En tiempos de campaña electoral parece una razonable aspiración ciudadana esperar que los candidatos propongan ideas para superar cada uno de los problemas que tanto estremecen a la sociedad.
No menos cierto es que los postulantes se han tomado la mala costumbre de vaciar de contenidos el debate, jugar a las escondidas y hacer de la discusión política una actividad absolutamente superficial.
Abundan evidencias de que el oficialismo no tiene soluciones. Es probable que las conozca, pero queda claro que no está dispuesto a hacerlo. A veces son parte de su estrategia y, por lo tanto, funcionales a sus intereses. En otras ocasiones, las ideas para superarlos implican esfuerzos denodados, sin garantía alguna, y entonces se descarta encararlos.
Sorprende la actitud de un sector importante de la oposición que va desde no plantear propuestas porque no las tiene, a ignorar algunas posibles soluciones porque su implementación sería políticamente incorrecta.
Al recorrer la lista de temas que más inquietan a la ciudadanía se corrobora esta visión. La inseguridad, por ejemplo, aparece en casi cualquier sondeo de opinión, como un asunto de los que generan mayor preocupación.
Que el oficialismo no ha podido con este tema, es innegable. Estos indicadores aumentan sin cesar, pero sólo se perciben intentos insuficientes que apenas consiguen desplazar los fenómenos delictivos de un lugar a otro.
La oposición no dispone siquiera de un buen diagnóstico. No sabrían por dónde empezar, ni como mitigar parcialmente los efectos de este flagelo que padecen cada vez más ciudadanos honestos ante la mirada cómplice de quienes pueden instrumentar medidas para minimizar su impacto.
La inflación creciente es otra catástrofe contemporánea que castiga a todos, pero con más fuerza inclusive a los que menos tienen. Es evidente que al gobierno el tema no sólo no le molesta, sino que lo precisa y por eso ha desarrollado argumentos para justificarlo en estos niveles, como si se tratara de un requisito para el crecimiento económico.
La oposición, por su lado, sólo critica sus efectos, pero no plantea como salir de esta calamidad que carcome los ingresos de los individuos. No lo sabe, ni lo entiende, o tal vez el camino adecuado no le parezca políticamente pertinente. Si se recurre a la emisión de moneda sin respaldo para financiar el gigantesco gasto estatal, pues la inflación entonces vino para quedarse.
Nada cambia demasiado cuando el foco pasa por la corrupción estructural. Es una obviedad que el oficialismo no será quien la elimine. No existe interés y no lo disimulan. Ellos apuestan a utilizar al Estado como si fuera su caja propia, y entonces precisan de la corrupción para hacer política como hasta ahora. Esperar remedios desde ese espacio es algo infantil.
La oposición podría sugerir algo diferente, sin embargo mas allá de la retórica oportunista y demagógica que busca captar votos, nadie habla de desmantelar la perversa red del presente. Algunos de esos políticos, tal vez especulan con la posibilidad de hacer uso de las mismas herramientas una vez que lleguen al poder y por lo tanto no se ocuparán de la cuestión.
En términos generales, el oficialismo prefiere no hablar de estos asuntos, ignorarlos parece ser la fórmula, y cuando ya no se puede evitarlos, los minimiza. Para eso recurre a la distracción como mecanismo infinito.
Del otro lado, la oposición sólo describe el problema, lo menciona siempre, lo enumera, hace inventario, pero se queda allí, en lo más básico, sin animarse a pensar en ideas novedosas y plantearlas. O no las tiene, o no está dispuesta a pagar el eventual costo político que se deriva de decirlo.
Estas cuestiones, y tantas otras, ya ni se discuten. El debate político se ha tornado insustancial, casi anecdótico. Ya ni se intentan encontrar posibles estrategias para encarar estos asuntos.
En todos los casos, los ciudadanos enfrentan una situación frustrante, y a veces algo ridícula, ya que están convocados a participar de una elección en la que sólo pueden elegir matices de lo mismo, y que en cualquier caso, ni oficialismo ni oposición están decidido a resolver problemas cotidianos.
Es un ejercicio algo perverso. De un lado los votantes esperando soluciones y del otro un ejército de profesionales de la política dispuestos a ofrecer nada a cambio, o mejor dicho, la eterna postergación de las soluciones.