Por: Jorge Grispo
Con sólo apelar a nuestra memoria y mirar unos años para atrás, no muchos, sólo algunos pocos, la moneda americana -de gran arraigo como medida da valor en nuestro país- era útil para establecer los valores relativos de cierto tipo de bienes.
Hoy en día, cuando hablamos de comprar una vivienda, por ejemplo, la brecha entre el piso y el techo del valor del dólar ronda entre el 30% y el 35%, dependiendo del tipo de cotizaciones que se tengan en cuenta.
Lo mismo sucede al momento de cancelar una obligación contraída previamente en dólares americanos. Quien tomó, por ejemplo, una hipoteca para cubrir el saldo deudor de una operación de compra inmobiliaria, hoy dependerá del humor y de las necesidades de su acreedor para establecer el valor al cual las partes se pondrán de acuerdo.
Las distorsiones en el sinalagma contractual que se han generado a raíz del cepo cambiario perjudican tanto a los deudores, como a los acreedores. El mercado inmobiliario es un claro ejemplo del estancamiento que produce, en la práctica, este tipo de situaciones.
Nuestra cultura tiene arraigado desde hace mucho tiempo ya el valor del dólar americano como “valor referencial”. Claramente nuestra economía actual está pesificada, con lo cual, si no tuviéramos esa brecha cambiaria (entre el 30% y el 35%), seríamos los primeros en sostener las bondades de mantener y potenciar los precios de los bienes inmobiliarios, por ejemplo, en nuestra moneda local.
Si a lo anterior le agregamos el proceso inflacionario que estamos sufriendo, la imposición de un valor referencial en la moneda de curso legal en nuestro país se torna una tarea de muy difícil apreciación. Un departamento que tarde un tiempo prudencial en ser vendido -unos tres meses-, su valor publicado inicialmente no será el mismo, a moneda constante, que 90 días posteriores.
Dicho de otra manera, la moneda de curso legal es el medio de pago adoptado por un Estado, y que sirve para cancelar las obligaciones que contraemos. Imponer en forma obligatoria una sola moneda de curso legal en una nación es tanto como imponer un monopolio monetario, lo cual no es incorrecto, si todos los factores de la economía nacional confluyen en esa dirección.
Si tuviéramos acceso a la compra de dólares al precio oficial, no existiría posibilidad alguna de discutir, en punto al cumplimiento de una obligación contractual asumida previamente, que debe ser cancelada en la moneda de pago pactada por las partes.
“Pacta sunt servanda” es una locución latina a la cual apelamos los abogados para explicar que lo “pactado entre las partes es obligatorio”.
Nuestro Código Civil actual no contiene ninguna restricción a pactar y celebrar contratos cuyo cumplimiento deba realizarse en moneda extranjera (conf. arts. 617 y 619 del Código Civil). Sin perjuicio de que el peso es la moneda de curso legal en nuestra nación, si las partes pactaron que el pago se haría en dólares americanos, dicha obligación es válida y plenamente exigible.
El grave problema que se plantea para los deudores de obligaciones contraídas en moneda extranjera se relaciona directamente con las restricciones a su compra, a partir del 31 de octubre de 2011, fecha en la cual la AFIP, mediante la resolución 3210, impuso a las entidades financieras la obligación de consultar y registrar el importe en pesos de las operaciones cambiarias, condicionando su procedencia o no a la validación otorgada por el ente recaudador.
A partir de allí, siguieron las medidas que todos conocemos, y la brecha entre la compra de dólares al cambio oficial o en el mercado paralelo de cambios es hoy muy gravosa para quienes se ven privados de adquirir moneda al tipo de cambio oficial.
Este es el quid de la cuestión.
La Justicia no ha receptado en forma mayoritaria (sólo algunas pocas resoluciones) el reclamo de los deudores, ya sea aquellos que pidieron que se le ordene a la AFIP autorizar puntualmente, y para un caso particular, la compra de divisa extranjera, o bien metiéndose de lleno en la relación contractual en crisis, provocada por el desentendimiento entre el acreedor que pretende cobrar en dólares y el deudor que quiere pagar en pesos al tipo de cambio oficial.
La Corte Suprema de Justicia de la Nación aun no se ha pronunciado sobre este tema. Pero si tenemos en cuenta la “doctrina del esfuerzo compartido” que se elaboró a partir de la crisis institucional desatada en diciembre de 2001, tendremos una pauta de conducta que, en nuestra opinión, puede resultar valedera a la hora de dirimir este tipo de conflictos.
Es claro que cada caso es único y dependerá tanto de la posición de cada una de las partes contratantes, como de la forma en que ha sido escrito el “contrato” en cuestión.
Solucionar este tipo de conflictos requerirá un esfuerzo adicional tanto de las partes como de los letrados que las asistan para encontrar soluciones creativas que lleven la relación contractual a buen puerto.
El juicio es una alternativa válida únicamente si las partes no han podido resolver previamente sus diferencias. Vale la pena intentarlo. El deudor podrá iniciar una acción de consignación, por ejemplo, mientras que el acreedor hará lo propio promoviendo la ejecución de la deuda.
Quedará como tarea para nuestros jueces, en aquellos casos donde las partes fracasaron en llegar a un acuerdo, encontrar la fórmula justa para la resolución de ese conflicto particular.