Después de los cálidos días del cambio de año, San Pablo se volvió más amena. Las vacaciones escolares, el tránsito menos atormentado, los cines más vacíos y la temperatura agradable invitaban al descanso.
Fui a ver una película admirable, Amour (2012), en la que los actores Emmanuelle Riva y Jean-Louis Trintignant, dirigidos por Michael Haneke, desarrollan la trama de la relación entre una pareja de viejos músicos que lleva una vida confortable, para las normas europeas, aunque sin servicio doméstico y aislada de los familiares.
Además de eso, en la vejez se padecen contratiempos. El derrame que sufre la mujer no debilita la ternura del marido. Pero la vida cotidiana es dura: él tiene que cargarla para ir al baño, le tiene que dar de comer en la boca, etcétera.
Ante el empeoramiento de la salud de la madre, la hija tiene dificultades para entender y lidiar con la situación, denotando más angustia que afecto y, quizá, cierta preocupación material con lo que pueda quedar. El yerno es insoportable y los nietos no aparecen. Resultado, los dos viejos se van consumiendo en un mundo que es sólo de ellos, entre buenos recuerdos y la desesperación hasta el último gesto de amor.
Así son las relaciones humanas: ambiguas, cambiantes, llenas de pasión y de odio. Pero en cada generación, aunque sea en la tensión y la discordia, se entiende el lenguaje del otro. La vivencia de las mismas situaciones crea referencias que atiborran la razón.
Todavía bajo el impacto de Amour participé en una cena con la pareja de Grecia y Roberto Schwartz (un crítico literario), amigos desde hace más de 50 años. Nos vemos de tiempo en tiempo, manteniendo la amistad aunque estemos separados en el campo político.
Por coincidencia, el día señalado para la cena, José Serra (ex gobernador del estado de San Pablo), otro amigo con quien he convivido desde hace más de medio siglo, tenían una cita en mi casa. Mis conversaciones con Serra son largas, durante horas corridas. Y rara vez terminan el mismo día, puesto que no soy noctívago. Serra llegó indispuesto. Imaginé que la conversación estaría limitada. Pero luego, con la franqueza suficiente para saber cada quien lo que piensa el otro, fluyó bien. De repente miré el reloj y advertí: “Dentro de poco llegará Roberto”. Serra se quedó.
Al cenar en un restaurante, empezamos la conversación recordando a un amigo común, Albert Hirschman. El gran economista recientemente fallecido tuvo enorme influencia sobre todos nosotros, como persona y como intelectual, lo que hizo amena la conversación. Él era una especie de renacentista contemporáneo, “artesano” de palabras e ideas, que no apreciaba las “grandes teorías” pero que, con sus miniaturas, arrojaba luz sobre la historia y la naturaleza de los conflictos sociales y humanos.
Pasado el momento de las convergencias, Roberto me preguntó: “Cuando ustedes (en teoría) eran socialistas, ¿qué querían y en qué creían?”
Yo le respondí: “Nuestro objetivo era mayor igualdad y el medio para lograrla era eliminar la apropiación privada de los medios de producción; todo lo demás era secundario, incluso la libertad”.
Me dije a mí mismo que había variaciones en la izquierda; los trotskistas hacía mucho denunciaban el terror estalinista, aunque algunos de sus líderes también lo hubieran practicado; la “izquierda democrática”, más liberal, no estaba comprometida con prácticas contra la libertad.
Me quedé pensando en qué tenía que ver esa discusión con los días actuales. ¿Quién piensa todavía en el “control colectivo” de los medios de producción? Solo quizá los nacional-desarrollistas que aman el capitalismo dirigido e identifican el Estado con la colectividad, aunque no por eso sean de izquierda.
En otro momento, Roberto, más fiel a las tesis clásicas de la izquierda, comentó: “¿No les parece que incluso sin referencia explícita a las clases sociales y sus luchas, éstas existen y se necesita una teoría que las sitúe en función de la forma contemporánea de acumulación del capital, incluso en China?”
Le respondí: “Sí me parece, pero tendría que proponerse una nueva teoría general del capital y de las relaciones de producción, pues la globalización modificó mucho las cosas”.
“No parece que la oposición burguesía-proletariado tenga la vigencia que tuvo en el pasado. La disolución del concepto de clases en las ‘categorías de ingreso’, llamadas clases A, B, C, D, o en esta ‘nueva clase media’ difícilmente se sustenta teóricamente”, agregué.
Otra vez, mirando la actualidad, ¿quién de la izquierda, del centro o de la derecha, es decir, en cualquier lugar del espectro político vigente, piensa en estas cuestiones? El gobierno del Partido de los Trabajadores (PT) es el primero en jactarse de la expansión de las “nuevas clases medias” y en celebrar los éxitos del capitalismo, quedando avergonzado cuando el “pequeño PIB” (producto interno bruto) parece comprometerlo.
Pasando de las consideraciones abstractas a terrenos más concretos, Serra criticó duramente la desindustrialización en curso, los desmanes en la administración por la penetración de los intereses políticos y clientelares, en fin, la conducción del PT.
A eso, Roberto replicó, como era de esperarse: “Pero ha habido avances sociales innegables”.
Y yo agregué que esos empezaron en mi gobierno.
“Está bien”, admitió, “pero ganaron más dimensión con el PT. Vean el acceso a las universidades con las cuotas”.
Por fin, jaque mate: ¿Y el escándalo de las “mensualidades” (un sistema de compra de votos parlamentarios)?
“¡Ah!, pero es la ‘derecha’ la que se regocija con las condenas, aunque sin ellas la justicia se vería comprometida”.
Serra, más incisivo, pregunta: “¿Y el PT es de izquierda?”
Silencio general.
Las categorías en las que estábamos de acuerdo nos impedían clasificar a los partidos actuales en la escala antigua en la que nos formamos.
Puede parecer que el desacuerdo era general, pero no. Conversábamos como quien hubiera vivido una misma historia política y cultural. Era un diálogo entre personas de la misma generación, a pesar de los desacuerdos que pudieran existir.
¿El diálogo que tuvimos tendría sentido para las nuevas generaciones? O quizá es que Fernando Gabeira (periodista y ex diputado federal por Río de Janeiro) tiene razón: “Las diferencias contemporáneas son conductuales (ser o no evangélico, aceptar o no el matrimonio gay, ser “verde” o “jurásico”, y así sucesivamente)”.
¿El diálogo cálido, y para nosotros interesante, que nos llevó sin darnos cuenta a retroceder en el tiempo, tendrá algún sentido para las nuevas generaciones? ¿O será que para ellas nosotros somos “los otros”?