Ya estaba preparándome para apelar a los brasileños, a fin de firmar un enérgico texto exigiendo acción en Asia del Consejo de Seguridad, castigo ejemplar para el terrorismo islámico e incluso un armisticio en la guerra de poderes entre nosotros. Sin embargo, viendo y oyendo los noticieros de esta semana, tuve la impresión (o la ilusión) de que se ha alejado el riesgo de la guerra atómica que podría desencadenar Corea del Norte. El atentado en Boston fue obra de un estadounidense naturalizado y no de terroristas de Al-Qaeda. Y el choque inevitable en Brasil entre el Congreso y el Supremo Tribunal Federal terminó en abrazos. Así que di marcha atrás y pude leer tranquilamente dos libros interesantes.
El primero fue el libro del sociólogo español Manuel Castells, Redes de indignación y esperanza. Con precisión, vivacidad y una enorme cantidad de información, Castells pasa revista a lo que sucedió en Islandia, Túnez, Egipto, España (el movimiento de los “Indignados”) y en Estados Unidos, donde el movimiento por la ocupación de los espacios públicos (“Ocupemos”) cobró cierta importancia.
Por detrás de esas protestas está el ciudadano común, informado y conectado a través de las “redes sociales” y por todo tipo de las modernas tecnologías de la información. Habiendo un clima psico-social que las lleve a la acción y algún factor desencadenante, las personas pueden salir del aislamiento para manifestarse. Dependiendo del factor desencadenante (desempleo, autocracia e inmolación de alguien como forma de protesta en ciertos casos, o pérdida del empleo y de las esperanzas en otros), las personas se movilizan, se juntan en grupos o en multitudes y se enfrentan al poder.
¿Cómo y por qué lo hacen? Para que ocurran esas acciones, no basta la tecnología. Es precisa una chispa de indignación a partir de un acto concreto de alguien (o de algunos). No obstante, más importante que el origen de la protesta es la forma en que se manifieste y se propague. La imagen es la clave para permitir un contagio rápido, a través de sitios web como YouTube y Facebook.
La chispa, no obstante, se aviva y se vuelve fuego y provoca reacciones cuando se junta la desconfianza profunda en las instituciones políticas con el deterioro de las condiciones materiales de vida. A eso se le suma frecuentemente la sensación de injusticia (como la desigualdad social, por ejemplo, o como la corrupción y la desatención de quienes mandan) que provoca ira e indignación, generalmente proveniente de una situación de miedo, lo que da lugar a su opuesto, la osadía. De ese modo se pasa del miedo a la esperanza.
Esas protestas tienen en común prescindir de líderes, manifestarse por la ocupación de un espacio público y hacer énfasis en la unidad del movimiento y la autonomía de los actores. Suelen ser autoreflexivas y poco pragmáticas.
Advierte Castells: “Sin embargo, son movimientos sociales con el objetivo de cambiar los valores de la sociedad”. Pueden tener consecuencias electorales pero no pretenden “cambiar el estado ni apoderarse de él”, agrega.
Más bien proponen una nueva utopía, la de la autonomía de las personas ante las instituciones. No por eso, empero, señala Castells, se oponen a la democracia representativa. Tan solo denuncian sus prácticas como se den en el momento, con pérdida de legitimidad. La influencia de esos movimientos sobre la política es limitada (depende de la apertura de las instituciones a negociar con los movimientos), pero expresan “la negación a legitimar a la clase política y la denuncia de su sometimiento a las élites financieras”.
El otro libro que leí fue The End of Power, escrito por Moisés Naím, asociado señor del Programa de Economía Internacional en el Fondo Carnegie para la Paz Internacional y columnista internacional del diario español El País. Su libro también trata del poder contemporáneo y de las formas en que se le refuta. Naím resalta el gigantismo del poder – el ”estado grande’’, las grandes organizaciones económicas internacionales, etcétera – y, simultáneamente, muestra que surgirán formas de micro poder capaces de minar las estructuras tradicionales del poder, las grandes organizaciones del estado (los congresos, los partidos políticos, las fuerzas armadas). Unos vetan a los otros y, además, la autonomía de los individuos y su constante búsqueda de espacio merman la capacidad del poder para ser efectivo.
Así como Castells, Naím reconoce la importancia de los movimientos de protesta contemporáneos y sabe que la pérdida de legitimidad de quienes mandan está en el origen de las revueltas contra las democracias representativas. Con una diferencia, pues Naím le apuesta al encuentro entre la protesta explosiva – ”apolítica’’, en el sentido de que es indiferente a la reconstrucción del estado de las instituciones – con la renovación de los partidos y de las instituciones. No ha perdido la esperanza en su restablecimiento entre la autonomía del individuo y la representación política en las instituciones, especialmente en los partidos.
Castells tampoco menosprecia el diálogo de los movimientos sociales con los líderes y los movimientos institucionales reformistas. Empero, tiene mayores esperanzas en que cambien los valores de la sociedad bajo la presión de los movimientos que en un cambio institucional forzado por ellos. El cambio cultural, para Castells, se vuelve la condición para los cambios políticos, mientras que Naím, con un enfoque más acorde con la tradición clásica, cree en la posibilidad de la relegitimación de las instituciones políticas.
Las consecuencias de esos análisis en nuestra vida cotidiana son obvias. Mientras haya una situación material razonable y un flujo de la información que refleje más el ánimo de los ”grandes actores’’ (los estados, los partidos, la lucha institucional) será ilusorio esperar que las personas pasen de la indignación (e incluso que tengan ese sentimiento) a la esperanza.
Sería ceguera, no obstante, imaginar que la rueda de la historia ya se detuvo y que siempre nos faltará indignación. Si las ganancias sociales propiciadas por la estabilización fueran erosionadas por la inflación (todavía estamos lejos de eso), el panorama podría cambiar. Eso no ocurrirá sin un gesto político de rechazo del juego habitual de engaños.
Mejor que esperar a ese cambio, empero, sería crear condiciones para evitar que se repitan los errores y disminuya aun más la legitimidad del poder.