Por: Iván Carrino
Después de diez años de fiesta menemista con un breve interludio de presidentes “aburridos”, llegó la fiesta kirchnerista, que en mayo cumple 10 años. Es la fiesta del consumo y fue cuidadosamente descripta por la mismísima Presidenta durante su alocución frente al Congreso la semana pasada.
Luego de dar un paseo por los fabulosos aumentos salariales y la proliferación abrumadora de convenios colectivos de trabajo, la presidenta celebró la fiesta del consumo sentenciando: “…una de las claves de estos diez años: haber reconstruido un mercado interno de consumo; haber sostenido la demanda agregada a través de salarios, jubilaciones, etcétera”.
El problema fundamental es que para dar marcha a una fiesta de consumo se debe, en primer lugar, haber pasado por el torbellino de la producción y de la competitividad. Para verlo gráficamente, Ricardo Fort puede viajar a Miami para desayunar y volver, comprarse un Rolls Royce, dos o tres, pero antes de eso necesariamente debió producirse algo de valor (los chocolates) para sus clientes de manera de obtener ingresos para gastar.
Sin embargo, gracias a la ayuda de Duhalde y Remes Lenicov, en 2002, éste no fue el camino que siguió la Argentina en los últimos 10 años. El país, ya con Kirchner y Lavagna a la cabeza, no optó por la austeridad y la competencia que generan más y mejores bienes para consumir, sino que eligió desempolvar una máquina vieja que la Argentina parecía haber dejado en el olvido. La máquina de imprimir billetes.
Al liberarse de la convertibilidad y siguiendo a varios gurúes que aún hoy aconsejan a Europa hacer lo mismo que hicimos nosotros, la gestión Duhalde-Kirchner-de Kirchner se enfocó en el fomento del consumo interno propulsado principalmente por el aumento del gasto público y la inflación.
El problema es que diez años después de recurrir a este “atajo” para salir de la crisis, los problemas son cada vez más graves. La inflación es una de las más altas del mundo, afectando el ingreso de los más pobres. Además, la enorme demanda agregada generada por la inflación creó los problemas en la balanza comercial que derivaron en las posteriores trabas a las importaciones y luego en el feroz sistema de control de cambios. Por otro lado, para que los efectos de la inflación no se notaran tan rápido, se controlaron las tarifas de los servicios públicos, lo que desembocó en la crisis energética que atraviesa el país, donde cuando hace calor se corta la luz y cuando hace frío se corta el gas.
Las nefastas consecuencias de la inflación son muchísimas más pero lo importante aquí es que la fiesta de consumo que tanto celebra la presidenta es la primera responsable de todos los problemas que hoy enfrentan los argentinos a diario.
Cuando Menem adoptó el sistema de convertibilidad y privatizó algunas empresas en los ’90, le llegó una lluvia de financiamiento internacional que le sirvió para aumentar el gasto público y financiar el consumo. Allí no había boom de celulares porque casi no existían, pero sí hubo boom de heladeras.
Hoy, sin crédito, el prestamista no es el FMI sino el Banco Central y la fiesta kirchnerista, muy parecida a la anterior, muestra los síntomas de estar llegando a su inevitable final. Sólo queda esperar que esta vez la resaca no sea tan fuerte.