Por: Luis Rosales
“Aquí está, el hijo de Chávez dedicándole este triunfo a su padre…”. Así se refería a sí mismo Nicolás Maduro cuando en la plaza frente al Palacio de Miraflores se presentaba como el ganador de las elecciones presidenciales.
Eso es lo que afirma también el Consejo Nacional Electoral, cuando informaba que después de haber recibido los datos provenientes de prácticamente todos los centros de votación del país, el candidato oficialista se imponía por un muy pequeño margen sobre la oposición. Inmediatamente, Henrique Capriles desconocía este resultado y pedía que se cuenten uno a uno todos los votos.
Venezuela se encamina así a un territorio desconocido e inestable. Un chavismo debilitado y por primera vez desafiado seriamente en su legitimidad popular en medio de una profunda división y crispación de la sociedad, consecuencia de 14 años de odios y resentimientos fomentados desde lo alto del poder.
Maduro se rifó la herencia electoral de Chávez. La muerte del caudillo lo había impulsado a disponer de una ventaja de casi 20 puntos, de acuerdo con lo que mostraban las encuestas cuando se inició esta muy corta carrera por la presidencia. En las últimas semanas cometió innumerables errores que fueron desnudando la orfandad del régimen. Su propia personalidad, equivocaciones groseras en cuanto al discurso y la estrategia, lo que sumado a un agravamiento de la situación económica provocaron un desmoronamiento de esa diferencia. Si la campaña hubiera durado algunos días más, probablemente Capriles arrasaba.
Pero primero, lo primero. Hay que saber quién realmente ganó y el resultado definitivo tiene que ser aceptado en paz y armonía por todos los venezolanos. El estilo altanero y desafiante del candidato oficial durante toda la campaña, reafirmado en su primer discurso como virtual presidente electo, poco contribuye a la reconciliación de la Nación caribeña.
Más allá de lo que resulte del conteo de los votos, quien gane lo hará por una muy pequeña diferencia. Venezuela está partida por la mitad y quien gobierne debería tratar de reconciliar y no seguir profundizando el odio y el revanchismo.
Pero además la agenda de asignaturas pendientes es enorme. El “modelo” puesto en marcha por el socialismo del siglo XXI se tambalea como un edificio a punto de implotar. Muy alta inflación, escasez de productos básicos, retraso relativo de los salarios, asfixia casi terminal en todos los sectores, caída estrepitosa de la producción petrolera y una inseguridad descontrolada que ubica al país al tope de la lista mundial. Mucha política y discursos y muy pocas concreciones.
Si el presidente termina siendo Maduro, como lo indican las cifras oficiales, tendrá también que lidiar con la interna salvaje dentro del oficialismo, algo difícil en esta situación de debilidad en la que tendrá que rendir cuentas por su magro resultado electoral. Él representa al “castrismo” dentro de los sectores bolivarianos, enfrente se encuentran las Fuerzas Armadas, que ven con preocupación la infiltración cubana en los asuntos internos de Caracas, y los poderosos intereses económicos surgidos en estos 14 años de régimen, que tampoco quieren que se avance en una revolución de tinte marxista.
Venezuela partida y la legitimidad del régimen puesta en duda. Como suele suceder en la vida, a veces “el hijo” resulta menos que el “padre”.