Por: Julio Bárbaro
Es mucho tiempo para haber aprendido tan poco. La dictadura fue la peor de la historia; fuera de ella, ni la política ni la guerrilla estaban a la altura de las circunstancias. Hacer justicia con la dictadura es tan imprescindible como absurdo que con sólo eso nos saquemos las culpas de encima. Son cuarenta años y Cuba recibe a Barack Obama, ese paraíso que generaba violencia para nuestro continente se disuelve con dignidad, pero no por eso menos derrotado.
Aquel golpe cayó sobre una sociedad políticamente desvalida y con una guerrilla convencida de que el verdadero poder estaba en la boca del fusil. Noches debatiendo sobre el seguro fracaso de la violencia; fuimos dueños de un importante espacio en la democracia, donde los guerreros derrotaron a los políticos y terminaron imponiendo el terrorismo. El fracaso de la violencia era absolutamente previsible para cualquiera que no se dejara llevar por el fanatismo.
La izquierda cabalgaba sobre la ilusión del fin del capitalismo; nunca imaginamos que el condenado era el comunismo. El materialismo se concebía como el dueño del futuro, las ideologías no aceptaban siquiera la permanencia de las religiones. Los católicos eran perseguidos como expresión del atraso en la Unión Soviética como en la misma Cuba. Los sueños de la rebeldía terminaron siendo las pesadillas del fracaso. Con el paso del tiempo, Stalin se parecía demasiado a Adolf Hitler; las dictaduras eran simples coberturas de las pretensiones ideológicas y las vidas humanas no eran respetadas donde el líder sustituía a la democracia.
Cuarenta años después, nuestra sociedad está mucho más atrasada que en aquellos tiempos. Retrocedimos quizás más que ningún otro país en el mundo. Entonces es necesario interrogarnos más allá de las terribles culpas de la dictadura, preguntarnos por qué nunca fuimos capaces de salir del resentimiento para ingresar a un verdadero progresismo, a participar de la política proponiendo ideas dignas de ser votadas y entendidas por el pueblo y no reduciendo nuestra protesta al simple espacio de la manifestación callejera que en rigor es una manera de asumirse como eterna minoría.
La democracia era y es reformista, y ese es el único camino que genera mejoras para los pueblos. Los supuestos revolucionarios terminan siendo tan solo una canalización del horror de la injusticia, pero nunca una energía que mejore la situación social.
Las décadas ocupadas por Carlos Menem y los Kirchner permitieron los dos peores males que nos lastiman: la concentración económica y la extranjerización de las empresas, y con ambos se acrecentó la deuda externa, más allá de los patrioteros discursos. La corrupción de la política fue el camino donde asociaron a demasiados en el vaciamiento económico.
La corrupción es dañina, pero la concentración económica no lo es menos. Todo va quedando en pocas manos, de la producción a la comercialización. Y este no es un problema económico, es esencialmente un problema político; se llevan más de lo que podemos producir y la consecuencia es siempre la miseria. Podrán venir algunos a invertir, terminarán como hasta ahora, llevándose mucho más de lo que prometieron aportar.
De las telefónicas a los laboratorios, de los supermercados a las petroleras, mientras nadie controle sus ganancias, sólo veremos cómo aumenta nuestra miseria.
No es un tema de cortar calles ni defender empleados públicos, no es necesaria una burocracia corrupta ni un socialismo imposible. Cuarenta años después seguimos sin entender por qué retrocedimos. El golpe fue nefasto, pero hoy todavía hay inocentes que creen en el derrame del mercado, mientras otros imaginan que la culpa es del imperialismo.
Necesitamos construir fuerzas políticas capaces de entender las necesidades de la sociedad y también de hacerse entender por esta para lograr su voto. Nuestro problema no es el poder de la derecha; hasta ahora no hemos sido capaces de estructurar una fuerza progresista digna de aparecer como un control a los monopolios y una ayuda a los necesitados. La burocracia es la peor negación de la justicia.
Cuarenta años después, debemos entender que con acusar a los genocidas no alcanza; estamos en deuda con la historia por no haber entendido su rumbo. El resentimiento y la venganza no tienen ningún sentido si no le devolvemos al progresismo la dignidad de la propuesta y la autocrítica, la humildad y la coherencia en la vida de sus militantes.
Algunos quisieron forzar una continuidad de aquel heroísmo sólo porque les cedieron un espacio en un gobierno que era esencialmente la negación de aquellos ideales. Tan exigente ayer, asombra que se hayan trasformado en tan acríticos hoy.
Mientras la riqueza no tenga límite, tampoco lo tendrá la miseria. Pasaron cuarenta años, es tiempo de asumir errores y gestar propuestas. Es tiempo de recordar, pero para asumir culpas y soñar futuros. Entonces sí, los cuarenta años habrán encontrado su sentido. Para entender el pasado no alcanza con condenar a los genocidas, falta la autocrítica que desnude nuestros propios errores, sólo entonces saldremos del resentimiento y estaremos en condiciones de convertir el ayer en sabiduría.
El peor error de la violencia de los setenta es haber devaluado la pasión por la participación política. La violencia pudo ser un instrumento contra la dictadura, terminó siendo nefasta en el seno de la democracia. Es tiempo de asumir que sólo en libertad puede haber progreso y justicia; es tiempo de participar en fuerzas que convoquen el voto mayoritario de la sociedad y también de superar la soberbia que nos llevó a ocupar el lugar de vanguardia iluminada.
Obama viene de Cuba. Soñamos que el marxismo derrotaba al capitalismo, no sólo nos equivocamos en nuestra realidad, sino también en el mundo. Es tiempo de asimilar tantos cambios y ponernos al servicio del conjunto. Y asumir que únicamente en democracia se puede avanzar en la distribución de la riqueza y en la voluntad de justicia social. El resto fueron sólo errores de nuestra juventud.