Una cosa ha quedado clara durante todos estos años de régimen “bolivariano”, y es que cuando la oposición gana elecciones es porque el Gobierno no ha querido impedirlo. Podría hacerlo sin problema porque controla descaradamente el escrutinio de los votos, y aunque hasta ahora no ha habido una investigación en firme sobre casos de fraude, el repertorio de irregularidades electorales en Venezuela incluye artimañas manifiestas que van desde el gerrymandering hasta las nacionalizaciones masivas de chinos para abultar el sufragio chavista.
Henrique Capriles había caído ante Chávez en las presidenciales de octubre, pero dejaba memoria de los mayores avances hechos por la oposición desde que el militar golpista fue elegido por primera vez. El joven rival se presentaba el 16 pasado a la gobernación del estado de Miranda, y entretanto el escenario político venezolano había dado un vuelco determinante con el agravamiento de la enfermedad de Chávez. Pelear contra el caudillo no es lo mismo que hacerlo con sus secuaces, huérfanos por completo de su carisma y de su popularidad. Con ese razonamiento, la oposición podía encontrar nuevos bríos y reconstruir un liderazgo que mirase, sobre todo, a esas eventuales elecciones en las que Nicolás Maduro ha de postularse para continuar, por virtud dinástica, la obra chavista. Tal posibilidad entrañaba un riesgo indudable para la supervivencia de la revolución, y aunque no era cuestión de un “Capriles ad portas!” que hiciera cundir el pánico, la fragilidad del chavismo sin Chávez no era dato superfluo. A tal punto que bien habría podido sugerir, para los más radicales, un golpe de mano que desactivara el parapeto democrático y garantizara una sucesión sin conmociones. Pero esto —que habría podido hacerse recurriendo a la emergencia nacional, o a ese Armagedón político que es la Asamblea Constituyente― habría sido desvelar ya por completo la dictadura, y es probable que con ello hubiera quedado aún más comprometido el orden futuro.
La salida debía contar, entonces, con lo que al fin y al cabo ha sido hasta ahora el instrumento más útil para la táctica chavista de asalto y secuestro del poder: las elecciones. Pero allí, ¿cuánto terreno había de permitírsele ocupar a la oposición? Habría quien pensara que ninguno, y que, de haber perdido el 16, el liderazgo de Capriles se habría evaporado para siempre y muerto el perro se acababa la rabia. Pero, en cambio, los árbitros electorales le han perdonado la vida, a la vez que la aplanadora oficialista sometía 20 de los 23 estados de Venezuela y encumbraba sus gobernadores incluso en las regiones donde no fue mayoritario, en las presidenciales de octubre, el voto rojo.
Los artífices del mecanismo sucesorio han caído en la cuenta, parece, de que el mayor problema de Maduro es su falta de legitimidad: ante los propios chavistas, ante los venezolanos y ante la comunidad internacional. La unción del mandamás muerto no le bastará para quedarse con todo. De modo que la única forma de llenar esa deficiencia es en unas elecciones “democráticas”, con un candidato de oposición enfrente. Para tenerlo han respetado el triunfo de Capriles, lanzando, al mismo tiempo, un mensaje contundente: Venezuela, incluso si se trata de elegir a segundones, es mayoritariamente chavista. Y es en ese entendido como quieren llevar a las urnas a su contendor, para consagrar a Maduro como presidente constitucional y apoyado por el pueblo soberano.
Hace tres meses no se sabía si Capriles podía ser rival para Chávez, pero nadie dudaba de que su liderazgo, apuntalado sobre unas elecciones primarias y un titánico empeño de acercamiento a la gente, era superior al de cualquier cortesano del régimen. La emergencia hereditaria de Maduro no cambia ese panorama, y ahora más que nunca es necesario que el gobernador de Miranda se ponga al frente de un proyecto nacional, capaz de demostrar que con Chávez muere también la revolución y que alguien sensato debe tomar las riendas ante la destrucción que deja. La oposición debe cuidarse mucho de ser el escabel para que se instale cómodamente, en el trono del tirano, un donnadie improvisado por los Castro, azorados frente a la perspectiva de quedarse sin patrocinador.