En Brasil, las fuerzas gobiernistas, después de que se precipitaron en la campaña electoral, regresaron al diapasón antiguo: comparar los gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT) con los del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB). ¡Llega a ser enfermizo!
¿Será que no saben mirar para adelante? Las coyunturas cambian. Lo que es posible hacer en una fase dada no se puede hacer en otra; las políticas pueden y deben perfeccionarse. No obstante, en la lógica infantil prevaleciente, en lugar de preguntar qué cambió en el país en cada gobierno, en qué dirección y con qué velocidad, se hacen comparaciones sin sentido y se imaginan que todo empezó de cero en el primer día del gobierno de Lula.
En la cartilla de exaltación de los diez años del PT en el poder, con cubierta al estilo del realismo socialista en la que Dilma y Lula aparecen retratados como las dos caras de una misma criatura, la historia se reescribe para hacer que las estadísticas hablen como les interesa a los dueños del poder. Nada nuevo bajo el sol: sólo hay que recordar los museos soviéticos, donde se borraban de las fotos los rostros de los ex camaradas caídos en desgracia… El PSDB no debe de caer en esas trampas. Es mejor mirar de frente y dejar las provocaciones a quien guste de ellas.
En cuanto al futuro, el gobierno está demostrando miopía estratégica. Después de cuatro años iniciales de consolidación de la herencia bendita, la política económica tuvo que reaccionar al violento impacto de la crisis de 2007 y 2008. Fue necesario expandir, sin más demora, el gasto público, desahogar a los sectores productivos, ampliar el crédito a través de los bancos públicos, etcétera. En situaciones extraordinarias, medidas extraordinarias.
Pero la pipa fue torciendo la boca: la discrecionalidad gubernamental se volvió regla desde entonces. Con eso, la credibilidad del Banco Central fue puesta en jaque, así como la transparencia de las cuentas públicas. Aumentaron las dudas sobre la inflación futura y sobre el compromiso del gobierno con la responsabilidad fiscal.
No hay que exagerar en la crítica. Por ahora, el tren no ha descarrilado. Pero las señales que aseguraban el crecimiento con estabilidad (tipo de cambio fluctuante, metas inflacionarias y responsabilidad fiscal), aunque siguen en pie, cada vez se vuelven referencias más lejanas. La máquina gubernamental está descompuesta, como lo siente el mismo gobierno, y su incapacidad para repararla es preocupante.
Los expedientes utilizados hasta ahora con el propósito de acelerar el crecimiento no produjeron casi nada: el “PIBecito” –el pequeño PIB (producto interno bruto). En el ansia de acelerar la economía, el gobierno besó la cruz y apeló a las concesiones (puertos, aeropuertos, carreteras) e incluso la privatización (de partes de la distribución eléctrica, por ejemplo). Pero la visera ideológica, el hábito de encerrarse en pequeños grupos, la precariedad gerencial, no permiten dar efectividad a decisiones que lastiman el corazón de sus creencias arcaicas.
En tanto China siga impulsando las exportaciones de materias primas y de alimentos, todo se va arreglando. Pero aun así, la producción industrial se vuelve menos competitiva y pierde importancia relativa en el proceso productivo. La balanza comercial ya dejó de estar desahogada pero con el financiamiento extranjero, las cuentas van cerrando. En el corto plazo todo va bien. En el plazo más largo, vuelve a preocupar el fantasma de la “vulnerabilidad externa”.
Ya se ven en el horizonte señales de recuperación de la economía mundial. No me refiero a una incierta recuperación del empleo y del equilibrio fiscal, el primero en Estados Unidos y el segundo en algunos países de Europa. Me refiero a lo que resaltaba el austríaco-estadounidense Joseph Schumpeter (1883-1950), uno de los economistas más importantes del siglo XX (que popularizó el concepto de “destrucción creativa”), para explicar la naturaleza del crecimiento económico, una ola de innovaciones.
Probablemente será Estados Unidos el que encabece la nueva embestida económica mundial. El gas de esquisto y los nuevos métodos de extracción de petróleo convertirán a ese país en una gran potencia energética. Junto con él, Canadá, México, Argentina y Brasil pueden tener un lugar bajo el sol.
De ser eso verdad, se perfila una nueva geopolítica, en la que habría un polo chino-asiático por un lado y, por el otro, un polo americano. Eso en un contexto político y cultural que no acepta hegemonías, en el cual, no obstante, la multiplicidad de polos y subpolos requeriría una nueva institucionalidad global.
Ante esto, ¿cómo quedará Brasil? ¿Inclinado hacia el ALBA de inspiración chavista, de Hugo Chávez? ¿Al margen de la nueva alianza atlántica propuesta por Estados Unidos y que, por ahora, sólo contempla a América del Norte y Europa? ¿Iremos a fortalecer nuestros lazos con el lejano mundo árabe, o éste acabará por acomodarse en la pareja formada por China y la India, ambos países carentes de energía? ¿Y cómo se situará en la dinámica de la nueva fase del capitalismo global?
Que yo sepa, esto seguirá dependiendo del aumento continuo de la productividad, para asegurar las bases del bienestar social (que no será consecuencia automática de eso, sino de las políticas adecuadas).
Entonces, ¿cómo querer acelerar el crecimiento utilizando trucos y maquillajes, del tipo de los subsidios tópicos, la exención sectorial de impuestos, el rescate de empresas a través del “hospital” el Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social o la Caja Económica Federal?
Cuando el PSDB lanzó el plan real (un conjunto de medidas tomadas para estabilizar la economía brasileña en 1993-1994) percibió las oportunidades que se le abrían a Brasil con la globalización, habida cuenta de que ajustara su economía e iniciara políticas de inclusión social. En esa época, el PT no entendió de qué se trataba. Quería declarar la suspensión de pago de la deuda externa y apoyaba el inadecuado programa Hambre Cero, que jamás salió del papel.
Fueron las “bolsas” (programas sociales) que introdujo el PSDB lo que salvó al PT cuando éste, tardíamente, se dio cuenta de que era mejor seguir una política de transferencia directa de ingresos. En general se aferró a la idea de que la globalización era una ideología –el neoliberalismo– y no la manera contemporánea de organizar la producción, con base en tecnologías y normas nuevas.
¿No estará el PT repitiendo su error, con una interpretación miope del mundo y una lectura distorsionada del papel del Estado? La respuesta le toca al gobierno.
Al PSDB le corresponde ofrecer a su visión alternativa y un programa contemporáneo que amplíe las posibilidades de realización personal y colectiva de los brasileños. Sin olvidar el pasado, pero con los ojos en el futuro.