gobierno.

Recientemente, algunas instituciones del Estado en Brasil han empezado a actuar responsablemente: el Ministerio Público poco a poco ha perdido su pátina ideológica para concentrarse en lo que es debido, la defensa de la ley a nombre de la sociedad. Los tribunales, especialmente después de que se organizó el Consejo Nacional de Justicia (creado en 2004, el CNJ desarrolla programas y proyectos para garantizar el control procesal y administrativa, la transparencia y el desarrollo del Poder Judicial), empiezan a sacudirse la pereza y a juzgar, dándoles igual si el reo es potentado o pobretón. Pero el Congreso y los partidos están lejos de corresponder a las ansias de quienes redactamos la constitución de 1988.

El congreso, que en la Carta Magna de 1988, por su inspiración inicial parlamentarista, quedó con enormes responsabilidades de fiscalización, prefiere callar y someterse dócilmente al Ejecutivo. Volvemos a los tiempos de la Antigua República (o la Primera República) de 1889-1930, con unas elecciones a punta de castigos (una forma de elección en la que el voto era abierto y no secreto, y los caciques políticos controlaban a los electores) y las Comisiones de Verificación de los Poderes, que anulaban a los oposicionistas. Sólo que ahora somos “modernos”: no se hace fraude en el voto; las mayorías se aseguran en los mostradores de los ministerios, ricos en contratos, y por torcidas enmiendas parlamentarias. Con mayorías de 80%, parece hasta injusto pedir que actúe la oposición. ¿Cómo?

De todas maneras, es necesario vociferar y mostrar indignación y repulsa, aunque poca se consiga en la práctica, aun sin esperanzas de victoria o retribución inmediata, como se hacía en tiempos del autoritarismo. No hay bien que dure toda la vida ni mal que no se acabe. Llegará el momento, como llegó en los años 1980, en que, con toda la apariencia del poder, el sistema hará agua. Entre los cientos o quizá miles de personas que se benefician con la maquinaria del poder y los millones de personas “emergentes”, ávidas de mejorar sus condiciones de vida en este Brasil eterno, hay espacio para nuevos sermones.

¿Nuevas ilusiones? Quién sabe. Pero sin ellas, queda sólo la rutina de lo ya visto, de las fechorías y de los “no sé, no vi, no me comprometo”.

 

© 2012 Agencia O Globo (Distribuido por The New York Times Syndicate)