Por: Ricardo Romano
Es paradójico que un gobierno que “va por todo”, que asegura haber recuperado el Estado y que pretende controlar toda la información que circula en el país, haya abandonado la calle a los delincuentes.
El funcionario a cargo de la seguridad de los argentinos acaba de decir que “los índices de inseguridad van bajando pero la sensación de inseguridad aumenta porque tuvimos la idea de cambiar la cúpula de la Policía Federal” (sic).
La concepción que trasuntan estas declaraciones es la de una administración que trata a las fuerzas de seguridad como si fueran un aspecto exterior a su responsabilidad, por eso ha llegado a descalificarlas, estigmatizarlas y hasta a pagarles en negro.
El resultado es una Argentina inerme frente al delito con un Gobierno que quiere tener el “monopolio de la opinión pública”, mientras abandona la facultad de ejercer el “monopolio de la fuerza pública”, que prescribe la Constitución Nacional.
Las desopilantes declaraciones de Sergio Berni sólo pueden entenderse como excusa para eludir el cumplimiento de su deber: “Para que se entienda, usted cuando se levanta a la mañana, mira la temperatura y es de cinco grados… Lo que siempre le informan es la sensación térmica, porque no es lo mismo cinco grados con humedad, con viento, con diferentes parámetros atmosféricos que van variando: eso es la sensación de inseguridad”.
El resultado de esta deserción oficial es que ir a trabajar o a estudiar, viajar, salir de compras o conducir un automóvil se han convertido en actividades de riesgo en la Argentina de hoy. Gracias a lo que Berni llama “viento” o “humedad”, vivimos una situación de inseguridad sin precedentes, producto de la virulencia del flagelo de la criminalidad. No hace falta ya apelar a cifras para constatarlo, pues cada argentino lo sufre día a día en carne propia. La solución de este problema debería ser, en consecuencia, la prioridad pública número uno. Estamos ante una verdadera emergencia que exige remedios urgentes y excepcionales, de carácter legislativo y ejecutivo.
Sin embargo, frente a toda propuesta de reformar nuestras leyes, darle mayores atribuciones a la Policía o incrementar la presencia de las fuerzas del orden en las calles, se alza un coro indignado de “buenas almas progresistas” para quienes la transgresión es admirable y la ley un yugo. Combatir la delincuencia no es ser autoritario. Combatir la delincuencia es ejercer la autoridad con la convicción de que la seguridad de nuestros compatriotas debe ser la primera política social, la primera de las libertades, la primera política de Estado y el primero de los derechos humanos.
Un Estado que no vela por la vida y hacienda de sus gobernados está violando su primera razón de ser (Juan B. Alberdi). La seguridad de nuestras vidas y la preservación de nuestra propiedad constituyen el primer derecho que el Estado debe garantizar.
Es también paradójico que el populismo gubernamental, que siempre habla “en nombre de los humildes”, subestime los sufrimientos que la actual inseguridad les causa a los mismos pues son ellos quienes más padecen la ola de criminalidad.
Pero a este Gobierno sólo parecen importarle los muertos que puede instrumentar políticamente, mientras hace gala de un inimaginable desapego a otras víctimas, como las de Cromañón o las de la tragedia de Once.
Únicamente a funcionarios con una idea abstracta de la política se les pudo haber ocurrido afirmar que la defensa de la seguridad es una estrategia de la derecha (Juan Manuel Abal Medina) o que “la inseguridad es una sensación” (Nilda Garré) o “un hecho subjetivo” (Sergio Berni). La familia trabajadora, la familia humilde, no sólo debe batallar cotidianamente en durísimas condiciones contra la “sensación de inflación” para llevar el pan a la mesa, sino que debe soportar también el embate constante de la criminalidad en el barrio, en el lugar de trabajo, en la escuela, en la plaza, en el ómnibus o en el tren.
Sin embargo, los bienpensantes del progresismo reservan su compasión para los delincuentes y su sospecha para la Policía. Herederos de aquellas delirantes consignas setentistas como “prohibido prohibir“, dignas de un anarquismo adolescente, pero no por ello menos criminal, promueven al delincuente a la categoría de “rebelde social”. Adeptos al desaparecido filósofo Michel Foucault – apologista del delincuente común-, los “progres” ven en el policía a un abusador de autoridad y en la violación de la ley, un acto de “rebeldía contra el sistema”.
Por todo ello tengo la “sensación” de que para esta gente la vida de los argentinos no tiene mucho valor. Y entonces surge “el hecho subjetivo” de preguntarse: ¿para qué quieren gobernar?