Por: Ricardo Romano
La Iglesia Argentina acaba de emitir un documento en el cual advierte sobre los riesgos de fragmentación social (“bandos irreconciliables”), la ausencia de armonía para garantizar el normal desenvolvimiento de la sociedad, el avasallamiento institucional que compromete la independencia del poder judicial, las presiones que inhiben la libertad de expresión, “el caudillismo” que privilegia los intereses de la facción por encima de los de la Nación, producto de la ausencia de un diálogo capaz de contener al conjunto, la desidia que facilita que la vida de los argentinos carezca de valor producto del avance del flagelo de la criminalidad y el narcotráfico, junto con la preocupación por el avance legislativo del aborto y porque se reconozca al matrimonio constituido por un hombre y una mujer como núcleo natural de la familia y la sociedad.
Este texto esencial obliga a la dirigencia del país a no pensar “sólo en sus propios intereses” y, fundamentalmente, a recordar que la política es un instrumento al servicio de lo que secularmente se denomina “bien común”.
Estas afirmaciones de la Iglesia tienen una trascendencia invalorable pues han sido producto de una profunda reflexión que vincula los grandes problemas aún no resueltos con la responsabilidad que el conjunto de la sociedad tiene con los mismos. En este contexto, surge la necesidad de volver a pensar qué rol tiene la dirigencia política del país en el complejo proceso histórico en que nos toca actuar. En particular cuando observamos que la exagerada formalización de la escena política ha distanciado existencialmente al hombre y a la mujer argentinos de la política como actividad y ha convertido a los dirigentes en profesionales de un quehacer que desplazó los fundamentos trascendentes del hombre como ser social y privilegió los tecnicismos coyunturales como un fin en sí mismo.
A la política le corresponde entonces recrear los fundamentos de la sociabilidad comunitaria, restableciendo lazos de continuidad entre el presente, el pasado y el porvenir -dimensiones fundamentalmente estructurantes de lo humano-, así como también entre los símbolos culturales que constituyen nuestra matriz de identidad personal y colectiva. Se trata pues de unir a los argentinos. No otro que éste es el significado etimológico de la palabra religión: aquello que re-liga a las personas, que las une y otorga un sentido trascendente a su vida. Por ello es el dirigente político el que debe asumir perentoriamente en su práctica cotidiana la responsabilidad de revincular lo disgregado, estableciendo una pauta conceptual que permita la construcción de un orden justo y solidario. Pero esto hoy en la Argentina no pasa: el vicepresidente (Boudou) de Cristina Fernández de Kirchner manifestó que la opinión de la institución que expresa mayoritariamente la fe de los argentinos “a nadie le importa”.