Giró el reloj de arena de las PASO. Las urnas están a minutos. El país se encamina al traspaso del poder sin amenaza de fractura institucional. Todo un avance para nuestro sistema político. Es cierto. Pero el fantasma de la silla vacía de Carlos Menem sigue ahí. El spot que, ante la negativa del riojano de discutir mano a mano en la campaña de 1989, pergeñó ingeniosamente el radical Eduardo Angeloz está intacto. Argentina cumple 23 velitas de vida democrática y continúa careciendo de un debate presidencial televisivo.
La plataforma Argentina Debate, coordinada por Hernán Charosky, está haciendo un gran esfuerzo para saldar este déficit democrático. Hay significativos avances en las negociaciones con los equipos de asesores de las diferentes fuerzas políticas. El pronóstico indica que el cuatro de octubre, en la Facultad de Derecho de la UBA o en la Biblioteca Nacional, tendríamos -por fin- el primero a escala presidencial. Sería televisado por canales de aire y, siguiendo la estela del modelo que se emplea en Chile y Brasil, participarían todos los que superen el filtro de las PASO.
Ahora, sin caer en la apoteosis y teniendo en cuenta las limitaciones -lenguaje, códigos, normas, tiempos, etcétera- de la pantalla chica, ¿por qué es esencial un debate televisivo presidencial de carácter público para la salud política de un país?
En primer lugar, la función cardinal de toda campaña electoral es legitimar el sistema democrático. Por ende, el debate, al ser una pieza comunicacional capital del engranaje proselitista, también ayuda a robustecer el orden institucional. Es un espectáculo cívico de jerarquía que ejercita los principales músculos de la democracia: pluralismo, igualdad (se nivela a los candidatos de mayores y menores recursos materiales), libertad de expresión, competencia pacífica y respeto a las reglas.
Asimismo, es una oportunidad para que los ciudadanos absorban una información más pura que les permita ajustar, modificar o decidir sus preferencias políticas. Y esto es importante porque, debido a su genética dialógica, el debate rompe el cerco propagandístico caracterizado por el mensaje cerrado, lineal y unívoco que, a pesar de la interacción que trajo el universo 2.0, se encuentra en franca expansión. En otras palabras: colabora en sacarle a los candidatos algunos (solo algunos) de los ropajes decorativos que les coloca el marketing político.
La construcción de la agenda es también una arista a tener en cuenta. En una discusión de este tipo, por su proyección y su calado, se terminan de consolidar y jerarquizar los problemas -desigualdad, inseguridad, inflación, salud, educación, etcétera- que marcarán el resto de la carrera. Por eso, cada candidato, según sus objetivos y sus posibilidades, intentará imponer sus issues para arrimar a la mayor parte de los votantes a su oferta electoral.
Otro beneficio es la rendición de cuentas vertical. El debate televisivo, en este sentido, es valioso en dos direcciones: la ciudadanía adquiere el material para reclamarle -o no- al político el incumplimiento de sus promesas electorales y, en consecuencia, premiarlo o castigarlo en los siguientes comicios. En síntesis: es un instrumento más para ejercer la denominada accountability.
Yendo a lo estrictamente comunitario, incorporar a nuestra cultura política este evento comunicacional fortalecería el ritual deliberativo en el tejido social. Ingresaría en la esfera pública un incentivo más para reflexionar acerca del carácter organizativo de nuestra sociedad. Una excusa más para relacionarnos con el vecino, los amigos y la familia mediante el pensamiento político.
Y, con el arribo de las redes sociales, este proceso se intensificó de manera notoria, a tal punto que, cuando se apagan las cámaras, comienza la segunda batalla donde se “enfrentan” militantes, indecisos e, inclusive, los mismos participantes del debate. Este round digital, que puede dilatarse durante días, vale igual -o más- que el original para instalar la figura del ganador.
E ingresando al microcosmos de los candidatos, la herramienta audiovisual, como sostenía Eliseo Verón, permite preservar las tres dimensiones del discurso: el refuerzo, el enfrentamiento y la persuasión, lo que garantiza, en cierta medida, la riqueza del intercambio. Y, a su vez, abre el juego para que los juguetes de la retórica -el logos (argumentación), el ethos (el talante del que habla) y el pathos (la emoción generada a través del lenguaje corporal)- de nuestros líderes compitan por el beneplácito de la audiencia. En fin, elementos que posibilitan conocer mejor a los aspirantes.
Para matizar, vale aclarar que el debate televisivo también tiene sus críticos. Diversos académicos, analistas e intelectuales lo consideran superfluo, ficticio o, directamente, otro subterfugio más de la teledemocracia. Pero, limitándome a estas latitudes, no le vendría mal a nuestros clase política practicar, aunque sea por dos horas, la tolerancia, el respeto y la humildad. Quizás sea una buena excusa para imitarlos.