La arrogancia de los planificadores

Agustín Etchebarne

Quienes pretenden planificar la economía estudian los fracasos anteriores para poder decir: “esta vez va a funcionar”. Como desde hace miles de años fracasan uno tras otro todos los intentos de planificar la economía, tienen un gran material de estudio. Sesudos y perseverantes los planificadores siguen probando. Así, hace poco se le ha escuchado decir a Kicilloff que ha descubierto que “el problema es que antes no teníamos computadoras”. Mientras que Guillermo Moreno pretende reinventar la rueda, implementando un nuevo sistema de control de precios. Uno más, de los tantos que fracasaron en la Argentina.

Me recuerdan a Oscar Lange, el economista polaco, ferviente socialista, que pretendió simular con planillas de cálculo y otros artificios el sistema de precios de libre mercado. Pero tampoco funcionó. La caída del muro de Berlín en 1989 expuso al mundo el dramático fracaso de estos inventos.

Los planificadores no comprenden que la complejidad de la economía les excede. No ven que el aparente orden que observamos en la economía surge de manera espontánea de un caótico océano de sentimientos, pensamientos, gustos, deseos, imaginaciones, inventos, pulsiones, dolores y afectos que se multiplican y mutan incansablemente en las cabezas de los 7000 millones de personas que interactúan en el mundo. No logran ver que el valor de los bienes depende de la subjetividad cambiante de todas estas gentes. No observan que el cambio es lo único que permanece en el sistema capitalista. Que las ideas se unen, se aparean y procrean nuevas ideas permanentemente y cada vez a mayor velocidad. Que la libertad es la que impulsa la imparable creatividad de millones de cerebros dispersos y que por eso el cambio es impredecible e incontrolable.

En su fatal arrogancia, los planificadores como Kicilloff o Moreno creen que con las computadoras podrán hacer rápidamente los cálculos para dirigir la economía. Olvidan que esa herramienta también está en manos de millones de personas e incrementa y acelera la innovación. No comprenden que los mercados se mueven en la incertidumbre escrutando el futuro.

Jamás sus computadoras podrán explicar y mucho menos prever por qué el precio de una empresa como Apple cae un 36% en la Bolsa. Cientos de miles de inversores especulan día a día sobre lo que vendrá y parecen temer que, sin Steve Jobs, la empresa no logre mantenerse a la altura de sus innovaciones pasadas. El éxito anterior no alcanza para asegurar su futuro, sólo cuentan los próximos inventos, el iWatch, la nueva generación de celulares de Samsung con sus grandes pantallas donde los jóvenes quieren mostrar sus fotos o las expectativas que generan los anteojos inteligentes de Google. Nada de eso está incluido en los modelos de los economistas. Jamás un planificador central podrá inventar o siquiera prever la invención de un iPod.

La crisis mundial será superada por los inventos de los científicos que trabajan en Singularity University o en la Universidad de Tel Aviv, especializándose en nanotecnología, biogenética, inteligencia artificial, robótica y otras nuevas disciplinas. O por la cooperación internacional que se da libremente en la web y permite reducir costos de manera astronómica y multiplicar el conocimiento, muchas veces, de forma gratuita.

Los planificadores estatales harían bien en leer la conferencia que dio Von Hayek al recibir el premio Nobel en 1974 sobre La pretensión del conocimiento. En aquel tiempo muchos países desarrollados se enfrentaban a la amenaza de la inflación acelerada, provocada por el uso excesivo de políticas keynesianas recomendadas por famosos economistas de aquel entonces, tal como se repite hoy tardía y torpemente, en la Argentina de Kicilloff y Moreno. En dicha conferencia, Hayek explica los límites al conocimiento con que nos enfrentamos los economistas y que pretenden desconocer los planificadores. Explica por qué los economistas no contamos con herramientas suficientes como para reemplazar con eficacia al milagroso mecanismo del mercado libre.

Mientras tanto, con los nuevos controles de precios más el retraso de las tarifas de servicios públicos, los acuerdos “sugeridos” de salarios, las restricciones a las importaciones, las  retenciones a las exportaciones,  y el cepo cambiario, Argentina vive una bonanza ficticia como ocurría hacia fines de la convertibilidad. Inevitablemente terminará con una nueva desilusión, más o menos como nos anticipan las fuertes devaluaciones en Venezuela.

El problema más grave es que cuanto mayor sea el tiempo de este conjunto de restricciones a la libertad, mayor será la brecha que nos distanciará de los países avanzados, mayor será la descapitalización de nuestro país y mayores serán las distorsiones que se acumulan en nuestra economía.