Por: Julio Bárbaro
La teoría de los dos demonios está dando sus resultados. En su origen fue tan solo un recurso didáctico para separar la violencia del Estado y la peor derecha genocida de la originada en la revolución de la guerrilla. Era necesario analizar de manera distinta ambos fenómenos, en especial para condenar a la supuesta “reserva de Occidente”, que eran simples genocidas. Pero semejante demencia represiva no otorga lucidez a la víctima. Lo absurdo es que el peor de los demonios, el militar golpista, terminó dando una cuota de legalidad y virtud histórica a quien nunca lo hubiera merecido.
Los ministros de Seguridad, con el asesoramiento de conocidos cultores del odio a todo el que usa uniforme, fueron debilitando a nuestras fuerzas que decían conducir. Los uniformados de la democracia no pueden pensar lo mismo que los sobrevivientes cultores de la violencia. Y los que reivindican a la guerrilla, que nunca fueron capaces siquiera de tener una autocrítica y arrepentirse de tantos excesos, solo se sienten acreedores de la sociedad y le siguen pidiendo resarcimiento. Con semejante manera de pararse en la vida el absurdo hecho de que se ocupen de conducir a las fuerzas de seguridad no podía dejar de tener consecuencias.
Un gobierno convencido de que el poder esencial es el del dinero y la prebenda convocó a los fracasados de los setenta para que le presten una mística tan superada como discutible. El intento de inventar una supuesta izquierda o progresismo a partir de un origen feudal y autoritario termina devolviendo a nuestra sociedad a los temores del famoso 2001, del que tanto se habla por la misma razón de que dudamos haberlo superado. El sectarismo autoritario intentó amañar una democracia a su medida, con medios de comunicación y Justicia que de puro oficialista la denominaban legítima.
El fanatismo y la obsecuencia no suele convocar al talento, los errores agotaron la energía y las divisas, la seriedad y la paciencia. La dudosa moral de tantos personajes que ocupan los cargos cumple un rol disolvente en el intento de justificar la década como ganada en favor de la justicia social.
Y cuando nos hablan de década ganada uno siente que se refieren más a sus situaciones personales que a las mejoras de los necesitados. La rebelión policial está demostrando que estamos gobernados por ineptos, que los ministros intentan beneficiarse de los cargos sin siquiera saber qué piensan sus conducidos. La expansión de la crisis marca la debilidad del gobierno nacional. Ya habían intentado con la droga denunciar que tan solo se impone en las provincias donde los gobernadores no adhieren a la obsecuencia. Nada más autoritario que la absurda idea de cargar los males en los supuestos adversarios que para todo sectario se tratan como simples enemigos.
La triste idea de educar fuerzas armadas y de seguridad con los códigos anarquistas y desmadrados de los que insisten en “no criminalizar la protesta” está mostrando sus frutos amargos en el desorden de toda la sociedad. El orden es esencial a todo Estado y no está sujeto a veleidades ideológicas. Solo la ignorancia puede imaginar que la mano del Estado puede dividirse en blanda o dura, que individuos con la cara cubierta como simples delincuentes tienen derecho a agredir a las fuerzas del orden. Los delitos como los cortes de calles y rutas deben ser castigados con la cárcel y no convertidos en factores de negociación. La irracional idea de que el orden es de derechas y el caos de izquierda o progresista ha dañado demasiado a nuestra estructura social.
Ser de izquierda en la presente pasa por entender que debemos enfrentar la concentración económica, que mientras la riqueza no tenga límites tampoco los tendrá la miseria. Los Kirchner solo acordaron algunas leyes sociales que ni siquiera eran cuestionadas por el resto de la sociedad. La coyuntura generó los recursos y ellos cedieron solo una parte de ellos al necesitado. Demasiados fueron canalizados hacia amigos y camaradas.
Ninguna profesión humana puede ser conducida por individuos que desconocen sus códigos o, peor aún, que no respetan la profesión. La idea de que las fuerzas armadas y de seguridad guardan culpas más graves que los políticos que las conducen es tan falso como disolvente. Quienes carecen de estatura moral no tienen derecho a juzgar a nadie. Y menos aún a imaginar que detrás de todo uniforme se encierran defectos peores que en los supuestos militantes de dudoso pasado. Como solía decir el General Perón, “las instituciones no son ni buenas ni malas, dependen de los hombre que las conducen”, y en eso estamos.
Los civiles pueden conducir a los uniformados cuando son capaces de comprenderlos y tener valores que merezcan ser respetados. Ser capaces de conducir es poder contener al otro, y para eso no se necesitan provocaciones ni falta de respeto. Sentirse superior suele ser una limitación mental de los que son impotentes para serlo y echarle la culpa al otro de nada los libera, estamos viviente los resultados de una política, no hay conspiraciones, solo consecuencias.
La gravedad de lo que estamos viviendo se asienta en que es un fenómeno generalizado que demuestra que a la realidad no se la modifica con discursos, se necesita además experiencia y grandeza. Y eso es lo que realmente está faltando.