Por: Adrián Ravier
El nuevo equipo económico avanza en el cumplimiento de sus promesas de campaña. Primero, redujo retenciones de exportaciones a cero para todos los cereales —e incluso para la industria—, excepto la soja, que bajó de 35 a 30 por ciento. Segundo, eliminó el cepo cambiario, estabilizó su valor oficial en torno a 13,90 pesos. Algunos analistas esperaban que su valor fuera un poco más elevado, pero eso obligaría al Banco Central a desembolsar mayor cantidad de pesos por la excesiva —y quizás fraudulenta— venta del dólar futuro durante la gestión de Alejandro Vanoli.
Argentina inició, con estas y otras medidas, un proceso de cambio de modelo económico que todavía necesita definir en sus aspectos fundamentales. Uno de ellos trata acerca de la integración comercial global, a través del mantenimiento de las relaciones con el Mercosur y con China, pero también de la integración con Estados Unidos y Europa, aspecto que se comenzará a profundizar en la cumbre del Mercosur en Paraguay. No estoy en la mesa chica del PRO, pero creo que la ambición de pertenecer al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés) o generar acuerdos bilaterales con Europa y el Primer Mundo es una de las intenciones del nuevo Gobierno.
Al respecto, uno de los temas que deben discutirse es de qué modo desmantelar todo el arsenal de medidas proteccionistas que el kirchnerismo formó durante estos últimos doce años para proteger a la débil industria local de la “amenaza extranjera”. Recordemos que uno de los requisitos para ingresar en estos bloques es no contar precisamente con este tipo de obstáculos a la inversión extranjera, ni tampoco a los productos extranjeros.
Tanto en campaña como también durante estas dos primeras semanas de gobierno, el tema giró en torno a liberar el tipo de cambio y que sea determinado por la oferta y la demanda, pero nada se ha dicho sobre eliminar aranceles o, al menos, unificarlos en un valor para todas las ramas industriales, para no generar arbitrariedades entre sectores. Esto es precisamente el camino que tomó Chile tras las recomendaciones de Milton Friedman, al unificar todos los aranceles en el 10% y luego ir descendiendo año a año un uno por ciento. Con ello, en diez años se llega a una economía libre de aranceles.
Argentina necesita abrir el debate acerca de esta transición que le permita ordenar también las relaciones con el mundo y el modo en que se librará de numerosas intromisiones del Estado en el ámbito comercial.
El desafío no es menor, ya que hoy toda la estructura productiva —apoyada sobre este arsenal de medidas proteccionistas— genera manufacturas que abastecen el mercado interno, al tiempo que crea millones de puestos de trabajo que no podrían ser reemplazados en el corto plazo por el esperado desarrollo de la agroindustria.
Más de un lector ahora mismo estará recordando la década de 1990, la que —se dice— avanzó en levantar intromisiones del Gobierno para importar productos extranjeros, lo que generó un aluvión de importaciones que barrieron con la débil industria local y obtuvieron un alto desempleo. En línea con aquella argumentación, la débil industria argentina heredada del poskirchnerismo no podría competir en condiciones de libre mercado con las baratas manufacturas importadas de China o Brasil, lo que en definitiva produciría un fuerte desempleo que pondría en riesgo, incluso, el avance de la transición.
Este tema fue estudiado en profundidad por Eduardo Conesa, doctor en Economía en la University of Pennsylvania, en su libro titulado Desempleo, precios relativos y crecimiento económico (Ediciones Depalma). En sus clases de Macroeconomía II en la Universidad de Buenos Aires, a las que tuve la oportunidad de asistir en 1999, Conesa planteaba que uno de los errores fatales de los años noventa fue fijar una convertibilidad 1 a 1 con un tipo de cambio real bajo, sobrevaluado, el que sólo podía terminar con el hiperdesempleo que todos conocimos. A partir de allí, y sobre la base de estudios empíricos en la misma Argentina, Chile, Corea, Japón o Alemania, concluía Conesa que el desarrollo económico debía iniciar con un tipo de cambio real alto, acompañado, por supuesto, con equilibrio fiscal y estabilidad monetaria.
Esta medida, de fijar un tipo de cambio real alto, puede resultar atractiva para el Gobierno como punto de partida del nuevo modelo y como transición para eliminar las otras intromisiones en el ámbito del comercio internacional, pero teniendo en claro que, una vez que el desarrollo económico avance y que esto repercuta en mejoras salariales reales, el Gobierno evitará volver a devaluar el tipo de cambio para conseguir una nueva mejora en la competitividad. Así permitirá que el tipo de cambio real alcance su valor de equilibrio.
Ejemplo de este tipo de transición lo observamos bajo el Gobierno de Arturo Frondizi, cuando Álvaro Alsogaray era ministro de Economía y de Trabajo. Alsogaray vio que el tipo de cambio que había llegado a 100 pesos moneda nacional en mayo, retrocedió hacia 83 en agosto, gracias a mayor confianza y a la entrada de capitales, lo que condujo al Banco Central a establecer una paridad fija antes de que siga apreciándose hacia su valor de equilibrio.
Recordemos que la propuesta presenta ventajas y desventajas. Entre las primeras, se puede señalar que un tipo de cambio real alto deprime el nivel de salarios, lo que permite que la industria de manufacturas cuente con mano de obra más barata para enfrentar la competencia extranjera. Entre las segundas, se puede indicar el mismo factor, ya que un bajo nivel de salarios perjudica a los consumidores, que verán reducida su capacidad de ahorro y de consumo. Otra desventaja, no menor, es que el tipo de cambio real alto encarece la importación de insumos, lo que en definitiva afectará también transitoriamente a parte de la industria local y a parte de los propios exportadores.
Debemos reconocer, sin embargo, que, en los términos planteados por Conesa, un tipo de cambio real alto y permanente, como cualquier control de cambios que se quiera fijar, impide un desarrollo sano de la economía y de la población, ya que, a medida que el crecimiento económico va generando mejoras salariales, el Gobierno o la autoridad monetaria reducirán esa mejora con políticas sucesivas de devaluación. Esto no es otra cosa que el fracaso continuo al que se nos ha expuesto en nuestra historia macroeconómica argentina.
Argentina puede fijar inicialmente el tipo de cambio real alto para compensar transitoriamente el desmantelamiento de las políticas proteccionistas, pero una vez que la economía empiece a crecer y los salarios se vayan recuperando de la devaluación, es importante que la estructura productiva se vaya configurando sin contar con nuevas devaluaciones al tipo de cambio. A medida que la economía argentina se desarrolle y el tipo de cambio real se vaya apreciando, las empresas deben emprender un proceso de mejoras en la competitividad incorporando las nuevas tecnologías, a la vez que el Gobierno debe avanzar en una fuerte reducción tributaria que permita bajar costos y quitar obstáculos al desarrollo empresarial.