Las choques de estos días son parte de un proceso que podríamos llamar el empeoramiento constante de la situación estratégica de Israel. Algo que se ha iniciado hace casi una década cuando las guerras de Afganistán y de Irak permitieron el auge de Irán a nivel regional. Luego, esta tendencia continuó con la guerra de 2006 con Hezbollah, que significó el fin de la idea de la “invencibilidad israelí”. El conflicto de Gaza de 2006 concluyó con una imagen internacional poco favorable de Israel. En 2010 el gobierno turco inició un alejamiento de Tel Aviv, algo que ha dado buenos dividendos en términos de softpower turco en la denominada “calle árabe”.
Finalmente, los procesos denominados comúnmente como “primavera árabe” han terminado con un interlocutor de larga data como Hosni Mubarak y ahora en su lugar la Hermandad Musulmana gobierna desde El Cairo. En Siria, por otra parte, la guerra civil y la posible caída de Al Assad no augura un frente más tranquilo para Israel. Líbano y Jordania, por otra parte, no parecen inmunes a estos cambios políticos.
Todo ello en un contexto donde Estados Unidos y los países europeos están demasiado ocupados con sus problemas internos como para poner al tope de sus agendas a israelíes y palestinos.
El escenario es muy complicado para Israel (tampoco nunca fue fácil); lo novedoso es que Israel ya no goza de una capacidad de disuasión creíble a nivel convencional y, si creemos lo que dicen los dirigentes de ese país, posiblemente pierda el monopolio en el ámbito nuclear si Irán avanza en ese sentido. Cuando no hay disuasión los choques inevitablemente se producen.
La responsabilidad también recae sobre los decisores israelíes que han continuado actuando como si la región no hubiera cambiado. No pueden continuar aplicando los mismos procedimientos de antaño, pero lo hacen. La técnica de estigmatizar al enemigo, común en toda guerra y en todo bando, no puede convertirse en la estrategia de largo plazo del país. La realidad tiene límites precisos, suele decirse con razón.
La solución realista, medianamente justa y aceptable (ninguna solución conformará a todos) del conflicto palestino-israelí es el eje central de todo el problema. En caso contrario, actores externos utilizarán a las partes para sus propios intereses, algo que ha ocurrido en este conflicto desde hace décadas y que no beneficia directamente a ninguna de las partes involucradas. Tampoco sirve la negación del problema o la dilación de las soluciones, eso solo genera frustración que debidamente sazonada con pobreza y resentimiento es un caldo de cultivo ideal para ideologías extremistas.
Estos dos factores: injerencia externa y extremismo violento son las causas de lo que sucede en Gaza según se afirma desde Tel Aviv. Eso es cierto, pero no hay que olvidar que la no solución del problema de fondo es lo que permite la continuidad (y empeoramiento) del conflicto.
Los países no se mudan, de allí la urgencia por encontrar una salida sin caer en la lógica de la acción y reacción que desde hace más de seis décadas ha probado ser inútil para llegar a la paz y a la seguridad de la región.