Por: Luis Rosales
El cuento de hadas casi perfecto. Una joven plebeya que conoce a su príncipe azul, se casa y se transforma en reina. Máxima, una mujer muy hábil e inteligente que supo cautivar a todo un pueblo y trajo una bocanada de aire fresco a la monarquía. Una profesional muy destacada, que aprendió holandés, combinó su catolicismo natal con el calvinismo puritano de la familia de Orange Nassau, se ciñó estrictamente al protocolo, le dio descendencia a la corona, enamorando así no sólo al heredero sino también a su madre.
La abdicante reina Beatriz además de ser la soberana de uno de los países más ricos y poderosos de Europa, maneja una de sus fortunas más grandes. Un enorme patrimonio inmobiliario, en palacios, mansiones y propiedades, cuadros, obras de arte, joyas, todas herencias de hace siglos, consecuencia del control y manejo por parte de sus ancestros de estas prósperas tierras bajas, antes dominadas por los españoles. Pero también una riqueza vinculada a la Holanda moderna, con acciones y participaciones en varios de los grandes conglomerados internacionales que operan con base en Ámsterdam o Rotterdam. Todo esto heredará la joven nacida en el Barrio Norte de Buenos Aires.
Pero más allá de la felicidad y orgullo que nos produce como argentinos, Máxima tal vez pueda hacer una enorme contribución a la tierra de sus padres. Su gran impacto internacional y la cobertura global de su ascenso al trono vuelven a poner en el centro del debate esa aparente dualidad marcada entre nuestros talentos y éxitos individuales y nuestros permanentes fracasos colectivos.
El mejor futbolista del mundo, el Papa, deportistas en las diferentes disciplinas, premios nobel, profesores en las mejores universidades, científicos destacados, infinidad de argentinos que triunfan en todas partes y en todos las áreas. Demasiados ejemplos que conforman casi una constante de trascendencia internacional de los habitantes de un país relativamente intrascendente. Somos sólo 40 millones de personas, en el fin de la tierra, con muchos problemas y enfrentando una fuerte y prolongada declinación.
Messi, Bergoglio y ahora Zorreguieta, muestras destacadas de esta larga lista de personalidades que confirman que cuando disponemos de reglas de juego claras y se nos da la oportunidad, avanzamos y brillamos.
El cuento de hadas holandés podría también tener un final feliz argentino. Ayudarnos a entender que somos buenos y talentosos y que solo tenemos que implantar un sistema que nos contenga y nos impulse, para dar rienda suelta a nuestras habilidades. Un final feliz que buscamos y no encontramos desde hace décadas. Un epílogo para nuestra decadencia, que nos permita dar una vuelta de página para ponernos de lleno a construir la máxima Argentina con la que todos soñamos.