Primero fue el verbo, dice la Biblia, y el poeta agregó: “aún la atmósfera tiembla con la primera palabra, elaborada con pánico y gemido”. Como en el poema de Neruda, nuestras primeras palabras democráticas cargan con los miedos y el llanto dejados por el autoritarismo y treinta años después apenas configuran un balbuceo cívico, ya que el lenguaje público está dominado por los agravios y las descalificaciones personales, como si no pudiera despojarse de aquella atmósfera de maltrato y desconfianza de los tiempos en que nos desquiciamos como país. Tal vez, el gran cadáver que nos dejó la dictadura fue la política. Nació muerta, asesinada por la prédica autoritaria de que es algo sucio, y ensuciada por los que hicieron de los negocios públicos botines privados. ¿Cómo explicar, entonces, que en las vísperas de las tres décadas de la recuperación democrática no hemos sido capaces de construir un diálogo cívico, inherente a la vida con los otros. Si la democracia es el único sistema que legitima el conflicto ya que la libertad pone en movimiento intereses y derechos, ¿cómo resolver esas diferencias sin compartir un idioma común? El lenguaje público, el que se escucha en los medios, ya sea el de los dirigentes o de la gente, suena vulgar, altisonante, como si lo único que supiéramos hacer fuera gritar o insultar. Ese desprecio hecho de palabras desnuda nuestro atraso cultural político. Sesenta años después del fin de la Segunda Guerra Mundial, como en la Europa de entonces, los argentinos tenemos una concepción “confusa” de la democracia. Tal como lo observó Sartori, al igual que sucedió tras el nazismo, la democracia, lejos de convertirse en un ideal común apareció como una “distorsión terminológica “que desembocó en la ‘ofuscación’”. Tal como lo hizo el comunismo, que contraponía su “democracia real” a la “democracia formal o burguesa”, reducida a los partidos y al sufragio, nuestra tradición política, dominada por el peronismo, y la izquierda no democrática, descreen de la democracia. Porque tuve veinte años en los setenta pertenezco a esa generación que antes que decirse democrática se definía revolucionaria. En nombre del socialismo se aceptaba la violencia como forma política cuando la vida y la historia nos demostraron que la idea de que “el fin justifica los medios” desembocó en las mayores tragedias del siglo pasado, llámense nazismo, estalinismo o terrorismo de Estado.
La irresponsable idealización de los años setenta lleva a que se ignore que hoy existe unanimidad en torno a la idea que vincula a la democracia con los valores universales, consagrados por la Declaración de los Derechos del Hombre. El respeto a la libertad ajena y el derecho de cada uno a formarse su opinión con libertad, sin tutelas ni imposiciones. De modo que es una contradicción en sí misma invocar los Derechos Humanos y luego negar el derecho de los otros a expresarse. Hay en la idea democrática una profundidad y una verdad superior que se nos escapa. La democracia no es sólo ir a votar ni alternarse en el poder. “…Lo esencial de la democracia es que el poder no se identifica con los ocupantes del gobierno. No les pertenece. Es el lugar vacío que los ciudadanos periódicamente llenan con un representante, pudiendo revocar su mandato si no cumple con lo que fue delegado”, escribe Marilena Chauí, una de las intelectuales más brillantes de Brasil, fundadora del PT (Partido de los Trabajadores). De lo que se trata es saber que todas las personas son ciudadanos de derechos. Y cuando esos derechos no son garantizados se tiene el derecho y hasta la obligación de luchar para conseguirlos. Los derechos se conquistan. No son la dádiva de ningún gobernante generoso. Hoy pareciera ser que tenemos una democracia, sin demócratas. Pero como estamos de festejo y bellas palabras, parafraseando a Borges, como somos “la justificación de nuestro muertos”: la democracia no es de nadie, porque es de todos. A cuidarla, entonces.