Pese a que parece difícil mantener el optimismo y las esperanzas ante el cuadro actual de crisis financiera y desatinos políticos, siempre hay que tratar de construir un futuro mejor.
El filósofo, físico y matemático René Descartes (1596-1650) decía que el sentido común era la cosa mejor distribuida entre las personas. En su época, el sentido común equivalía a la razón. En el lenguaje actual equivaldría a decir que el coeficiente de inteligencia (CI) se distribuye entre todas las personas siguiendo una curva que se mantiene inalterada en el tiempo, generación tras generación. ¿Será así? Es posible e incluso probable. Pero el sentido común también implica inteligencia emocional y prudencia al tomar decisiones. No basta ser inteligente: es necesario ser razonable y prudente para evitar que las pasiones se sobrepongan a la razón. Es preciso tener juicio.
Ahora, en el mundo en que vivimos, por lo menos en estos momentos, parece grande el riesgo de que las acciones impulsivas comprometan lo que es razonable. Cuando todavía se podía creer en que había una “lógica económica” para justificar acciones de fuerza –por ejemplo, en la época del colonialismo imperialista– la aversión a lo inaceptable (la subordinación de los pueblos a la acumulación de riquezas) venía seguida de la explicación “lógica” del porqué de las acciones: el objetivo era cumular riquezas y expandir el capitalismo.
Pero ¿cuál es la lógica ahora que Corea del Norte sale con la bravata (y quién sabe lo que hará) de que puede arrasar a Corea del Sur e incluso alcanzar la costa occidental de Estados Unidos?
¿Y qué puede decirse del presidente de Siria, Bashar Al-Assad, quien cerró su clínica oftalmológica en Londres en 1994, para prepararse para reemplazar a su padre en el poder en 2000, y que desde hace dos años está bombardeando a sus compatriotas?
Si fueran solo éstos los ejemplos… pero no. En la pequeña Chipre (una isla situada en el mar Mediterráneo oriental), cuyo sistema bancario se convirtió en refugio de capitales de procedencia dudosa, cuando no claramente resultantes de la corrupción y la evasión fiscal, se ve un gobierno que sin más ni más, temeroso de las presiones de los controladores financieros de la Unión Europea, no tuvo mejor idea que la de expropiar a los depositantes, fueran o no propietarios de capitales de origen discutible. Todavía menos flagrantemente absurdo, el mal manejo financiero y fiscal en la Unión Europea está llevando a los pueblos a la desesperación, pues es mucha la injusticia de hacer que pague por los desatinos de gobiernos y financieros quien no tiene la culpa.
Aunque no todo es desatino, claro. El presidente de Estados Unidos, Barack Obama, al tomar posesión de su primer mandato, dijo que su país debería invertir más en ciencia, tecnología y preparar una revolución productiva basada en la energía limpia, aunando conocimiento e innovación con la posibilidad de que la economía crezca sin destruir el ambiente.
Esta semana renovó esa creencia y parece que su país está saliendo de la crisis iniciada en 2008, haciendo lo que era necesario: abriendo nuevas áreas de inversiones, alterando la geopolítica de la energía y, quizá, dejando atrás los tremendos errores que causaron la explosión de los mercados financieros. ¿Será así? Esperemos que esta vez prevalezcan no sólo la razón cartesiana sino el sentido común y que se entienda que los mercados sin regulación desembocan en la irracionalidad.
En cuanto a nosotros, los brasileños, parece que tampoco aprendemos mucho de los errores voluntaristas del pasado. Somos reincidentes. Aunamos a los impulsos movidos por la buena voluntad cierta grandiosidad que no corresponde a la realidad. Al desear salir de la amenaza del bajo crecimiento económico a toda costa, cada día se anuncian nuevos planes y programas. Sin embargo, sólo salen del papel morosamente y muchas veces, ni eso ¿Por qué?
Tal vez porque creemos más en los grandes planes salvadores y menos en el método, en la rutina, en la persistencia y en la innovación para acelerar el camino. El gobierno, por ejemplo, percibió que el futuro depende del conocimiento y que prácticamente existe una escasez de gente calificada para que el país enfrente el futuro con más optimismo. Por lo tanto, había que proponer la “gran solución”. En lugar de tener escasos 8.500 becarios en el exterior, pasaríamos luego a 100.000 en cuatro años. Resultado: una profusión de becas, un menoscabo de la capacidad universitaria ya instalada y el envío al extranjero de muchos que ni siquiera conocen bien la lengua del país a donde van a estudiar.
Del mismo modo, al descubrirse que había petróleo en el manto presalino, abandonamos el etanol, olvidamos que los pozos se agotan, no invertimos lo suficiente en las áreas fuera del manto presalino y desdeñamos lo que de nuevo puede haber en el mundo, como las innovaciones en la extracción de petróleo y del gas de esquisto, como hicieron los estadounidenses.
Claro que aún hay oportunidades de recuperar el tiempo perdido y recuperar las esperanzas. Pero si en vez de cantar loas a lo que todavía no es palpable y dedicar tanto tiempo a pelear por las futuras regalías del petróleo, hubiéramos discutido metódicamente y sin tanto bombo las mejores alternativas energéticas, incluso las del mismo petróleo, y hubiéramos apoyado más las investigaciones y la innovación, probablemente ahora sentiríamos menos angustia por las oportunidades perdidas.
El comentario es válido para toda la infraestructura económica. ¡Ah! Si hubiéramos celebrado subastas bien organizadas para la competencia por las carreteras, los puertos, los aeropuertos y así sucesivamente, podríamos haber evitado el desperdicio de parte de “la mayor cosecha de granos de la historia” por las pésimas condiciones del transporte y el embarque de los productos.
Para remediarlo siempre se proponen más proyectos grandiosos y tanto el gobierno como sus heraldos se pierden en discursos grandilocuentes. ¿No es eso lo que ocurre también con las medidas para enfrentar las amenazas de una inflación aun más elevada? El inmediatismo y el atropello con la concesión de subsidios, exenciones y favores substituyen a la lenta persistencia en una línea de conducta coherente que, de manera menos extravagante, podría llevar al país a mejores tiempos.
No obstante, eso es posible. La incógnita de la ecuación es simple para formularse aunque difícil de ejecutarse: cómo pasar de la
cantidad a la calidad; de la palabrería a la gestión práctica; cómo en lugar de animar una sociedad de espectáculos (“nunca en la historia…”) construir una sociedad decente, en la que las palabras correspondan a los hechos y no a las piruetas virtuales.
Sigo creyendo que es posible. Pero es necesario cambiar de guardia. Esperemos a 2014.