Por: Ricardo Romano
Esperanza en los fieles y miedo en la dirigencia fueron los sentimientos que despertó, en 1978, la llegada de Karol Wojtyla a la silla de Pedro. Hubo temor en las altas esferas de las dictaduras comunistas del Este europeo que se sabían interpeladas por el nuevo Obispo de Roma. Y tenían razón.
Hoy, ante el impacto por la sorpresa que causó la designación de Jorge Bergoglio como Sumo Pontífice de la Iglesia Católica, muchos recordaron la conmoción que generó en aquel momento la irrupción del Papa polaco en la escena mundial.
Treinta y cinco años después, aun en un contexto distinto, asistimos al espectáculo del júbilo en las bases y del recelo e inquietud en las cúpulas. Y eso, en sí mismo, es bueno.
Incluso quienes no conocían al Arzobispo de Buenos Aires hasta el momento de su aparición ante la multitud reunida en la plaza San Pedro recibieron el impacto combinado de su sencillez y firmeza. Todo el mundo entendió el mensaje.
Se dirá que el influjo de su pontificado sólo cuenta para los católicos. Sin embargo, por la autoridad que emana de su trayectoria y de su personalidad, por el peso de la institución que representa y porque la católica es la fe mayoritaria de muchos pueblos del mundo como lo es del pueblo argentino, estoy seguro de que tendrá también un efecto en el plano secular.
Por eso hago votos por que la designación de Bergoglio sirva para restituir a los valores al mando de la política argentina.
Los políticos de hoy están enamorados de la política porque se han desenamorado del pueblo y de la Patria. Esto los lleva a moverse en un universo abstracto, porque pueblo y Patria son el objeto de la política que, si no está a su servicio, no tiene razón de ser más que como práctica de una clase profesional que se reproduce a sí misma.
En la Argentina existe hoy una disputa entre poder y verdad. El poder es una categoría de orden físico. La verdad es una categoría de orden moral que, a través del poder, puede descender a la realidad (orden físico) para modificarla en el sentido de las aspiraciones y necesidades de la Nación.
Por ello el primer valor a defender es la verdad. En particular cuando impera el régimen de la mentira. Pero la pelea por la verdad exige de una estrategia sin tiempo. Porque el único objeto que importa es imponerla. Y para esto se necesitan hombres libres. O, dicho de otro modo, esclavos al servicio de la libertad de los demás. Sin urgencias tácticas que subviertan los tiempos a que obliga la pelea por la verdad. Sin la tentación de sumarse a la agenda “políticamente correcta” por temor a que los medios de comunicación los manden al imperio de la clandestinidad, por no cumplirla. Y en particular cuando la agenda de la Argentina perentoriamente demanda: la defensa de la unidad, la libertad, la justicia, la seguridad, el diálogo y todo aquello que se identifica con lo más profundo del ser argentino.
No me estoy refiriendo aquí solamente a quienes tienen responsabilidades institucionales, sino a todos los que aspiran a la representación política de los argentinos. Oficialismo y oposición. En unos, el papa Francisco causó desazón, cuando no miedo y rencor; en los otros, desató un vendaval de oportunistas adhesiones, tanto más entusiastas cuanto más necesario era disimular el abandono de los valores y verdades que alguna vez dijeron defender.
Entre el poder y la verdad, Bergoglio siempre se decidió por la verdad. Sin embargo, los que hoy se definen como sus “amigos”, no compartieron su fe, ni su paciencia en la defensa de la verdad, y por eso oportunamente se alejaron para servir a la agenda del relativismo, el clientelismo y la mentira. La agenda mediáticamente instalada de “lo políticamente correcto”.
Divorciaron así a la política de la realidad. La consecuencia fue que la iniciativa pasó a manos de las circunstancias. Y hoy en nuestro país la circunstancia está signada por la economía. Por lo tanto, la suerte de la política está subrogada a la de la economía. Por ello oficialistas y opositores otean en el horizonte la evolución del precio de la soja, el índice de inflación o el valor del dólar, buscando en esos elementos externos la fuerza que sustituya lo que no les viene “de adentro”, porque no encarnan una idea trascendente por la cual luchar.
Revertir esto y recuperar la iniciativa exige defender valores que aniden en lo más profundo del ideario de la argentinidad. Para recuperar la razón de ser de la política, porque solo desde ésta se puede modificar la realidad en el sentido de las aspiraciones y necesidades del pueblo argentino.
Si la defensa de estos valores es la nueva causa de la política, la consecuencia será la victoria de quienes los encarnen o al menos los representen en las próximas compulsas electorales.
La sociedad debe dejar de eludir la verdad, los dirigentes ponérsela arriba del hombro y comenzar a defender valores; único camino para modificar la pauta cultural que rige la política actual y facilitar el resurgir de una nueva dirigencia dispuesta a la reconstrucción moral e institucional del país. Si no lo hacemos, el castigo a recibir puede ser que siga lo que está. O que lo sustituya algo que sea aún peor.
Pero la designación de Jorge Bergoglio como papa Francisco hace que esto hoy sea inadmisible para cualquier argentino de bien. Y nos obliga a pelear por la verdad. Porque quienes fueron parte de la mentira no pueden ser los vehículos del cambio.