Por: Luis Rosales
El controvertido presidente Nicolás Maduro de Venezuela está viajando por la región. Busca conseguir respaldos internacionales a su muy debilitada presidencia, que padece de un pecado original. La mitad de sus compatriotas apenas lo reconocen como primer mandatario. Una situación muy dificultosa que en vez de ir evolucionando, como en casos similares que se registraron en otras democracias, va agravándose día a día. En los EEUU, después del escándalo de los votos de la Florida en la elección que llevó a la Casa Blanca a Bush hijo, o en México cuando Calderón ganaba por muy poco sin contar con el reconocimiento de su principal competidor, rápidamente los gobernantes discutidos tendieron puentes hacia aquellos que no los aceptaban y trataron de enfriar la situación hasta que finalmente el sistema se impuso. Ventajas de las democracias republicanas. Maduro, en cambio, con su actitud confrontativa permanente, tal vez copiada de los viejitos de La Habana, en vez de calmar los ánimos los exacerba a más no poder. Mostrando la peor cara del régimen heredado del comandante muerto, redobla la apuesta maltratando, denigrando y desconsiderando a aquellos que no lo votaron. Nada justifica esta actitud, mucho menos cuando los que son objeto de tanta diatriba oficial constituyen la mitad exacta del país. Maduro pareciera vivir en la irrealidad de creer que representa a una enorme mayoría de los venezolanos.
Hoy llega a la Argentina, después de visitar el Uruguay y camino hacia el Brasil. Todos países socios del bloque al que Venezuela entró durante la Cumbre de Mendoza, de junio del año pasado, al mismo tiempo que se suspendía a Paraguay. Que los presidentes de países cercanos y miembros del mismo bloque se visiten y reúnan no tiene nada de extraño. Caracas muestra con esto la preferencia e importancia que le da al Mercosur; por supuesto siempre después de Cuba, la primera escala de su viaje inaugural. El problema radica en que ni Mujica, ni mucho menos Rousseff, se dejan influenciar demasiado por las enseñanzas del modelo venezolano. Ambos, tienen orígenes y pergaminos indiscutidos para calificarse de auténticamente progresistas. Los dos tuvieron un pasado duro y sufrieron en carne propia la persecución de las dictaduras. La brasileña y el uruguayo son ejemplos de vida que dan testimonio de austeridad y hasta en el caso de Dilma, avanza sin cortapisas contra la corrupción endémica de su país, sin importar quién sea el que caiga. Las cosas no parecen ser iguales del otro lado del Río de la Plata. Desde hace unos meses el gobierno de la presidente Cristina Kirchner está aplicando peligrosamente el manual del buen chavista.
Primero en Caracas y luego en Quito y en La Paz, todos aquellos mandatarios que se autodenominan como bolivarianos van siguiendo el mismo guión. Montar un sistema enorme de ayuda social, justificado y muy necesitado por las aberraciones cometidas con anterioridad, pero que precisa de una enorme renta que lo financie o de la extracción casi abusiva de cuanto recurso disponible exista, a riesgo de terminar asfixiando a toda la economía. A cambio, se asegura amplias mayorías electorales. No se puede juzgar a los sectores más necesitados por entrar en este juego. Para muchos es la primera vez que alguien desde arriba se acuerda de ellos. Lo que sí es criticable es la actitud de aquellos que conscientes de lo efímero de esta situación reparten lo que ya no pueden generar. Una historia fantástica que se ha repetido hasta el hartazgo en diferentes momentos y en distintas sociedades y que siempre ha terminado mal. Todo se derrumba cuando ya no queda más que distribuir. El camino del desarrollo siempre ha sido más difícil, trabajoso y lento, pero una vez que se alcanza es mucho más digno y perdurable.
En América Latina no hace falta ser de derecha, golpista o ultraortodoxo para señalar las falencias del modelo bolivariano. Basta comparar los resultados obtenidos por Chávez, con los de Lula y Dilma, Lagos y Bachelet o Tabaré y Pepe. El camino de un socialismo a la europea, sin personalismos cuasi autoritarios, sin pérdidas de libertades, con respeto por las instituciones y con mucho menos corrupción, es posible. Ninguno de estos estadistas se sintieron eternos ni quisieron ser las personas más ricas de sus respectivos países, y, en todos los casos, lograron enfrentar con éxito a la pobreza y a la desigualdad aberrante que afecta a sus pueblos.
Cristina está a tiempo de rever sus posiciones. Tiene todavía dos años de mandato, en los que podría pasar al bronce si anunciara con fuerza su apego a las reglas de juego y comenzara a volar más alto que las peleas y rencores permanentes contra todos y todas. No tendría por qué renunciar a sus ideales y sus principios. Sólo debería escuchar y respetar al que piensa distinto, unir en vez de separar, calmar en vez de agitar, transparentar en vez de ocultar, sincerar en vez de insistir con las falacias del relato. Ser la Presidenta de los 40 millones de argentinos, como gusta llamarla la locutora oficial y no la jefa de una facción. Menos discursos eternos y autosuficientes y un poco más de reuniones e intercambios de opinión, aun con la oposición. Seguir el camino más civilizado y de estadista de los brasileros, chilenos o uruguayos, que la extenuante novela venezolana. Cristina ya está madura para animarse y a diferencia de Maduro, ojalá se decida pasar a la historia grande.